Tuesday, September 12, 2006

Artículos publicados en "Odiel" II (JUAN RAMÓN JIMÉNEZ)

Poesía y pensamiento

(1-6-2006)

Ocupaciones y preocupaciones varias me han impedido colaborar con la frecuencia que yo deseo en las páginas del “Odiel”. De haberlo hecho antes, sería más pertinente mi agradecimiento a una lectora amable que me felicitó en carta abierta por mi último artículo (espero saldar así, aunque sea tardíamente, mi deuda de cortesía). En él hablaba sobre el desmedido consumismo juguetero contemporáneo ejemplificándolo en el cumpleaños de mi sobrino (por cierto, algún día tendré que dedicar algunas líneas a mi otro sobrino; no vaya a sufrir de celos si algún día le da por repasar las hemerotecas). Curiosamente, dicha colaboración era, en realidad aquélla en la que menos trataba sobre la figura de Juan Ramón Jiménez, que por ahora suele ser el motivo invariable de mis exposiciones. ¿Es casualidad que la única felicitación acerca de lo que escribo apareciera a raíz de mi artículo menos juanramoniano? ¿Es esto representativo? No podría asegurarlo, no poseo datos estadísticos, pero me da a mí que sí; bueno, que sí a lo segundo y que no a lo primero.
Hace unos días, del 22 al 24 de mayo, se celebró en el salón de actos de la Facultad de Derecho el simposio “Juan Ramón Jiménez: Poesía y Pensamiento”. Dentro de él disertaron algunas de las máximas figuras del universo juanramoniano: Richard Cardwell, Blasco Pascual, Vázquez Medel... Y la mayoría de las ponencias fueron realmente interesantísimas para aquellos que tienen curiosidad por conocer la vida y la obra del premio Nobel de Moguer. Incluso los debates que se suscitaron al término de alguna de ellas fueron bastante sugestivos, y en ellos destacó Carmen Hernández-Pinzón, sobrina nieta de Juan Ramón, que aportó valiosos puntos de vista y anécdotas biográficas familiares. El juanramonismo onubense también fue sólidamente representado por otras importantes personalidades, entre las que cabe destacar a Antonio Ramírez, director de la Fundación Juan Ramón Jiménez de Moguer, con el que tengo el honor, a veces, de compartir página en este mismo periódico. Y el diletantismo oficial lo llevó a cabo dignamente Manuela Parralo, vicepresidenta de la Diputación, cuyas palabras en la clausura fueron moderadamente bellas. En resumen, el simposio gozó de un nivel envidiable y, desde luego, desde aquí felicito a sus eficientes organizadores: Luis Miguel Arroyo y Francisco Silvera.
No obstante, mi especialidad no son las “columnas de negritas”, así que intentaré ser menos nominal y no desviarme de la cuestión que me ocupaba (“pre-ocupaba”). Y es que, a pesar de ese gran nivel, hubo demasiados sillones vacíos..., al menos para mi gusto. No se entienda esto como que asistió muy poca gente, si no más bien como que quizá debió haber asistido más. Siendo muchos de los asistentes alumnos universitarios matriculados, y por ello relativamente obligados al testimonio presencial, creo que fueron pocos los oyentes que se acercaron por puro interés (ni siquiera por la tarde, franja horaria de menor tradición laboral). Y, por tanto, esto me lleva de nuevo a la reflexión inicial: ¿interesa Juan Ramón verdaderamente al onubense de a pie? ¿Es por eso que, cuando vienen las máximas figuras del juanramonismo, no se llena un auditorio? ¿O precisamente el nivel era demasiado alto para interesar al “no iniciado”? Quizá el busilis, como decían nuestros abuelos, estriba en eso y la labor de difusión de la obra del autor de “Patero y yo” deba realizarse a niveles más mundanos. No me atrevería, desde luego, a dilucidar yo la cuestión aquí, porque carezco tanto de la autoridad como de los datos.
Quizá, simplemente, el evento no se publicitó lo suficiente. Salvo al principio y, sobre todo, al final, la presencia de los medios pareció escasa. Creo que no vi fotógrafos en la conferencia del profesor Blasco Pascual, considerado por los círculos académicos e investigadores la figura más importante de las que hicieron acto de presencia. Sin contar al director de la Real Academia de la Lengua, que pronunció la conferencia de clausura, para quien los “flashes”, por el contrario, tal vez fueron excesivos; de hecho, hubo algún fotógrafo que bombardeó, molestamente, al insigne lingüista casi durante media hora (yo, en mi calidad de “agente-doble”, no dije nada, pero hubo algún miembro del profesorado universitario que se quejó). No digo que don Víctor García de la Concha no se mereciera tal atención, ya que su conferencia fue, además, auténticamente magistral; quizá por eso las autoridades presentes se esforzaron en llamarle reiteradamente “maestro”, aunque posiblemente hubiera quedado menos taurino, y por tanto más elegante, dirigirse a él como “profesor”. De cualquier modo, fue la “estrella mediática” del simposio, pero ¿y el simposio...? ¿Fue éste mediático? En definitiva: ¿interesa verdaderamente Juan Ramón Jiménez al onubense de a pie...? Interesante pregunta.


El caleidoscopio prohibido

(4-5-2006)

Hace unos días tuvo lugar el cumpleaños de uno de mis sobrinos, Javier, al que por supuesto adoro. Cumplía cinco años y, lógicamente, está en esa bendita edad de “ludomanía” infinita y despreocupada que casi todos los adultos echamos de menos, como mínimo, un par de veces a la semana (quizá más, dependiendo del grado de estrés de cada uno). Aquel día, hacia los ojos encandilados de mi sobrino viajó todo el típico bestiario industrial y postmoderno de la juguetería actual: “powerrangers” de complexión nerviosa y colorines irisados, “pokemones” andróginos y psicodélicos o brillantes homúnculos que representan los clásicos superhéroes de la Marvel (los cuales, por descontado, copian las apariencias ñoñas e infieles de las versiones cinematográficas, no de sus originales del cómic, en una vuelta más de tuerca al fenómeno del “Kitsch”; que razón tenía Eco).
Después de la escala ocular, el bestiario llegó a su principal destino, las manos, y allí entretuvo largo rato al ilusionado niño, que dedicó gran parte del día a jugar con todos sus componentes. Hubo un momento en que los nuevos juguetes confraternizaron con los viejos y, al final de la jornada, salvo algunos especialmente exitosos que fueron “indultados”, la mayoría recibieron el castigo (o más bien la recompensa) de ser guardados en un gran cubo reservado para esa función. Hasta aquí todo normal; sin embargo, la forma en que la madre del niño agrupó y recogió aquella turbamulta de plástico y color llamó poderosamente mi atención. Tal era el número de juguetes, que había que reagruparlos con una escoba y guardarlos con un recogedor; en definitiva, que había que barrerlos... Efectivamente, el aumento del nivel de vida en los últimos años ha multiplicado escandalosamente el “stock” de juguetes que un niño suele tener en su poder. Cuando yo era un chaval no poseía ni un 10% de la flota juguetera de la que goza mi sobrino (por otro lado, espero que estas reflexiones no sean ningún tipo de envidia inconsciente y retroactiva por mi parte).
Y es que los tiempos están cambiando, como ya advirtió Bob Dylan en los 70. Bueno, la verdad es que desde entonces no han dejado de cambiar casi en ningún momento y, de hecho, en estas postmodernidades que nos circundan no parece que vayan a dejar de hacerlo nunca... Afortunadamente, y sin ánimos de ponerme medallas, en aquel cumpleaños mi regalo fue una edición especial, con dibujos, pegatinas, recortables... de “El Principito”. El dulce humanismo y la desbordante imaginación del famoso relato de Saint-Exupéry me parece un excelente modo de iniciarse en la lectura y el contrapunto perfecto para todo tipo de bestiarios contemporáneos y plasticificados. De cualquier modo, aunque va a ser difícil que mi sobrino preste más atención al libro que al plástico y aunque éste tenga la educación de los mejores padres del mundo (que la tiene), nada cambia el hecho de que los juguetes se apreciaban mucho más cuando eran más escasos.
Eso, por ejemplo, le ocurría a Juan Ramón Jiménez hace más de un siglo. Como miembro de una familia burguesa acomodada, tendría acceso a una serie de lujos que el resto de niños no podría nunca disfrutar, pero también es cierto que para ser feliz no le hacía falta más que un solo juguete: un caleidoscopio. A lo largo de 1933, Juan Ramón publicó una serie de 20 cuadernos de prosa y verso con el título de “Presente” y el número 16 se denominaba precisamente “El Caleidoscopio Prohibido”. En él dibujaba varias estampas de su infancia relacionadas con el mágico uso que de este instrumento hacía el moguereño; mágico porque con el simple hecho de mirar las cosas y las personas a través de su caleidoscopio se desbordaba el torrente de la imaginación del futuro premio Nobel. A “Josefito Figuraciones”, que de este modo se llamaba a sí mismo Juan Ramón en estos escritos, no le hacía falta más. A través de la visión coloreada, giratoria, fragmentaria de su caleidoscopio “Josefito” divisaba “el río Odiel, y luego el mar, y después Cádiz, y más allá, un poco desconocidos y huraños, el Peñón y el estrecho de Gibraltar, y unas islas Filipinas... Y vio a su tío abuelo vestido de almirante, en un barco, rodeado todo de anteojos, banderas, cañones, mariposas disecadas, lanzas largas de madera labrada, cajas de laca, cartas marítimas, sables de honor...”. Y más, mucho más...
No sé si mi sobrino llegará a ser poeta con el tiempo (probablemente terminará queriendo ser futbolista y no le culpo; los futbolistas ganan un “poquito” más que los poetas). Pero sé positivamente que, a pesar de los pesares, posee una gran imaginación y desde luego yo haré todo lo posible por ayudar a que ésta se desarrolle y se expanda, porque el mejor juguete de un niño es la imaginación y no el plástico... Quizá le compre un caleidoscopio para su próximo cumpleaños.

Juan Ramón, un viernes santo

(13-4-2006)

“Viernes santo lluvioso, 1936. Otro viernes santo lluvioso, hace treinta y seis años, 1900, llegaba yo a Madrid por primera vez. Había recibido días antes una tarjeta postal de Rubén Darío y Villaespesa, invitándome a venir. Y, claro, yo me vine a Madrid volando, sin pensar en nada más”. Así hablaba —y escribía— Juan Ramón Jiménez en año tan señalado y trágico para la historia española como aquel negro y odioso de 1936. Era abril, como ahora, y, por tanto, aún no planeaban a cara descubierta sobre los españoles las oscuras sombras de los buitres del fascismo (pero no es éste el tema que nos ocupa). Las palabras citadas fueron publicadas en El Sol el 10 de mayo de 1936, dentro de una serie de artículos que llevaban como título genérico aquella famosa y a veces malentendida máxima juanramoniana de “Con la inmensa minoría”, y tenían como objeto honrar la muerte reciente de un viejo amigo.
Efectivamente, el poeta almeriense Francisco Villaespesa Martín murió el 9 de abril de 1936. Me parece que aquel día era jueves, pero Juan Ramón creería más poético situar su homenaje en un viernes santo. Es precisamente esa pretensión de poetizarlo todo la que le llevó en más de una ocasión a modificar algunos de sus datos biográficos, en un inocente afán de literaturizar su propia vida (como si no fuese ya suficiente con la literatura que llevaba dentro). Así ocurría con su día de nacimiento, que a él le gustaba situar en nochebuena, cuando en realidad se produjo en la noche del 23 de diciembre de 1881. Y así ocurrió con aquel “viernes santo lluvioso” en el que afirmaba haber llegado a Madrid por primera vez. Un pequeño suelto del diario sevillano “El Porvenir” (4-4-1900, p. 1) nos advertía sobre aquella virtual “mentirijilla” juanramoniana y relataba brevemente cómo “[e]n el expreso de esta noche han marchado a Madrid nuestros queridos amigos los jóvenes escritores don Juan R. Jiménez y don Manuel Escalante Gómez. El Sr. Jiménez va a imprimir un libro de poesías que se titulará Nubes, y que llevará un prólogo del poeta americano Rubén Darío”. Efectivamente, en aquel mítico año de 1900 el viernes santo tuvo lugar el 13 de abril y no el 4, que, casualmente, fue otro jueves.
Pero, ¿qué más da? La relevancia de aquel viaje sigue siendo la misma independientemente de la desmemoria o de la fantasía del poeta moguereño. Durante el escaso mes y medio que permaneció en la capital se insertó decididamente en los círculos de la “gente nueva” gracias a Darío y, sobre todo, a Villaespesa. Dividió aquel libro de poesías titulado originariamente “Nubes” en dos: los ya famosos “Ninfeas” y “Almas de violeta”, libros modernistas, aunque el último menos que el primero (libros que, por cierto, se han dejado fuera de la gran empresa editorial que ha supuesto recientemente la publicación por Espasa de su “Obra poética” —craso error). Aunque Juan Ramón regresó pronto, desencantado y precipitadamente de aquel indispensable viaje al centro de la España literaria, allí conoció lo peor y lo mejor de la “gente nueva” y del modernismo. Y, dentro de lo mejor, entendió perfectamente (o al menos lo entendería con el tiempo) que la poesía y el hombre son por definición universales y que había que abrirse al exterior. Podría decirse que fue entonces cuando, contagiado por el cosmopolitismo del movimiento modernista, comenzó a sentirse aquello que más tarde afirmaría ser con orgullo: un “andaluz universal”. Desde su tierra, Moguer, pero hacia el mundo... o el universo. Una actitud digna de ser imitada: tener claras las raíces pero también que somos ciudadanos del mundo, que, por insustituibles y significativas que sean algunas cosas, no todo son palios y tamboriles (no es menos onubense quien dirige, desde Huelva, su mirada hacia el mundo).
Este afán de universalidad fue lo que, por ejemplo, a partir de 1915 llevó a Juan Ramón a la India, poéticamente hablando, claro. Desde entonces, junto a Zenobia, permaneció dedicado varios años a la traducción de parte de la obra de Rabindranath Tagore, el premio Nobel de literatura nacido en Calcuta, el poeta de “las lunas nuevas” que intentó que Oriente y Occidente se dieran la mano a través de la paz y la poesía (la historia es cíclica y ahora no nos vendría mal un nuevo Tagore). Poco después, Juan Ramón hubo de responder a los comentarios de quienes veían influencias de Tagore en Platero y yo, libro escrito años antes de que el de Moguer conociera la obra del de Calcuta. Y él se defendía, cómo no, desde lo local hacia lo universal: “En lo que yo me parezco a Rabindranath Tagore, ¿no será en las palabras, giros, acentos míos, que yo le he puesto al traducirlo con mi mujer? ¿No será en la semejanza de mi Andalucía con su Bengala?”.


“Besos de oro”, libros perdidos, eclipses de Sol

(29-3-2006)

Les voy a contar un cuento... (de hadas, no al modo de los políticos): En un lejano país, un niño y una niña abandonados se encontraron en pleno bosque e instintivamente unieron esfuerzos para sobrevivir gracias a la caridad de los lugareños de aquellos sitios por donde pasaban, ya que viajaban siempre siguiendo el sol. Una vez tocados por la adolescencia, el amor surgió entre ellos. Fueron, así, felices hasta que sobrevino el momento en el que no recibieron tantas limosnas y el hambre llegó a desesperarlos casi hasta el borde de la muerte. Entonces, se les apareció un hada compasiva prometiéndoles que cada vez que uno de los dos abriese la boca, vertería por ella una moneda de oro. Con tal poder, los huérfanos enamorados no tardaron en convertirse en los príncipes más ricos de la zona. No obstante, sus banquetes y la prodigalidad de los mismos eran tan famosos como la melancolía que embargaba a los nuevos príncipes. El hada que les confirió el don aquel, al percatarse de su tristeza, se les apareció una noche en la alcoba de ambos para pedirles explicaciones. Ellos le dijeron que “es grato por extremo calentarse cuando hace frío, comer cuando se siente hambre; pero hay algo más grato todavía, y es besarse cuando se tiene amor. Y desde que somos ricos no gozamos de tal ventura, porque apenas entreabrimos los labios para dar un beso, salen repugnantes doblones y lo que besamos es oro”. El hada anunció que les retiraría el poder, pero que perderían también todas las riquezas acumuladas al mismo tiempo que desaparecía en los jóvenes la capacidad de generarlas. Ellos dijeron que no importaba, y al tocarlos con su varita, halláronse en un cobertizo, por cuyas grietas entraba libremente el aire helado, hambrientos, medio desnudos, tiritando de frío como pobres pajarillos sin nido y sin plumas... ¡pero cuán felices pudiendo cambiar besos de amor!
Supongo que ahora esperarán por mi parte el despliegue de una moraleja actualizada. Pues no. Este cuentecillo ha sido simplemente la excusa introductoria para volver a hablar de Juan Ramón Jiménez, que es el motivo que me viene trayendo últimamente a las páginas de este periódico. Dicho relato, que les he resumido brevemente, llevaba por título, como ya imaginarán, “Besos de oro”, y lo creó el escritor parnasiano francés Catulle Mèndes. Una traducción del mismo apareció en el diario sevillano “El Baluarte” el 14 de octubre de 1898, y allí lo leyó con toda seguridad Juan Ramón, que a la sazón estudiaba en Sevilla. Y en él se inspiró para titular el que iba a ser su tercer libro, del cual tenemos noticias por su correspondencia y por algunos poemas publicados en prensa, y que, efectivamente, debía llamarse “Besos de oro”.
Desgraciadamente, la crisis nerviosa por la que fue internado en un sanatorio francés, como les comenté en el anterior artículo, le llevó a desestimar la publicación de tal obra e incluso a destruir gran parte de la misma allá por 1901. Una lástima. En este libro perdido —que prometo intentar reconstruir algún día— Juan Ramón había atemperado los excesos formales de su primer modernismo y había madurado sus composiciones modernistas hacia una vertiente más profunda, entre simbolista y mística. De hecho, si el título de “Besos de oro” estaba inspirado de forma directa en Mèndes, su contenido bebía claramente —nunca mejor dicho— de “Las ánforas de Epicuro”. Éste era el nombre que Rubén Darío, por aquel entonces amigo y maestro del moguereño, había dado a un proyecto de libro formado por sonetos que finalmente fue incluido en la edición parisina de “Prosas profanas” (1901). En “Las ánforas...” Darío desarrolló su veta simbolista-ocultista y encerró lecciones sobre la poesía, la naturaleza o el erotismo, fundiendo de forma sincrética elementos católicos, paganos o pitagóricos.
Yo, personalmente, me quedo con lo pitagórico, porque disfruto pensando que en la matemática de los planetas rige un principio musical y, por extensión, poético. Me gusta creer que en la orquesta del universo dirige una fuerza poética, superior, con su cósmica batuta, y nuestro planeta puede ser una nota, un acorde, quizá un arpegio... Y para cuando, ebrio de prosaísmo contemporáneo, dudo de mi pitagorismo, me entretengo cavilando sobre cómo, media hora después de morir Bécquer en Madrid, el 22 de diciembre de 1870, algunos observatorios astronómicos españoles registraron en sus telescopios un eclipse total de sol.

El Doctor Lalanne y las leyendas urbanas

(22-3-2006)

No quisiera convertir en un hábito eso de nombrar a gente que me encuentro por la calle (como hice un par de artículos atrás), pero en el fondo los periódicos son callejeros, están hechos para el hombre de a pie... La cuestión es que hace algún tiempo me encontré con un conocido que estaba al tanto de mis investigaciones juanramonianas y me interrogó acerca de cuánto había de cierto en aquello de que el autor de Platero era homosexual (bueno, la perífrasis es mía). Le dije que nada, sin apenas prestarle atención. Pero cuando me crucé con otro que insistió sobre el mismo tema, empecé a sospechar. Y cuando un tercero me dijo algo parecido, ya fue demasiada redundancia (y eso que aún no se había estrenado en Huelva Brokeback Mountain).
Claro, ¿cómo no? Poeta y homosexual son palabras sinónimas... Para quien no haya captado la ironía, en primer lugar, quizá sea interesante recordar que sí, que muchos de los máximos representantes de la literatura universal fueron homosexuales: García Lorca, Oscar Wilde, Verlaine...; y una cosa no tiene que ver con la otra. Y en segundo, tengo que decirles que la homosexualidad de Juan Ramón es, en realidad, una leyenda urbana más (entiéndase la expresión en su acepción sui generis). Quizá sublimada por referirse a un mito literario, pero leyenda urbana al fin y al cabo, como aquello de que a Ana Obregón se le estalló un pecho de silicona por el efecto despresurizador de la cabina de un avión o lo de que las latas de Coca-Cola hay que esterilizarlas antes de consumirlas porque en su abertura contienen matarratas potencialmente también “matahumanos”.
En mayo de 1901, debido a una crisis nerviosa aguda, un veinteañero Juan Ramón ingresó en la Maison de Santé du Castel d’Andorte, un sanatorio de Le Bouscat, pueblecito cerca de Burdeos. Allí descubriría el camino hacia su verdadera poesía después de los primeros excesos modernistas, pero eso es otra historia; al menos no es la historia que ahora nos ocupa. Lo que interesa aquí es que en aquella “mansión de sanidad” el de Moguer fue tratado por el doctor Gaston Lalanne, un prestigioso alienista (que era como se llamaba entonces a los psiquiatras)... ¿Y por qué es eso lo que interesa aquí y qué tiene que ver con Brokeback Mountain y los pechos de Ana Obregón?, se preguntarán ustedes. Por lo pronto, en la ficha médica del poeta, redactada el 7 de septiembre de 1901 por el doctor Lalanne, se podía leer: “Se ha entregado a los placeres sexuales”. Entiéndase que con mujeres, y entiéndase también, como apuntaba el profesor Jorge Urrutia, que ello probablemente habría ocurrido durante cierta fase bohemia y de esparcimiento perteneciente a su época de estudiante de pintura en Sevilla (de la que luego se arrepentiría mucho, todo hay que decirlo).
Pero es que, además, en los poemas y apuntes manuscritos que el moguereño escribió a lo largo de su estancia bordelesa, hay referencias a varias mujeres nativas de las que se enamoró. Él era así, tenía una sensibilidad hipertrofiada para la poesía y para el amor y, de joven, le costaba tan poco enamorarse como respirar, y casi respiraba con la misma frecuencia que se enamoraba o hacía poesía. Y, dentro de esa espiral poético-amorosa, en Le Bouscat fue a protagonizar un bello —y adúltero— idilio con Madame Lalanne (a la que el poeta evocaría en sus poemas bajo el seudónimo de “Jeanne Roussie”); en una extensión del tratamiento psiquiátrico que es de suponer desconocía el doctor Lalanne... Un año después, dentro de una extraña especialización romántica en dispensarios mentales, nuestro poeta protagonizó un suceso similar, puesto que en 1902, ingresado en el Sanatorio del Rosario de Madrid, creyó enamorarse de la hermana Sor Amalia Murillo. Ésta parecía corresponderle, o al menos eso se desprende de que la trasladaran súbitamente a otro sanatorio poco después de la llegada de Juan Ramón.
En fin, creo que queda suficientemente contestada la triple pregunta del principio. Pero tampoco me gustaría que se interpretase esta exposición como un alarde de machismo, ni que el tono jocoso que a veces uso para hacer más distendidos estos articulitos se entienda como una frivolidad acerca de la vida y la obra juanramonianas. Nada más lejos de mi intención que presentar a un Juan Ramón frívolo. Y nada más cerca que resaltar la infinita capacidad de amar la belleza que poseía... Por si alguien duda de mis palabras, qué mejor que hacer uso de las suyas para ilustrar esto último. Una de las partes de Laberinto, obra de 1913, estaba adornada con la siguiente dedicatoria: “A Jeanne Roussie./ «La romántica»/ que, entre el vaho verde/ del jardín regado,/ se paseaba conmigo,/ a la luna de junio,/ con las ramas de los sauces/ en los ojos”.

El primer poema de Juan Ramón Jiménez o el terror jesuítico

(7-3-2006)

“Aquí yace de un hipócrita/ el cuerpo malvado y necio/ que por no sufrir desprecio/ bueno quiso aparecer.//Teniendo manchada el alma/ con la lepra del pecado/ ahora ya está condenado/ a las penas del infierno”. Este fatalista y melodramático poemilla es el documento poético juanramoniano más antiguo que se conserva sin dudas de atribución. Permanece estampado en una de las páginas del Manual de Retórica y Poética de sus estudios de bachiller al lado del monograma del nombre de Jesús (JHS) y de algunos dibujos. Está firmado “J. R. J.”. La primera conclusión que se puede sacar al respecto es que consuela comprobar cómo los genios literarios emborronaban el material escolar al igual que todo hijo de vecino, y la segunda, que también eran capaces de componer mala poesía, aunque fuera en sus años mozos. Por aquel entonces, el de Moguer tenía 13 años y cursaba 4º de bachillerato en el jesuita Colegio San Luis Gonzaga de El Puerto de Santa María. Hacía año y medio que se había trasladado hasta allí desde el Instituto Provincial de Enseñanza Media de Huelva, posiblemente porque su padre don Víctor juzgaba de mayor calidad la educación religiosa; algo que, al margen de consideraciones morales, fue objetivamente cierto durante todo el siglo XIX e incluso más.
En cuanto al poema citado, era una especie de fabulilla moderna que le debía mucho al ídolo poético de la época, Ramón de Campoamor, pero sobre todo a otro peso pesado del fin de siglo XIX: Tomás de Kempis. Este monje y místico alemán, nacido hacia 1379, escribió desde su celda de un monasterio en los Países Bajos la Imitación de Cristo y menosprecio del mundo. Dicho librito llegó a convertirse en el devocionario cristiano más importante de la historia, lo que hoy llamaríamos un best-seller, y su popularidad fue grandísima en la segunda mitad de la centuria decimonónica. La profunda espiritualidad de la Imitación... y sobre todo su mensaje moral fundamentalista marcaron al joven Juan Ramón y su primera poesía. Y, en particular, el sello de Kempis es evidente en este “proto-poema” juanramoniano; no en vano, en su devocionario se dedica todo un capítulo, el XXIV, al tema del Infierno. Se titula “Del juicio y de las penas de los pecadores” y refiere de un modo muy gráfico las penas reservadas a los impenitentes de todo tipo.
Muchas religiones han querido basar sus victorias doctrinarias en el miedo al Infierno, y en especial la cristiana (religión de éxito), con su concepto dantesco de los lugares infernales: interminables ríos de fuego e insondables pozos de azufre con temperaturas considerablemente más altas que las aguas termales de un balneario, y un amplio y variopinto catálogo de refinadas torturas. Unos procesos nada analgésicos encaminados a producir de forma exponencial el efecto contrario al de las aspirinas y que asustaban más en tanto que en ciertos periodos de la historia eran aplicados regularmente por las autoridades locales sin necesidad de traslado a destino ultraterreno alguno.
Los jesuitas, como toda orden religiosa, entendían lo suyo sobre adoctrinamiento y propaganda, y casi se podría decir que doblemente, por aquello de que estaban organizados a la manera de un ejército. Tal eficiencia la comprobó en sus carnes el adolescente Juan Ramón... Bueno, más que en sus carnes lo comprobó en su “miedo a las carnes”, porque gracias a este periodo de bachiller el moguereño estuvo durante mucho tiempo dominado por una especie de psicomaquia entre el espíritu y la carne; es de suponer que con un bonito telón de fondo infernal. Graciela Palau de Nemes, una autora que prácticamente inauguró la moderna crítica juanramoniana, decía sobre esta etapa jesuítica en su Vida y Obra de Juan Ramón Jiménez (1974), que “del San Luis Gonzaga se llevó, con el grado de Bachiller, una gran preocupación por el alma y el cuerpo: una obsesión con la carne y un ansia incomprensible de pureza”.
No nos cabe la menor duda. Sólo hay que echar un vistazo al primer poema de Juan Ramón, tan marcado por ese terror psicológico que a veces se obstinan en ejercer las religiones. Qué diferencia tan abismal con la libertad y la perfección de su obra Espacio. Claro, también hay 48 años entre un poema y otro. Afortunadamente, aunque sufrió mucho tiempo su particular psicomaquia espiritual, el poeta no tardó tanto en sustituir (quid pro quo?), el miedo al infierno por la divinidad de la poesía al “calor” —nunca peor dicho— del modernismo novecentista. Un cambio quizá no muy devoto, pero al menos sí más agradable.

Juan Ramón y los Juegos Florales
(23-2-2006)
Una buena amiga mía me felicitó nada más leer el anterior artículo que publiqué en las páginas de este periódico. Creía ella que estaba bien eso de hacer hincapié en la conflictiva relación de Juan Ramón con Huelva ahora “que tanta gente se pone medallas y alaba al poeta como si fuera su padre”; así me lo dijo. La verdad es que me sorprendió el comentario. Yo no entiendo de política (o al menos eso intento) y epatar, en el sentido francés, me aburre un poco. Me dedico, a veces, a intentar saber cosas que se desconocen o no se conocen muy bien, y desde hace algún tiempo, esas cosas tienen que ver con Juan Ramón. Si éste no se llevaba muy bien con Huelva allá por 1900, no es algo que deba ofender a nadie: es simplemente un dato curioso que es interesante reseñar. Además, fueron nuestros antepasados los que no se portaron muy bien con el moguereño, no nosotros y, aparte de que era normal que no se prestase mucha atención a un anónimo poeta de 19 años, también es cierto que ya en 1912 se le intentó hacer en nuestra ciudad el primer homenaje importante... Aunque no lo es menos que el ya por entonces consagrado vate lo rechazó humildemente.
De cualquier modo, cómo todo esto vino a cuento del episodio, apenas insinuado en mi último artículo, de los Juegos Florales y el Ateneo, me gustaría hablar un poco más sobre el mismo: A partir de la segunda mitad del siglo XIX se había puesto de moda en gran parte de España la recuperación de la tradición medieval de los Juegos Florales o “Fiestas del Gay Saber” (con perdón para los homófobos desconocedores de la etimología de ciertas palabras). Y dichos eventos normalmente eran organizados a finales de este siglo por las asociaciones culturales conocidas como ateneos. Tanto Cádiz, ciudad donde Juan Ramón estudió parte del bachillerato, como Sevilla, localidad donde intentó estudiar Leyes, poseían su propio ateneo y, de hecho, el futuro autor de Animal de fondo era socio del Ateneo hispalense desde 1898. Por tanto, parece lógico que el inquieto joven moguereño deseara una institución similar para su ciudad y no dudó en embarcarse en una campaña periodística en favor de la misma. Lo hizo desde la tribuna de El Odiel (casualidades de la vida y de la prensa), diario dirigido por su buen amigo Tomás Domínguez Ortiz, joven periodista y escritor que, con el tiempo, se convertiría en el presidente más longevo de la Junta de Obras del Puerto.
Tanto se interesó el de Moguer en este tema, que fue capaz de moverse de la comodidad de su pueblo para figurar en el único acto cultural onubense documentado al que asistió durante el fin de siglo (quizá también el primero y el último). Me refiero a la reunión que se celebró en el Círculo Mercantil y Agrícola el 31 de enero de 1900 para tratar sobre ello y en la que “el joven escritor don Juan R. Jiménez, iniciador de la idea, expuso la conveniencia de fundar un Ateneo o Liceo cuya inauguración podría hacerse con la celebración de los «Juegos» en el próximo verano” (La Provincia, 2-2-1900, p. 2). Aunque se nombró una comisión al efecto, no hubo ateneo hasta 1907, y además fue un desastre que sólo duró tres años. Y, aunque los primeros y, probablemente, únicos Juegos Florales de la historia de Huelva se celebraron en la noche del 4 de septiembre de 1902 y fueron todo un éxito, nadie se acordó de Juan Ramón. En el discurso inaugural de José Marchena Colombo, presidente de la Academia de Música y de la comisión organizadora de los Juegos, se atribuía la iniciativa, injustamente, al alcalde José Coto Mora. Y los méritos se repartían entre éste y su Ayuntamiento, la Sección literaria de la Academia de Música y, sobre todo, Antonio López Muñoz, político y escritor onubense mantenedor del evento.
Tampoco es que aquella omisión fuera ningún crimen..., pero un poco sí que molesta.

Nogales, Juan Ramón y el soneto perdido
(10-2-2006)

Es mítica, aunque bastante exagerada, la misantropía de Juan Ramón Jiménez. Y también es cierto que la famosa frase “con la inmensa minoría”, que comenzara emplear a mediados de 1930, normalmente ha sido mal interpretada. Pero no lo es menos, aunque nos duela un poco en nuestro corazoncito de onubense, que Juan Ramón no se llevó nunca excesivamente bien con Huelva. De hecho allá por 1900, cuando contaba apenas con 19 años, su relación con la capital de la provincia era especialmente conflictiva. En una carta de febrero de 1900 dirigida a Timoteo Orbe, amigo y escritor vasco afincado en Sevilla, diría esto con respecto a Huelva: “Yo no salgo, amigo mío; yo no salgo de casa; no hay quien hable sino de toros o toreros. Esto es insufrible”.
No obstante, justo es decir que antes de romper con ella intentó tímidamente integrarse en la oficialidad literaria y cultural de la burguesía huelveña. Lo intentó reclamando ante la opinión pública que se crease un ateneo y que se celebraran los primeros Juegos Florales onubenses a finales de 1899. No le hicieron mucho caso y de ahí las palabras despectivas citadas. Fue entonces cuando se produjo su ruptura con Huelva, la cual quizá se escenificó el 9 de febrero de 1900 en el Hotel Madrid, donde se celebraba unos de los múltiples homenajes dirigidos a José Nogales y Nogales, periodista y escritor onubense que acababa de ganar, contra todo pronóstico, el concurso de cuentos organizado por El Liberal de Madrid. Lo hizo con un relato entre naturalista y regeneracionista titulado “Las tres cosas del tío Juan” y dejando en la cuneta a glorias literarias presentes y futuras como la Pardo Bazán y Valle-Inclán.
A ese homenaje, tendría pensado asistir Juan Ramón, pero probablemente el desencanto con la mala acogida que tenían sus ideas en la capital produjo un cambio de opinión. Así que se quedó en casa pero mandó un soneto para que fuera leído en el evento en honor a Nogales, al que parece que admiraba por aquel entonces. Desgraciadamente, tal poema no fue publicado en la prensa local, lo que daba una idea de lo poco que se valoraba a este jovencísimo Juan Ramón, puesto que en los diarios y revistas onubenses de la época se reproducían pésimas poesías de cualquier funcionario que tuviese tiempo libre y ganas de emborronar cuartillas. Hubiese sido interesante poder leer aquel soneto perdido; sólo por curiosidad, porque no debía de ser muy bueno.
Pocos días después, el 14 de febrero, se celebró otro homenaje a Nogales, esta vez en el Hotel de Inglaterra de Sevilla. Parece ser que Juan Ramón sí que asistió al homenaje sevillano, terminando de escenificar así su desencuentro con Huelva. En fin, es una lástima que nuestros antepasados no tratasen mejor al joven moguereño, quizá así nuestra ciudad podría haber sido otra especie de “blanca maravilla”.

Francisco Jiménez & Cía.

(4-2-2006)

Allá por 1898 Juan Ramón Jiménez comenzó a escribir poesía y a publicarla en la prensa para darse a conocer, tal y como hace casi todo escritor “novel”, esté o no predestinado a transformar en “b” la “v” de dicha palabra... Por aquel entonces, La Provincia, el más importante y veterano periódico de Huelva, publicaba en su cuarta y última página este anuncio entre otros: “Cognac Fino de Moguer (Andalucía) F. JIMÉNEZ Y Cª. MOGUER. Competencia con las mejores marcas extranjeras, absoluta pureza y elaboración esmerada. Pídase en Hoteles, Cafés, tiendas de licores y vinos. Se conceden representaciones y depósitos”.
Ese cognac fino salía de las bodegas que tenía en Moguer el padre de Juan Ramón, don Víctor, pero era distribuido por una empresa que llevaba el nombre del hermano de éste: “Francisco Jiménez y Cía”. En realidad, dentro de esta razón social, los tres socios principales eran los dos hermanos nombrados y un tercero, Gregorio. De hecho, la empresa se llamó anteriormente, en 1881, “Gregorio Jiménez y Cía”, y, un poco antes, en 1878, “Víctor Jiménez” a secas. Bajo sus diferentes denominaciones, la firma de los Jiménez siempre se dedicó a lo mismo, a los negocios de banca y a la compra venta de géneros y efectos del país y extranjero, llegando a ser una de las entidades comerciales más poderosas de Huelva y su comarca en la última década del siglo XIX.
Al tiempo que don Víctor se ocupaba de las bodegas moguereñas, sus hermanos, banqueros y comerciantes, llevaban los negocios desde la capital de la provincia. Ya en otro artículo advertí sobre la gran relevancia social de Gregorio y Francisco Jiménez en la Huelva del fin de siglo. Por ello, merece la pena dedicar unas líneas a estos dos personajes que colaboraban activamente en el progreso socioeconómico onubense mientras su sobrino más inquieto se dedicaba a soñar con la gloria poética allá en Moguer. Junto a don Víctor, y algunos otros miembros de la burguesía local, fueron promotores (1861) y fundadores (1863) del Círculo Mercantil y Agrícola, y también socios fundadores de la Real Sociedad Colombina en 1880. Por su parte, Gregorio fue concejal por el Partido Liberal en 1885 y presidente de de la Asociación de Caridad Onubense, al menos desde 1901 y hasta 1904.
Sin embargo, mucho más importante dentro de la burguesía onubense se puede considerar a Francisco, que desde 1892 fue el jefe de una de las dos facciones en las que estaba dividido por aquel entonces el Partido Liberal de Huelva, recibiendo el apoyo expreso del mismísimo Sagasta. Antes, había ejercido como alcalde en 1874, concejal en 1879 y diputado provincial en 1882. Pero, además, desde 1861 a 1904, fue el dueño del Teatro Principal y después del Teatro Colón, prácticamente los dos únicos locales públicos dedicados a las artes escénicas durante el fin de siglo. Es una lástima que Juan Ramón no se hubiera dedicado a la dramaturgia..., sus comienzos literarios hubieran sido mucho más fáciles.

Juan Ramón: Por el principio...

(27-1-2006)

No hace mucho me pareció interesante advertir, al calor del estreno de las conmemoraciones del trienio juanramoniano, sobre lo poco que se sabía acerca de la prehistoria poética del creador de Platero. Qué menos que intentar recoger yo mismo el guante de dicho envite e informar de vez en cuando en lo relativo a muchos aspectos desconocidos de este primer Juan Ramón. Quizá sea conveniente comenzar por el principio...
Y el principio es que al onubense más universal que haya existido jamás le faltó muy poco para nacer en La Rioja. ¿Se imaginan a un Juan Ramón Jiménez riojano? Bueno, mejor dicho, para no ofender a ningún norteño: ¿se imaginan a un Juan Ramón Jiménez no moguereño y, por tanto, no huelvano? Yo no..., menudo trienio nos esperaría. Pues, como les digo, estuvo a punto de nacer en La Rioja, más exactamente en un pueblecito llamado Nestares de Cameros.
Allí nacieron sus abuelos y allí nacieron sus tíos y su padre: Víctor Jiménez y Jiménez. Pertenecían a la burguesía local y eran propietarios y comerciantes, pero no tendría que irles muy bien las cosas allá por su tierra natal porque hay constancia de que Eustaquio Jiménez, el mayor de los hermanos, estaba ya en Huelva en 1851. Después de éste, la inmigración de la familia fue escalonada pero firme desde 1856. Aparte de un par de primos (y entiéndase bien la frase), fueron llegando a nuestra ciudad, por este orden, Juan, Víctor, Gregorio y Francisco Jiménez, y en un principio se alojaron en la misma pensión situada en el nº 10 de la calle de la Placeta. La capital de nuestra provincia debía de ser entonces bastante permeable a la inmigración burguesa (que se lo digan a los ingleses), porque todos se integraron perfectamente en el tejido social onubense, en especial, los dos últimos. De hecho, Francisco Jiménez no tardó demasiado incluso en ser alcalde; lo hizo sólo por un año, 1874, dentro de las filas del Partido Liberal. De las peripecias de ambos hermanos en muchos de los más importantes eventos comerciales, sociales y políticos de la Huelva del fin de siglo, merece la pena hablarse más detenidamente en otro momento.
Pero, por ahora, quedémonos con el detalle de que mientras ellos se establecieron en Huelva, su hermano Víctor decidió pronto trasladarse a Moguer, probablemente para diversificar los negocios de la familia. Y con este otro: que, de no ser así, quizá aquel burrito “pequeño, peludo y suave” que tenía en los ojos “dos espejos de azabache” o no hubiera existido o podría haber trotado alegremente por las calles de Huelva. ¿Se lo imaginan...? Supongo que no, ni eso ni un Juan Ramón Jiménez riojano.

La prehistoria poética de Juan Ramón Jiménez

(7-1-2006)

Nuestro andaluz universal nació el 23 de diciembre de 1881 (aunque él disfrutaba más contando que había nacido el 24, por aquello de la Nochebuena) y publicó sus dos primeros libros (así, de una vez, como en un parto de gemelos) a mediados de septiembre de 1900. Ese periodo de tiempo, que va desde que Juan Ramón vio la luz en aquella “blanca maravilla” de Moguer hasta que publicó en Madrid dos libros de poemas modernistas titulados Ninfeas y Almas de violeta, es lo que alguien llamó con acierto “la prehistoria poética de Juan Ramón Jiménez”, probablemente la fase de su vida y obra más desconocida, tanto para el gran público como para el erudito, a pesar de ser más interesante de lo que se pudiera pensar en un principio.
Está claro que la poesía “prehistórica” juanramoniana, la mayoría aparecida en periódicos y revistas del fin de siglo, no está indicada para la fruición lírica ni mucho menos; se lo digo yo, que la he estudiado a fondo. Sin embargo, creo que sus avatares vitales de entonces sí pueden ser llamativos para el lector onubense. ¿Sabían, por ejemplo, que entre 1899 y 1900 Juan Ramón colaboró con cartas y poemas en un periódico llamado precisamente El Odiel? ¿Que abandonó sus estudios de pintura en Sevilla a finales de 1898 porque su maestro era demasiado aficionado a la jarana y a la pandereta? ¿O que a principios de 1894 el futuro poeta se trasladó a El Puerto de Santa María para estudiar con los jesuitas después de haber estado matriculado dos años en el Instituto Provincial de Enseñanza Media de Huelva?
Seguro que más de uno, al leer mis interrogantes, comprobará orgulloso que ya lo sabía, pero serán los menos. Además, éstos constituyen sólo tres ejemplos, y quizá de los menos sugerentes, entre muchos aspectos atractivos de este Juan Ramón “prehistórico” que, al contrario que sus tíos banqueros, Gregorio y Francisco, nunca llegó a integrarse en el tejido social onubense, enfurruñado como estaba porque no le dejaron organizar unos Juegos Florales en Huelva para el año 1900 y deseando huir a Madrid para encontrarse con Darío, Villaespesa y otro amigos modernistas... Al final marchó en tren el 4 de abril de aquel año, desde Sevilla, y acompañado por un amigo suyo gaditano, Manuel Escalante, un extraño personaje, pésimo poeta y director de revistas literarias al que unas semanas después la policía quiso detener por un turbio asunto económico, probablemente una estafa, ante la indignación del moguereño...
En fin..., todo un mundo, prehistórico quizá, pero igualmente válido y atractivo que el resto. Todo un mundo que podría ser interesante conocer, y qué mejor momento que ahora... ¿O habrá que esperar otros cincuenta años?

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