Wednesday, December 19, 2007

EL SILENCIO

Para Rubén Darío

¡El Silencio! La Esfinge con el dedo en el labio...
Azahar inviolado de la frase no escrita...
La flor a quien consulta mores Margarita...
El libro donde siembra sus máximas el sabio...

El ensueño tranquilo del amor sin agravio...
Oración sin palabras de espectral cenobita...
Majestad de la estatua... La tristeza infinita...
¡El Silencio!... La Esfinge con el dedo en el labio...

¡Oh los reyes que duermen en las piedras tumbales!
¡Oh las almas sufridas que se callan sus males!...
........................................................................................
En la celda más triste del oscuro convento

viejo monje contempla, silencioso e inerte,
sobre la abierta hoja de infolio amarillento
el borroso esqueleto de la pálida Muerte...


Villaespesa, La copa del Rey de Thule, 1900, p. 15.

Saturday, May 26, 2007

EL SILENCIO DE ÁYAX

El "silencio de Áyax" pretende ser una sección para la reflexión y el ensayo, en la que tengan cabida las diferentes manifestaciones de la condición humana en su relación con el arte y la cultura.

Bienvenidos al otro lado

¿Ha tenido alguna vez la sensación de que los ojos que le interrogan fijamente desde la otra cara del espejo no son los suyos...? Acompáñenos en este curioso viaje hacia "el otro lado".

Cuando a finales de los 60 ‘El Rey Lagarto’ (Jim Morrison) se contorsionaba bajo los acordes de su rock psicodélico, con el ácido lisérgico susurrándole al oído entre las sombras del escenario, e invitaba a sus seguidores a viajar hacia ese “lugar donde no hay límites” ni se “necesita razón alguna”..., dándoles la “bienvenida al otro lado”, hacía ya tiempo que los hombres buscaban el reverso de las cosas y de sí mismos.
Borges nos recordaba en El libro de los seres imaginarios (1957) que hace miles de años, en la China legendaria del Emperador Amarillo, había gentes y animales que vivían al otro lado..., al otro lado del Espejo. Entonces existía todo un mundo paralelo del nuestro al que se accedía a través de los espejos. Sin embargo, los habitantes del Espejo eran belicosos y un mal día decidieron invadir a sus vecinos. Afortunadamente, las artes mágicas del Emperador hicieron inclinar la balanza de su parte y, además, este lanzó un hechizo a través del cristal contra aquellos seres especulares: “los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres; los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles”.
También cuenta la leyenda que con el paso del tiempo, otro mal día, los habitantes del Espejo “despertarán de su mágico letargo”. Primero, “percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro”, y después irán despertando el resto de formas, que gradualmente diferirán de nosotros y nos dejarán de imitar para, finalmente, romper “las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas”. Es posible comprobar con esta fábula, en la que queda patente la agresividad de los seres especulares, que el carácter salvaje que se le suele atribuir al otro lado, en sus diferentes manifestaciones, es un tópico muy antiguo.
Probablemente, la más célebre estancia de alguien al otro lado del Espejo es la que protagonizó una niña inglesa de 10 años en la segunda mitad del siglo XIX. Evidentemente, me estoy refiriendo a Alicia, a quien el reverendo Charles Lutwidge Dodgson (también conocido como ‘Lewis Carroll’) envió A través del Espejo en 1871; ‘lo que Alicia encontró allí’ (Through the Looking Glass and what Alice found there) es, en principio, más agradable que los enemigos especulares del Emperador Amarillo.
Sin embargo, no olvidemos que, a un nivel extratextual, tanto el País de las Maravillas (que el escritor dio a conocer seis años antes) como el Mundo del Espejo no suponían otra cosa que el lado salvaje del propio Carroll, quien por su triple condición de matemático, eclesiástico y tartamudo tenía una vida diametralmente opuesta no sólo a lo que representan cualquiera de esos dos mundos, sino también a cualquier tipo de emoción extraordinaria.
Además, también conviene recordar que la trama de A través del Espejo se basa íntegramente en una partida de ajedrez, un juego que, como se sabe, es en el fondo (y en la superficie) la escenificación de una batalla. Tampoco olvidemos algunos episodios violentos como la encarnizada pelea del Unicornio (Escocia) y el León (Inglaterra) en el capítulo VII, violencia que es mucho más intensa (al menos desde el punto de vista verbal) en Alicia en el País de las Maravillas, especialmente en el capítulo XII con la famosa y reiterativa exclamación de la Reina de Corazones: “¡Que le corten la cabeza!”.
Otro espejo igualmente famoso pero mucho más pasivo y neutro es el del cuento ‘Blancanieves’, historia que recogió por primera vez el italiano Giambattista Basile en El cuento de los cuentos (1634) y que se dio a conocer sobre todo con los hermanos Grimm a principios del siglo XIX. La frase de la envidiosa y malvada madrastra de Blancanieves (“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”) es sin duda una de las interrogaciones más recordadas de la narrativa infantil. Sin embargo, en tal ocasión el papel de este espejo (que contesta casi invariablemente “Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella”) es sólo de instrumento medidor y destinado a constatar grados de belleza presentes o remotos. Aunque también es cierto que, interpretando laxamente la relación entre la bella Blancanieves, su malvada madrastra y el locuaz espejo, podría pensarse que, al fin y al cabo, es un espejo quien sigue separando dos lados diametralmente contrapuestos: el de la bondad sin medida de la niña y el de la desmedida malignidad de su madrastra.
Por otro lado, un enfoque escatológico o cósmico muy interesante de la cuestión especular es la que hacía Borges en otro de sus ensayos, “El espejo de los enigmas”, recopilado en Otras inquisiciones (1952). En él reflexionaba sobre la exégesis simbólica de la Biblia y tomaba como base la hipótesis de Arthur Machen de que “el mundo externo —las formas, las temperaturas, la luna— es un lenguaje que hemos olvidado los hombres, o que deletreamos apenas...”, y la de Thomas de Quincey de que “hasta los sonidos irracionales del globo deben ser otras tantas álgebras y lenguajes que de algún modo tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su sintaxis, y así, las mínimas cosas del universo pueden ser espejos de secretos mayores”.
Pero Borges se basaba sobre todo en los textos del francés Leon Bloy, que a su vez lo hacía en un críptico versículo de San Pablo, “Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum” (Corintios I, 13, 12), cuya traducción más o menos libre es esta: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; más entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; más entonces conoceré como soy conocido”.
De las muchas interpretaciones que hizo Bloy a lo largo de su vida y de su obra conviene resaltar dos. Una es de una misiva escrita en mayo de 1904 y en ella el francés decía al respecto que “vemos todas las cosas al revés. Cuando creemos dar, recibimos, etc. (...). Nosotros estamos en el cielo y Dios sufre en la tierra”. Y más concluyente es aún la idea expuesta en otra carta, esta de mayo de 1908: “Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo”. Por tanto, y en definitiva, Bloy también colocaba dos realidades absolutamente opuestas a cada lado del Espejo y una de ellas, especialmente dañina y capaz de causar dolor.
Pero ahondando más en la materia, podría afirmarse que todos esos mundos extraños y salvajes que están al otro lado del Espejo no son más que metáforas de ‘los otros lados’ que en realidad llevan las personas en sí mismas. La literatura está llena de ejemplos al respecto, especialmente la literatura de misterio. Licantropías aparte, el más paradigmático es sin duda El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde, novela publicada en 1886 por Robert Louis Stevenson, autor que pasó a los manuales sobre literatura universal gracias a las aventuras de La isla del tesoro, aparecida tres años antes. En la primera de estas novelas, el bien y el mal se unen en una sola persona, el médico Henry Jeckyll, que descubre una sustancia química capaz de transformarle, primero a voluntad y después incontroladamente, en el monstruo conocido como mister Hyde.
Otro galeno ilustre con una cara salvaje y monstruosa es el doctor Victor von Frankenstein, protagonista de la novela publicada en 1818 por Mary Wollstonecraft Shelley que las versiones cinematográficas del siglo XX convirtieron en mito del terror: Frankenstein o el moderno Prometeo. Más concretamente, mitificaron al monstruo innominado al que la tradición moderna adjudicó el nombre de su creador: ‘Frankenstein’. Aunque esta criatura es una creación producto de los experimentos del médico suizo, parece fácil deducir que en el fondo, al menos literariamente hablando, es su alter ego violento, capaz, como el doctor, de amar y demostrar sensibilidad y buenos sentimientos pero, al mismo tiempo, también de asesinar de forma cruel cuando las circunstancias lo requieren.
Un caso muy interesante en este sentido, porque mezcla el reverso humano con el otro lado de algo muy parecido a un espejo, un cuadro, es el de El retrato de Dorian Gray (1891). “Al entrar, encontraron, colgado en la pared un espléndido retrato de su amo, tal como le habían visto últimamente, en toda la maravilla de su exquisita juventud y su belleza. Tendido sobre el suelo había un hombre muerto, en traje de etiqueta, con un cuchillo en las manos. Estaba ajado, lleno de arrugas y su cara era repugnante. Hasta que no examinaron sus anillos no reconocieron quién era”. Era Dorian Gray, que instantes antes había apuñalado su propio retrato...
Así termina la decadentista historia urdida por Oscar Wilde en su novela, en la que un dandy decimonónico, gracias a una extraña suerte esotérica difícil de explicar, logra permanecer indefinidamente joven mientras su retrato envejece. En esta ocasión, el lado oscuro e irracional es reversible y, mientras el retrato absorbe lo malo de Dorian, este se queda con lo bueno; al menos a un nivel físico, porque en el moral podría decirse lo contrario, ya que el protagonista del relato aumenta su crueldad interior de forma proporcional al incremento de su belleza externa.
Incluso en lo ejemplos ‘buenos’ de doble personalidad, la de los superhéroes (esa rica y nunca suficientemente valorada mitología postmoderna), el otro lado conlleva su dosis generosa de rebeldía y desinhibición. Está claro que la faz superheroica siempre es una ampliación en bondad con respecto a la identidad secreta, pero también lo es en cuanto a radicalidad o extroversión. Citemos al binomio superheroico por antonomasia de la segunda mitad del siglo XX: Superman y Spiderman.
El primero, creado por Joe Shuster y Jerry Siegel, vio la luz en 1938, en el número 1 de Action Comics y no tardó mucho en convertirse en el paradigma superheroico de Occidente. En su vida cotidiana, Superman es el tímido, pacato e introvertido periodista Clark Kent. Sin embargo, cuando surge algún problema en su ciudad, Metrópolis, su personalidad se transforma y se hace mucho más audaz tanto en el desempeño profesional contra ‘los malos’ como en sus relaciones personales.
Y algo parecido ocurre con Spiderman, personaje creado en 1962 por Stan Lee (el famoso gurú de la compañía Marvel) y Steve Ditko para el número 12 de Amazing Fantasy. Utilizando el lenguaje típico de este tópico, ‘por el día’ Spiderman es Peter Parker, un timorato y enclenque estudiante de Química, y ‘por la noche’ se convierte en el Hombre-Araña, un superhéroe ágil y fuerte en lo físico e incluso mordaz e ingenioso en lo verbal.
Un lado aún más inquietante de ese otro lado del que estamos hablando es el Doble, pero no ya el reflejo físico de uno mismo en un espejo ni el reverso metafórico de su alma, sino la presencia real y efectiva de una persona que es exactamente idéntica a otra sin que les vincule lazo alguno de parentesco. Como también señaló Borges en El libro de los seres imaginarios, varias tradiciones sajonas recogen la existencia del Doble como un ser que anuncia la muerte de su igual.
En Alemania lo llaman ‘Doppel-gaenger’ y en Escocia ‘Fetch’, que significa literalmente ‘buscar’, ya que, según parece, el Doble viene a buscar a los hombres para llevarlos a la muerte. Borges localizó el tópico también en la “trágica balada ‘Ticonderoga’ de Robert Louis Stevenson” y en “el extraño cuadro How they meet themselves de Rosseti”, en el que aparecen “dos amantes que se encuentran consigo mismos, en el crepúsculo de un bosque”. Considerando todas las reflexiones hechas aquí, es curioso el esquema de este último ejemplo del artista prerrafaelita inglés, puesto que vemos en él un cuadro, que al fin y al cabo es un espejo del alma del pintor, y dentro del lienzo un reverso más: el de los dobles de los amantes, reflejo cuádruple.
No en vano, el propio Dorian Gray, apenas unas páginas antes de terminar la novela que protagoniza, rompe un espejo, irritado por la belleza artificial que ve en sí mismo, y justo al final califica al ominoso retrato que guardaba todas sus imperfecciones de esta forma: “Porque era un espejo injusto aquel espejo de su alma en que se miraba”. Efectivamente —y pregúntenselo alguna vez cuando estén frente a Él—, el Espejo sigue siendo una puerta hacia otros mundos extraños y propios a un tiempo y hacia nuestro propio interior, ya que en el fondo (¿en el fondo del espejo?) esos otros lados salvajes reflejan una parte más o menos reveladora de nuestra alma.

Odiel Información (17-9-2007, pp. 10-11).

La "mujer" de rojo (Parte 1)

Si alguna vez tuvo usted un sueño subido de tono en el que aparecía una mujer tocada con una caperuza roja, tranquilo, descargue su conciencia, porque no fue culpa suya...


Al evocar el personaje de Caperucita Roja, todos dibujamos en nuestras mentes (quizá en aquellos pequeños rincones de nuestra psique donde aún conservamos algo de inocencia infantil) una cándida y dulce niña tocada con una caperuza de color rojo que fue gravemente ultrajada por un fiero lobo mientras desempeñaba la noble misión de abastecer a su querida abuela. Tal ha sido el poder y la fascinación de esta narración tradicional, extraída de lo más profundo de la literatura oral europea, que ha conseguido sin esfuerzo y de forma indiscutible ser considerada el más famoso cuento popular de todos los tiempos.
Sin embargo, y precisamente por eso, es un historia que ha dado de sí mucho más de lo que el lector (u oyente) común puede imaginar, puesto que seguro que hay quien desconoce que durante décadas Caperucita pasó por ser poco menos que una buscona gracias a Perrault, que en algunas versiones orales la inocente niña se come la sangre y la carne de su abuela o que casi llegó a conquistar Etiopía para el ejército fascista de Benito Mussolini.
Pero comencemos por el principio. Para aquellos que han estudiado a fondo la cuestión, el origen exacto de este cuento continúa siendo una incógnita, puesto que narraciones basadas o inspiradas en el mismo tema, se pueden encontrar no sólo en el folclore europeo, sino también en la tradición del Lejano y Medio Oriente y en África. Por ello, averiguar cuál de esas narraciones es la original y cuáles las imitaciones constituye una tarea difícil, por no decir imposible, de conseguir.
El primer precedente en la cultura europea lo tenemos en un libro escrito en latín, del año 1023, cuyo título es Fecunda Ratis (La barca de la fecundidad). Su autor es Egberto de Lieja y en uno de sus pasajes aparece una niña en compañía de lobos vistiendo ropas de color rojo muy importantes para ella. El tema de este libro es el amor galante, tal y como se puede comprobar en algunos de sus versos: “Cinco son los resortes del amor fogoso:/ vista, conversación, contacto, besos entre los enamorados/ y, finalmente, la cópula, coronación de la enconada guerra”. Este detalle temático es muy significativo, ya que incardina la primera referencia escrita dentro de una obra de tono erótico, lo que prefigura la fuerte connotación sexual de algunas versiones del cuento.
Puesto que en El cuento de los cuentos (1634-36) del napolitano Giambattista Basile podemos encontrar versiones de ‘Cenicienta’, ‘El gato con botas’, ‘Blancanieves’ o ‘La bella y la bestia’, pero no de nuestra ‘mujer de rojo’, hemos de esperar un poco más, hasta 1697, para que Charles Perrault ponga por primera vez en negro sobre blanco la historia de Caperucita Roja (‘Le Petit Chaperon Rouge’), fijando además un elemento, el de la caperuza roja, que no suele encontrarse en las versiones orales.
Perrault publicó sus Histoires ou Contes du temps passé (conocidas como Cuentos de antaño) bajo la firma de su hijo, Pierre Perrault Damancourt, puesto que en la Francia de la época, y más para un reputado filólogo como él, los cuentos en prosa de origen oral no gozaban de ningún prestigio a nivel literario. Esta estrategia no tardó mucho en ser descubierta, aunque, afortunadamente, el enorme éxito de los Cuentos de antaño terminó por dignificar el género del cuento popular y a Perrault, finalmente, la historia le conocería por ello y no por sus obras eruditas ni por ser uno de los principales protagonistas de la ‘Querella entre los antiguos y los modernos’, importante disputa filológica de la Francia cortesana de finales del siglo XVII; ni siquiera por ser durante veinte años el hombre de confianza de Colbert, el famoso ministro de Luis XIV.
Por otra parte, a pesar de que fue la primera versión escrita de este cuento universal y de su enorme éxito, no ha sido la que ha perdurado hasta nuestros días, principalmente por dos razones. La primera tiene que ver con la forma en que termina la versión perraultiana, ya que en esta no hay final feliz y tanto la abuela como la nieta acaban sus días formando parte íntima de los procesos digestivos del lobo. Imaginen la cara de los niños de hoy en día al escuchar esto.
Como señala el psicoanalista austriaco Bruno Bettelheim en su célebre estudio Psicoanálisis de los cuentos de hadas (cuya primera edición española es de 1977), “parece que muchos adultos creen que es mejor atemorizar a los niños para que se porten bien antes que liberar sus ansiedades, que es una de las funciones de un cuento de hadas”. Efectivamente, el relato de Perrault culmina con la victoria del lobo y, de este modo, carece de la huida, la superación y el alivio de otras historias. Su intención era que ‘Le Petit Chaperon Rouge’ fuera, más que un cuento de hadas, una historia admonitoria, de advertencia (conte d’advertissement) ante actos reprobables, una historia que atemoriza deliberadamente al niño con un final ansiógeno.
La otra razón tiene que ver con las notables connotaciones sexuales de esta versión, las cuales comienzan desde la propia caracterización de la niña, a la que el autor adornaba con una caperuza roja, pero no una cualquiera, sino un ‘chaperon rouge’, un sombrerito a la moda en tiempos de Perrault. Sin embargo, este no sólo quiso ‘poner guapa’ a la niña, sino que también le otorgó un comportamiento de lo más libertino para ‘su edad’. Cuando Caperucita es invitada por el lobo, que suplía el lugar de la abuela, al lecho de esta, la niña, ni corta ni perezosa, se desnuda antes de llevar a cabo tal sugerencia. Esta acción se ve reforzada con el comienzo del famoso intercambio de observaciones y explicaciones del clímax del cuento: al comentario de la niña “¡Abuelita, qué brazos más grandes tienes!”, el lobo responde que “son para abrazarte mejor, hija mía”, detalle anatómico que, por otro lado, no aparece en ninguna otra versión registrada.
“Podemos pensar”, explica Bettelheim, “que Caperucita es tonta o bien que quiere que la seduzcan porque, en respuesta a esta seducción tan evidente y clara, no hace ningún movimiento para escapar ni para oponerse a ello. Con todos esos detalles, Caperucita Roja pasa de ser una muchacha ingenua y atractiva, a la que se convence de que no haga caso de las advertencias de la madre y de que disfrute con lo que ella cree conscientemente que son juegos inocentes, a ser poco más que una mujer que ha perdido la honra”. No olvidemos tampoco que algunos autores como el alemán Erich Fromm (El lenguaje olvidado, 1971) van más allá e identifican simbólicamente la caperuza roja con la sangre menstrual, situando a la protagonista en edad ‘de merecer’, lo que aumentaría la significación erótica ya implícita en todo el relato.
El técnico teatral y escritor chileno Hugo Cerda, en otro clásico sobre la materia (Ideología y cuentos de hadas, 1985) apuntaba la cuestión en este sentido: “Algunos autores han destacado el desarrollo y la evolución netamente sadista de Caperucita roja, la cual ha sido explicada como un símbolo de la violencia o agresión sexual, que en el caso del cuento, se convierte en una especie de simulacro simbólico de la conquista y el acto sexual. Según estos estudiosos, el autor del cuento se regocija en pintarnos inicialmente un cuadro extremadamente idílico y bucólico de Caperucita para hacer más morbosamente interesante el final, esto es, el instante en que el Lobo se acuesta con Caperucita, a quien posteriormente devora”.
Todo este componente sexual de la versión de Perrault se ve además reforzado y explicitado en la moraleja en verso que el francés colocó al final del cuento: “Vemos aquí que los adolescentes/ y más las jovencitas/ elegantes, bien hechas y bonitas,/ hacen mal en oír a ciertas gentes,/ y que no hay que extrañarse de la broma/ de que a tantas el lobo se coma./ Digo el lobo, porque estos animales/ (...) persiguen a las jóvenes Doncellas,/ llegando detrás de ellas/ a la casa y hasta la habitación”. Perrault resolvía así la metáfora dejando claro que el Lobo es el hombre seductor y galante, muy de moda en la Francia de entonces (popularizado un siglo más tarde por Las amistades peligrosas de Choderlo de Laclos y su libertino vizconde de Valmont), que busca ‘comerse’ a las jovencitas aunque con una intención muy diferente a la de ingerirlas.
En este sentido, es evidente que el destinatario de la Caperucita de Perrault era un público cortesano, que probablemente no había visto un lobo en su vida, algo que no tiene nada que ver con las versiones populares, en las que el Lobo cumplía la función de desalentar a los niños de cometer acciones imprudentes, como es el caso de atravesar solos un bosque. El Lobo en este caso debe entenderse como un peligro real y no metafórico. En efecto, sabemos que entre finales del siglo XV y principios del XIX, los ataques de los lobos a los niños (sobre todo pastorcillos niños y púberes) no eran infrecuentes, sobre todo en las regiones alejadas de las grandes vías de comunicación (al contrario que ahora, Europa era entonces un gran bosque); por ejemplo, el primer caso documentado en Lombardía de una agresión similar se remonta al año 1490. Precisamente, esta peligrosidad del lobo determinó su matanza en toda Europa durante los siglos mencionados.
Regresando al cuento, cabe preguntarse cómo llegó a ser la versión perraultiana esa mucho menos cruel que todos escuchamos alguna vez antes de dormirnos. Después de casi un siglo de éxito incontestable (e inesperado) en Francia, Caperucita Roja emprendió un curioso viaje a finales del siglo XVII de la mano de los hugonotes exiliados, que llevaban consigo el repertorio de cuentos galos. Estos protestantes franceses tuvieron que huir a causa de las Guerras de Religión, recalando en países no católicos como Inglaterra, Suiza, Países Bajos, Norteamérica y Alemania.
Particularmente en este último país, los cuentos de Perrault se fundieron con el sustrato local popular, lo que propició que, a principios del siglo XIX los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm recogieran, junto a otros cuentos, la versión popular alemana de ‘Caperucita Roja’, inspirada directamente en la de Perrault. Lo hicieron en su mítico primer volumen de los Kinder-und Hausmärchen o Cuentos de niños y del hogar, publicado en 1812.
La versión de los Grimm ya es mucho más parecida a aquella que ha predominado en la actualidad. La ‘Caperucita Roja’ de los Grimm integra y amplia la de Perrault y, afortunadamente (al menos para los niños oidores de cuentos) acaba con un final feliz; de hecho, acaba con dos, ya que los alemanes, en su afán documental, recogieron una especie de epílogo en el que Caperucita se cruza con otro lobo, pero esta vez, con la lección bien aprendida, va corriendo hasta la casa de su abuela para tender entre ambas una trampa y matarlo. Este epílogo poco atractivo no ha pasado a la posteridad y sí el primer final de los Grimm, en el que un intrépido cazador (que pasaba por allí) se encarga de abrir la barriga del Lobo mientras este duerme para extirpar de una pieza tanto a la nieta como a la abuela. Acto seguido, Caperucita llena el vientre lobuno de piedras que le terminarían provocando la muerte al despertar gracias al golpe que se da en su huida debido ese sobrepeso inducido.
No obstante, hay que señalar que, ya fuera por el boca a boca de la tradición popular alemana o por una pedagógica decisión de los Grimm, su nuevo final surgió por contaminación de otro cuento alemán de origen francés: ‘El lobo y los siete cabritos’. En este, como todos sabemos, un lobo asedia a siete cabritillos a la puerta de su casa haciéndose pasar por su madre. Cuando consigue engañarlos, se come a todos menos uno que espera escondido a la madre para que ambos, al igual que ocurre en ‘Caperucita Roja’, rajen al Lobo, salven a las víctimas e introduzcan unas cuantas piedras en su estómago que le harían ahogarse en una fuente cercana, también por un exceso de peso.
De paso, observamos aquí el origen ancestral de todos estos cuentos, ya que es imposible soslayar el parecido de este desenlace con aquel relato mitológico de Cronos devorando a sus hijos, en el que Metis, su primera esposa, le engaña dándole una piedra envuelta en un paño en lugar de entregarle a Zeus, quien, una vez mayor, vuelve para destronar a su padre y obligarle a vomitar de una pieza a sus hermanos y futuros dioses olímpicos.
Y hablando de comer cosas que harían vomitar incluso a la madre de los siete cabritos, poca gente sabe que en muchas de las versiones orales Caperucita practica el canibalismo, y nada menos que con la abuela (que ya hay que tener ganas), aunque en su descargo hay que decir que lo hace de forma involuntaria. Según relata Valentina Pisanty en su libro Cómo se lee un cuento popular (1995), “con el fin de salvar lo que quedaba de la tradición oral, varios estudiosos del folclore, a partir del siglo XIX recogieron testimonios directos por boca de varios narradores populares y registraron por escrito algunas de las versiones orales aún corrientes para catalogarlas y compararlas. De las 35 versiones orales recogidas de la tradición campesina francesa en cuanto al relato de ‘Caperucita Roja’, 20 son totalmente independientes de la de Perrault”. En varias de ellas, el Lobo impostor invita a la niña a comer algo de carne y vino, que son en realidad el cuerpo triturado y la sangre de la abuela, algo que se hace aún más horripilante por el añadido de detalles como los dientes de la abuela que quedaban pegados a la carne y que el Lobo justifica como granos de arroz o como judías verdes.
Quizá el aspecto perturbador que aún advertimos en ciertos cuentos es un residuo de la tradición popular y refleja la crueldad de la lucha por la supervivencia de los más humildes. Se ha observado que, más que un elemento simbólico, la explícita mención del canibalismo que encontramos en muchas versiones populares del cuento debe interpretarse de manera realista. Los casos históricamente documentados de canibalismo en la Europa de los siglos XVIII y XIX confirmarían esta hipótesis. Se puede constatar así cómo los campesinos que contaban los cuentos no tenían necesidad de símbolos y de códigos secretos para hablar de sexo y violencia. De hecho, la mayoría de las versiones antiguas de los cuentos infantiles está plagada de truculentos detalles y sangrientas referencias que, lógicamente, desaparecieron hace tiempo de aquello que se narra a los niños.
Sin ir más lejos, en la versión de los hermanos Grimm de otro de los platos fuertes de la narrativa infantil, ‘La Cenicienta’, las hermanastras se amputan sin dudarlo –y sin anestesia– porciones de sus pies para poder encajar en el famoso zapatito de cristal y, para colmo, al final del cuento dos palomas les sacan los ojos a picotazos, de modo que, “como castigo por su maldad y falsedad, quedaron ciegas para el resto de sus vidas”.

Odiel Información (24-6-2007, pp. 20-21).

La "mujer" de rojo (Parte 2)

El viaje narrativo de la historia de Caperucita Roja y su relación amor-odio con el malvado Lobo es tan variado como las épocas y los lugares por los que ha transitado.

Pero retomemos el viaje de la Caperucita de Perrault para terminar de esbozar la evolución del ‘Cuento’ por antonomasia. En 1729 Robert Samber tradujo el texto de Perrault al inglés, haciéndolo así disponible al público anglófono. A Estados Unidos llegó a través de los chapbooks de las colecciones para niños; la primera versión norteamericana documentada se remonta a 1796. Ambas versiones se mantienen fiel al original de Perrault salvo por la omisión de la moraleja y por alguna variación más acorde con el sentido del pudor anglosajón, como que el lobo no se mete en la cama desnudo, sino con el camisón de la abuela, un ejercicio de travestismo muy emblemático de las versiones modernas y que recogerán los Grimm. Estos, además de fuentes populares, también hubieron de inspirarse en la primera traducción alemana de la versión perraultiana (en 1790), así como en la primera adaptación teatral de esta historia, llevada a cabo en 1800 por el escritor romántico alemán Ludwig Tieck en clave de alegoría política y denuncia de la invasión napoleónica, y que introducía otro de los personajes básicos de las versiones actuales: el cazador que mata al Lobo y salva a sus víctimas.
En el drama de Tieck, Caperucita representa a la juventud alemana, que primero se siente atraída por los ideales de la Revolución Francesa de 1789 –el Lobo_–, pero luego se retrae horrorizada frente a la barbarie de la revolución: la caperuza roja sería una clara referencia a la moda alemana de ponerse el gorro frigio en homenaje a los ideales de la revolución jacobina. Esta no es la única interpretación simbólica que se ha hecho de la historia de Caperucita Roja. Algunos autores han interpretado la caperuza roja con el rojo del alba, con lo que la niña sería la aurora que cada día muere por efecto de la salida del sol, que no es otro que el Lobo. A pesar de que este siempre ha sido un animal relacionado con la noche, su raíz latina (‘Lupus’) lo entronca con la palabra Luz (‘Lux’) y, además, en alguna leyenda védica (hindú) el Sol se transforma en lobo para poder casarse con la diosa Saranyu. Existen otras muchas interpretaciones simbólicas del cuento, incluso cristianas (en la que, por supuesto, el Lobo sería Satanás y el Cazador el Ángel de la Guarda), pero es más interesante retomar la evolución de ‘Caperucita Roja’.
De los Grimm en adelante, el viaje narrativo de la –a veces_– mal avenida pareja de cánido y púber (sólo a veces también esto último) adquirió connotaciones bastante variopintas según la época en la que fue difundido. Al principio, la versión de los Grimm suplantó a la de Perrault y fue adoptada por la mayor parte de las colecciones infantiles desde 1812 hasta la primera guerra mundial; los únicos cambios introducidos por los autores del siglo XIX iban en la dirección de una nueva atenuación de los contenidos. Al contrario que ocurría con Perrault, que cargaba las tintas sobre la sexualidad de la niña, la tendencia principal en Europa y América fue transformar a la heroína en un modelo de virtud femenina importunada que necesita la intervención de auxiliadores masculinos.
Pero, sobre todo, la versión del cuento cambiaría de un modo u otro en función de la utilización interesada que se le quería dar. Ya en 1895 la niña de rojo protagonizó su primera campaña publicitaria para la empresa de detergentes Star Soap, en Zanesville (Ohio). En este sentido, el ejemplo más rocambolesco es el de ‘Cappuccetto Rosso nell’Africa Orientale’, publicado por Armando Lodolini en 1936, en plena Italia fascista. Cappuccetto Rosso es una pequeña italiana que, después de haber escapado del lobo (la Caperucita Roja italiana, al contrario que la extranjera, no podía ser “tan boba como para confundir al lobo con su abuela”), se encuentra con un pelotón de soldados italianos que se dirigen a Abisinia (Etiopía) y, por error, embarca con ellos. Lejos de amedrentarse, una vez que está en el África Oriental, se une al combate con sus compatriotas italianos y, después de haber tomado como rehén a una joven nativa (a la que llama la ‘Cenicienta abisinia’), consigue capturar nada menos que a 2.000 soldados enemigos. Teniendo en cuenta que en la portada de la versión fascista de ‘Pinocchio’ aparece este obligando a beber veneno a la marioneta de Rasputín, la versión totalitaria de Caperucita casi se antoja dulce e inocente (al menos cogía a los prisioneros vivos).

Afortunadamente, en lo que quedaba de siglo XX las diferentes versiones de ‘Caperucita Roja’ recuperarían su carácter pedagógico. Además, a partir de los años 50, se puede apreciar un intento, por parte de algunos escritores dedicados al público infantil, de trastocar el orden tradicional del cuento y su estilo narrativo, con el fin de descolocar las expectativas consolidadas de los lectores, como es el caso de ‘Il Lupo buono’ (1974) de Italo Terzoli y Enrico Vaime. En ‘El Lobo bueno’ la historia la cuenta el Lobo Miguel en un juicio: el joven e incauto Miguel camina por el bosque tranquilamente tarareando el Only you cuando se cruza con Caperucita Roja. Esta le pide el favor de que la acompañe a ver a su abuela, a lo que Miguel, titubeante, termina respondiendo afirmativamente. Una vez en casa de la abuela, Miguel es invitado a tomar té y, cuando todo transcurría apaciblemente, llega un cazador furioso porque lo han importunado mientras intentaba robar a la abuela, a quien apunta con su fusil. El noble Miguel se lanza en defensa de la viejecita, pero al hacerlo le sirve de ‘escudo lobuno’ y es herido. Hasta aquí, el resumen de los hechos, que el inocente Miguel ha terminado exponiendo ante un tribunal, ya que los hombres no creen su versión. Finalmente, el juez tampoco da crédito al lobo y da por buena la versión del cazador, quien, en un giro inesperado resulta ser Perrault disfrazado. De esta retorcida y surrealista estratagema proviene la inmerecida fama del Lobo coprotagonista del cuento.
De cualquier modo, la versión más extendida, también en la actualidad, sigue siendo aquella que todos conocemos y que funde y atenúa las adaptaciones de Perrault y de los Grimm. Y en cuanto a las versiones adultas, hay un sinfín de reelaboraciones paródicas, ejercicios de estilo, cuentos satíricos e incluso eróticos cuya reseña obligaría a escribir, como mínimo, otro artículo de parecidas dimensiones a este. Por eso, concluyamos aquí con un último recuerdo empático y entrañable para ese Lobo que no siempre quiso devorar a niñas y para esa Caperucita que a veces deseó que se la comiera el Lobo.

Odiel Información (24-6-2007, p. 18).

El Borametz y la Mandrágora

El mundo de las bestias y los seres fabulosos es fundamentalmente ecléctico. Un simple repaso a cualquier bestiario medieval nos aleccionará acerca de la impresionante capacidad de hibridación que tenía este tipo de seres. Sin ir tan lejos en el tiempo, Flaubert describió en su obra póstuma La tentación de San Antonio (1874) todo un completo catálogo de lo bestial, del cual lo que sigue es sólo un pequeño ejemplo: “cabezas de caimanes sobre pies de corzo, búhos con colas de serpiente, cerdos con hocico de tigre, cabras con grupa de asno, ranas velludas como osos, camaleones grandes como hipopótamos, becerros con dos cabezas, una que llora y otra que muge, fetos cuádruples sujetos por el ombligo y que bailan como peonzas, [y] vientres alados que giran como mosquitos”;

Estas, en realidad, son las menos conocidas de las muy heterogéneas criaturas que tentaron al santo ermitaño en el desierto de Tebas. En dicha relación existe un denominador común: la hibridación siempre se produce dentro del reino animal. Incluso ilustres criaturas fantásticas producto de la conjunción de animales y humanos, como sirenas, centauros o el mismísimo Minotauro, siguen debiendo su doble origen al reino animal. ¿Y el vegetal? ¿Se ha cruzado alguna vez con el reino animal? La respuesta es sí. Éste es el caso del borametz y de la mandrágora.
‘Borametz’ es la palabra rusa utilizada para nombrar al cordero vegetal, extraño ser descrito por numerosos viajeros que lo sitúan en la Tartaria (nombre asignado durante la edad media a la parte central de Eurasia, desde el río Dniéper por el oeste hasta el mar del Japón por el este). Básicamente, como narra el viajero Odorico de Pordenone y recoge Henri Cordier en Recueil de voyages et de documents pour servir à l´histoire de la Géographie (1890), su descripción es ésta: “...en las montañas caspias crecen unos frutos maravillosamente grandes. Cuando están maduros, se les abre y se encuentra una bestezuela de carne viva, como un corderito, y se comen esos frutos y esas bestezuelas”. Claude Kappler, en su libro Monstruos, demonios y maravillas a fines de la edad media (1986), nos llama la atención sobre el hecho de que esta fabulosa criatura no preocupa exclusivamente a los viajeros y nos recuerda cómo el conocido historiador Huizinga, en un su obra El otoño de la Edad Media (un clásico de la historiografía), señala que Luis XI mantiene “correspondencia con Lorenzo de Médicis acerca de un agnus dei, un producto vegetal llamado también agnus scythicus, que pasaba por ser tan raro como milagroso”. Destaca también Klapper una breve enumeración de viajeros que han tratado en sus obras a tan curioso ser: “La citada planta-animal interesará mucho a los viajeros hasta el s. XVII: el barón Sigmund de Herberstein, que hizo un viaje a Rusia (de 1511 a 1526) y dejó una relación latina de su itinerario; Olearius, autor de un Voyage de Moscovie aparecido en 1636; Jean Struyss, que visitó el país treinta años después. Henri Cordier cita fragmentos de todos ellos en sus notas a Odorico”. Dice, por último, Kappler que esta planta no deja de tener algún fundamento real, ya que corresponde a un vegetal catalogado en Botánica entre las plantas polípodas. Como advierte Borges en El libros los seres imaginarios (1957), también se la solía llamar “polypodium borametz” o “polipodio chino”, “[s]e eleva sobre cuatro o cinco raíces; las plantas mueren a su alrededor y ella se mantiene lozana; cuando la cortan sale un jugo sangriento. Los lobos se deleitan en devorarla. Sir Thomas Brown la describe en el tercer libro de la obra Pseudoxia Epidemica (Londres, 1646)”. Señala, amén de la mandrágora —en la que me pararé a continuación—, otros ejemplos de mezcla entre lo vegetal y lo animal, como “la triste selva de los suicidas, en uno de los círculos del Infierno, de cuyos troncos lastimados brotan a un tiempo sangre y palabras, y aquel árbol soñado por Chesterton, que devoró los pájaros que habían anidado en sus ramas y que, en primavera, dio plumas en lugar de hojas”.

No obstante, el más famoso e importante cruce entre el reino animal y el vegetal es sin lugar a dudas la mandrágora, mágica planta cuya raíz se supone constituida por un diminuto ser con forma humana. Es en realidad una planta de la familia de las Solanáceas cuyo nombre científico es Mandragora officinarum. Sus hojas son grandes, ovales, onduladas y de color verde oscuro y suelen agruparse en forma de roseta alrededor de un tallo muy corto. Las flores son blancas o azul violáceo, con cinco sépalos y cinco pétalos lobados y su fruto es una baya oblonga. Toda la planta despide un olor fétido y es nativa de la región Mediterránea y el Himalaya, y especialmente de Grecia. De esto último provenga quizá el detalle de que las primeras noticias suyas las tengamos en testimonios de la Antigüedad clásica; de hecho, su nombre procede del griego (μανδραγόρας) y significa algo así como “dañino para el ganado”. A pesar de que hoy en día apenas se usa como tal, es también una droga, siendo su principio activo la atropina, aunque también contiene cantidades menores de escopolamina. Karina Malpica en su investigación Las drogas tal cual... apunta algunas características más de esta planta:

“Se administra en forma oral. Como contiene principalmente atropina, se comporta de manera similar a la belladona: en dosis bajas bloquea los receptores de la acetilcolina deprimiendo los impulsos de las terminales nerviosas; mientras que en dosis elevadas, provoca una estimulación antes de la depresión. En la medicina antigua las hojas de mandrágora hervidas en leche se aplicaban a las úlceras; la raíz fresca se usaba como purgante; y macerada y mezclada con alcohol se administraba oralmente para producir sueño o analgesia en dolores reumáticos, ataques convulsivos e incluso de melancolía. En tiempos de Plinio se empleaba como anestésico dándole al paciente un pedazo de raíz para que la comiera antes de realizar una operación”.

Efectivamente, por aquel entonces la mandrágora era utilizada en medicina como anestésico y analgésico, aunque sin dejar de estar asociada a múltiples supersticiones. De hecho, Plinio llegaría a decir, quizá un poco enigmáticamente, en su Historia Natural (77 d. C.) que “[l]os osos, cuando han probado los frutos de la mandrágora, lamen hormigas”. Pero su carácter esotérico y misterioso comenzaría pronto a motivar que esta planta se acercase cada vez más al terreno de la magia y la brujería y se alejase del de la medicina. Coincidiendo con el auge de las prácticas mágicas durante la Edad Media, se produjo una intensa reactivación de las características legendarias de la mandrágora. Su raíz gruesa, larga y generalmente dividida en dos o tres ramificaciones de color blancuzco ha podido inducir a la gente a pensar que tenía forma humana y esto último contribuyó a cimentar una extensa y aceptada leyenda sobre su génesis, características y propiedades prodigiosas. Dicha leyenda conservaría su vigencia hasta no hace mucho y, por ejemplo, el francés Collin de Plancy diría de ella en 1842 en su Diccionario Infernal que “[l]os antiguos atribuían grandes virtudes á la planta llamada mandrágora, tal como la de procurar la fecundidad de las mujeres. Las más excelentes de estas raíces eran las que habían sido rociadas con orina de un ahorcado, pero no se podían arrancar sin morir, y para evitar esta desgracia, ahondaban la tierra en todo el rededor de la raíz, ataban el extremo de una cuerda en ella, y el otro extremo al cuello de un perro; y enseguida, haciéndole á latigazos huir de allí, arrancaba la raíz; el pobre animal moría en esta operación, y el dichoso mortal que tenía entonces esta raíz no corría ningún peligro, y poseía un tesoro inestimable contra los maleficios”.
Constantino di Maria, en su Enciclopedia de la Magia y la Brujería (1967), engloba a la mandrágora dentro de un grupo de “plantas de conocida acción estupefaciente o alucinante” que aún hoy se designan con el apelativo de “hierbas de bruja” o “hierbas del Diablo” debido a su frecuente uso en brujería (belladona, estramonio, cáñamo índico...) y da una versión más ajustada a la tradición literaria de la mandrágora:

“La mandrágora, planta conocida no sólo por la botánica y por la farmacología, sino también por la literatura, era una de las plantas que formaban parte de la composición de los filtros mágicos. Las más sombrías y lúgubres leyendas pueblan la historia de esta planta, que se suponía lograba su máxima eficacia si era recogida debajo de un horca, a los pies del ahorcado, y mojada con una gota de esperma caída durante los últimos espasmos de la agonía. La manera de coger la mandrágora constituía un auténtico ceremonial. Su raíz no podía ser cogida por ningún hombre, pues éste hubiera muerto en el instante de arrancarla. Era necesario, por tanto, atarla con una soga al cuello de un perro negro que al incitarle a correr arrancaba la mandrágora y así moría únicamente el can. Al mismo tiempo, el hombre tenía que hacer sonar un cuerno para no oír los gritos que la planta lanzaba al ser arrancada, puesto que dichos gritos le hubiesen provocado la muerte. La raíz, que recuerda vagamente una forma humana, era tenida por amuleto de insuperables poderes mágicos”.

El tema de la mandrágora ha sido tratado literariamente por autores de la talla de Nicolás Maquiavelo o incluso, quizá, de Shakespeare, ya que se insinúa en su Romeo y Julieta que el veneno que ingirió esta última en el acto IV, escena III para simular su muerte no era otra cosa que mandrágora, aunque en realidad no se nombre como tal en ningún momento. El bardo inglés pone en boca de Fray Lorenzo las siguientes palabras acerca de la mandrágora:

“En todo cuanto vive y crece en la tierra, no hay nada tan vil que no tenga algo bueno; nada hay tan bueno, tan perfecto, que, si se desvía de su verdadero objeto, no pierda su naturaleza primitiva y degenere en mal. (...) En el tierno cáliz de esta florecilla reside el veneno, y en él halla su poder la medicina: si se aspira su perfume, deleita los sentidos; si se prueba, mata sentidos y corazón” (acto II, escena III). “Toma este frasco, y cuando estés en el lecho, bebe este líquido destilado: de pronto correrá por tus venas un humor frío y soporífero; (...) [p]ermanecerás cuarenta y dos horas con ese aspecto que imita la muerte fría, tras lo cual despertarás como de un sueño agradable” (acto IV, escena I).

Por su parte, Maquiavelo escribió en 1518 una comedia en cinco actos titulada precisamente La Mandrágora y, aunque la mágica planta constituía en su argumento una mera excusa para el desarrollo de una trama de engaño amoroso, podemos apreciar en dicha obra el carácter al mismo tiempo curativo y letal de dicha planta, así como sus poderes mágicos y la creencia en los mismos no sólo del vulgo, sino de personajes tan cultivados como, por ejemplo, todo un doctor en Leyes. La Mandrágora se estrenó al poco de escribirse, en el Carnaval de Florencia de 1518 en presencia del propio Lorenzo de Medici, y supuso para Maquiavelo un pequeño y frívolo pasatiempo con el que mitigar la forzada inactividad que sufría durante esta época debido a su destierro por motivos políticos. En ella Callimaco, un noble florentino educado en París, se enamora a su vuelta a la ciudad del Arno de Lucrecia, mujer de Nicias Calfucci, el citado doctor en Leyes. Aprovechándose de que dicho matrimonio llevaba más de seis años casado sin obtener descendencia y de la estulticia del propio marido, Callimaco urde una farsa en torno a una poción de mandrágora con la connivencia o ayuda de varios personajes de dudosa catadura: fray Timoteo, un fraile corrupto —como casi todos, insinúa Maquiavelo—, Ligurio, un casamentero gorrón, Siro, criado de Callimaco, y Sostrata, madre de Lucrecia. Así, Callimaco, haciéndose pasar por “maestro en Medicina”, le dice a Nicias Calfucci:

“Tenéis que saber que no hay nada mejor para dejar preñada a una mujer que hacerle beber una poción de mandrágora. Es una cura experimentada por mí varias veces y siempre ha dado buen resultado. De no ser por eso, la reina de Francia sería estéril y como ella una infinidad de princesas de aquel estado”.

Pero, para poder introducirse en la cama de Lucrecia apunta además que “el primer hombre que yazga con ella, luego que ha bebido esa poción, morirá dentro de los ocho días siguientes, sin que exista en este mundo remedio alguno contra eso”. Podemos observar aquí, como advertí y aunque de manera algo sui generis, la doble naturaleza mágica de la mandrágora: curativa y mortal. Finalmente, Callimaco, por medio de todas estas artimañas, conseguirá su propósito y más aún, ya que, una vez consumado el acceso carnal, le desvelará a su amada todo el engaño y Lucrecia, cautivado por los encantos del joven y resentida por la connivencia de todos, acabará correspondiéndole y poniendo las bases para que el pobre de Nicias Calfucci sea un cornudo para el resto de su vida.

Por otro lado, en la literatura y el cine más modernos aun hay cabida para nuestra curiosa planta-animal. En el libro y película Harry Potter y la cámara secreta la profesora Sprout imparte una clase sobre cómo ha de cultivarse y cosecharse una mandrágora (con poco rigor ritual, por cierto). Y en El laberinto del Fauno, su guionista y director, Guillermo del Toro, coloca bajo la cama de Ariadna Gil un espécimen de mandrágora bañado en leche, en una nueva asociación de esta planta con facultades propiciadoras de los partos, ya que el personaje que interpretaba la actriz tiene problemas para completar con garantías su embarazo.

Para concluir, volvamos a Borges y El libros los seres imaginarios, donde se encuentra la recopilación de los testimonios de diversos autores ilustres: “Pitágoras la llamó «antropomorfa»; el agrónomo latino Columela, «semi-homo», y Alberto Magno pudo escribir que las Mandrágoras figuran la humanidad con la distinción de los sexos. (...) También, que quienes las recogen trazan alrededor tres círculos con la espada y miran al poniente; el olor de las hojas es tan fuerte que suele dejar mudas a las personas. Arrancarla era correr al albur de espantosas calamidades; el último libro de la Guerra judía de Flavio Josefo nos aconseja recurrir a un perro adiestrado. Arrancada la planta, el animal muere, pero las hojas sirven para fines narcóticos, mágicos y laxantes”. Como ven, la mandrágora es una planta... o animal..., o las dos cosas, que ha suscitado numerosos e interesantes comentarios, algunos contradictorios, algunos coincidentes: que si nace de la orina de los ahorcados o de su semen, que si ingerida produce la muerte o la fertilidad, que si al arrancarla se enmudece o se muere... En el poso de todas estas leyendas sin duda habrá de hallarse, si no el halo de alguna misteriosa verdad, acaso el espíritu de algunos escondidos miedos humanos.

Odiel Información (5-5-2007, pp. 18-17).


Lo Sublime

Cuando Áyax “en cuerpo y en belleza el mejor entre todos los argivos” después de Aquiles (Odisea, XI, 469-470), recuperó las armas de este al poco de morir a manos del príncipe troyano Paris, se entabló un arduo debate entre los generales griegos que permanecían acampados en las llanuras de Anatolia, a las puertas de la lejana Troya. Ulises, que también había participado en el rescate del cadáver de Aquiles, y Áyax eran los dos únicos caudillos que podían aspirar a heredar sus armas y su famosa armadura forjada por Vulcano. Sin embargo, la asamblea de notables otorgó este privilegio al primero de ellos, más astuto y versado en las artes oratorias. Áyax se retiró encendido de cólera, juró venganza y esa misma noche intentó pasar a cuchillo a los más destacados generales de la flota helena. Afortunadamente, Atenea infundió en el irascible guerrero la niebla de una locura arrebatadora que le hizo confundir a un rebaño de ovejas con el objeto de su ira. Al amanecer, Ulises le encuentra empapado en sangre y con una orgía de muerte animal a su alrededor. Áyax, al regresar a la realidad, se da cuenta de la insensata carnicería que acaba de acometer y se quita la vida con la misma espada que arrancó a Héctor, hermano de Paris, en su lucha por las armas de Aquiles.
Mucho más tarde, en el largo y tortuoso viaje que hubo de realizar Ulises de camino a su casa en Ítaca (llamado ‘Odisea’), el astuto marino hubo de descender a los Infiernos para consultar al adivino ciego (y eventualmente transexual) Tiresias. Este, o mejor dicho, su alma inmortal, debía suministrar a Ulises la clave del regreso al hogar. No obstante, el protagonista de la Odisea, en su descenso infernal o Nekya, se encontró antes con el espíritu de Áyax Telamonio y se dirigió a él en estos términos: “Áyax, hijo de aquel noble y cabal Telamón, ¿ni después de la muerte olvidarte podrás del rencor contra mí por aquellas tristes armas? Gran daño ello fue que infirieron los dioses a los dánaos: tan grande baluarte perdimos contigo. Con no menos dolor que la muerte de Aquiles lloramos los argivos la tuya que nadie causó: sólo Zeus, que no tuvo medida en su odio a la grey de los dánaos, aguerridos lanceros, por sí decidió tu ruina. Pero llégate, ¡oh príncipe!, aquí y oye atento las cosas que aún habré de decirte; reprime tu furia y tu orgullo” (Odisea, XI, 552-562). Áyax le miró con tristeza unos segundos y, sin mediar palabra, se alejó lentamente hacia lugares más profundos del Infierno.
En este sentido, el anónimo autor del pequeño tratado de retórica Sobre lo sublime, del siglo I. d. C., decía: “Lo sublime es el eco de un espíritu noble. Por eso, a veces, también un pensamiento desnudo y sin voz, por sí solo, a causa de esta grandeza de contenido, causa admiración; así el silencio de Áyax en la Nekya es grandioso y más sublime que cualquier palabra” (IX, 2). Efectivamente, en el silencio se encuentra muchas veces lo más bello no solo del arte, sino también del propio ser humano. El místico cristiano por antonomasia, Tomás de Kempis, daba este claro consejo: “Huye cuanto puedas del bullicio de los hombres, pues mucho estorba el tratar de las cosas del siglo, aun cuando se haga con pureza de intención” (I, X, 1). Y Fray Luis de León se expresaba con idéntico sentido en su “Oda a la vida retirada”: “¡Qué descansada la vida/ del que huye del mundanal ruido...”. Por otro lado, el dramaturgo simbolista belga Maurice Maeterlinck dedicó uno de los capítulos de su Le Trésor des humbles (El Tesoro de los humildes, 1896) a teorizar sobre el silencio en el arte, aduciendo que “el silencio no es ni vacío ni ausencia de comunicación, sino todo lo contrario: instaura un diálogo supremo, cuando las palabras son insuficientes, entre dos almas al borde del vértigo de los misterios insondables”. El propio Juan Ramón Jiménez basaba parte de su fascinación juvenil por los cementerios en el silencio melancólico que emanaba de los mismos, y en “Somnolenta”, un poema modernista de Ninfeas (1900), narraba el encuentro crepuscular de un enamorado con su amada muerta que, después de besarle un instante en silencio, desaparece lentamente entre una vegetación imposible. Incluso en el cine moderno, ebrio de luz y sonidos, ha existido lugar para expresar la sublimidad a través del silencio, tal y como hiciera Stanley Kubrick en su mítica película 2001: Una odisea del espacio (1968), inspirada a su vez en el relato “El Centinela” de Arthur C. Clarke. En este “film nietzschiano por antonomasia”, como decía Joaquín E. Meabe (Universidad Nacional del Nordeste, Argentina), “el silencio es la mejor pregunta para el incrédulo: la que abre y la que cierra el debate y la acción misma”; y así lo podemos observar tanto al principio de la misma, 4 millones de años atrás, con la erección silenciosa de aquel monolito negro, como al final, cuando aquel feto cósmico de superhombre sobrevuela nuestro planeta antes de que vuelvan a sonar los acordes del Así hablaba Zaratustra de Richard Strauss.
Desgraciadamente, en estos tiempos postmodernos que corren, el silencio forma parte escasa de nuestras vidas, y de este modo, carecemos muchas veces del mejor medio de comunicación con nosotros mismos. En silencio, el hombre es capaz de ponerse en contacto con la divinidad y con lo trascendente. En silencio puede conectar con el espíritu perdido de la naturaleza. En silencio es posible reflexionar sobre el pasado con serenidad y proyectar el futuro de modo lúcido. Sólo en silencio se manifiesta la capacidad de crear y es posible alcanzar la esencia del arte. Y cómo mejor se comunica el amor es en silencio, a través de los ojos, porque los ojos reflejan las necesidades del alma y en el alma se encuentran las galerías escondidas por donde discurren callados los secretos que explican la vida.

Odiel Información (31-3-2007, p. 13).

Tuesday, March 27, 2007

QUIMERAS E HIPNALES

Estos dos microrrelatos fueron publicados hace poco en Odiel (18-3-2007, p. 7; el primero de ellos, además, quedó finalista en un concurso de una web colombiana: http://www.sicenelmedio.com/index.asp?noticia=3099). Aquí en Huelva, poca gente los entendió y además recibí algún comentario burlesco gracias a ellos. Son dos textos puramente parnasianos, algo complicados, ejercicios literarios que no tienen mérito mucho más allá de ejercitar la palabra (aunque tampoco merecen que se los linchen por pura ignorancia). Al contrario que la mayoría de los procesos literarios, en ellos surgió primero el título, un día cualquiera, jugueteando con las palabras, medio en sueños, y después los vestí torpemente (que diría Bécquer) con lo que sigue detrás.



El sueño de la Quimera

Incluso antes de conciliar el sueño, pudo percibir el raro azul del claro de luna que envolvía la figura de Pegaso como encerrando sus alas en el círculo mudo de un escudo corintio. Ahora, bajo las ramas de aquel olivo milenario que le dibujaba las sombras, una indolente neblina comenzó a bañar el olvidado alcor donde le sorprendió la noche. El olor a azufre y almizcle que se le había emboscado en torno a la cara terminó por despertarle. La luz azul de Hécate asaltó tímidamente sus ojos glaucos depositando con suavidad sobre la mente una imagen difusa de bestia extraña que ocupaba el lugar del hijo de la Medusa... León, Cabra, Serpiente. Y el Fuego..., derramándose con lentitud entre las fauces como en un llanto de lava. Las venas gruesas y palpitantes trazaban caminos de belleza imposible entre los recios músculos del joven, desnudo y levemente acariciado por la amable brisa del agosto del Istmo. La duermevela y la bruma le tenían paralizado mientras la bestia se acercaba lentamente bebiéndose su propio fuego, con los rojos ojos buscándole los suyos. Sin saber ni cómo ni por qué, le sorprendió una nueva sombra, robusta y erguida, que asomaba por entre el suave y rubio vello del pubis. El espíritu del Protector de los jardines le había poseído a través de la triple contemplación de la bestia circundada de niebla y luna. Una lengua tibia lamió dócilmente la sombra y ésta se perdió delicadamente una y otra vez en bocas desiguales y sedientas. Finalmente, de entre la oscuridad surgió la luz en una suerte de estallido que volvió a depositar al asombrado joven a las puertas del Reino de los sueños...
En aquel preciso instante, en una de las más altas rocas de la rocosa Licia, la Quimera se despertó tres veces al contacto del primer rayo de Sol.

El silo ante el hipnal

El silo no era suyo. Bueno, sí lo era, pero no lo consideraba suyo porque había sido legado de generación en generación, de padre a hijo, hasta llegar a él, desde los tiempos en que Fernando III el Santo cruzara ante la orgullosa construcción, de paso hacia Sevilla, para someter a los moros. Durante siglos fue molino altivo y robusto, dueño de una conocida encrucijada, paso obligado de caminantes y ejércitos. Ante él desfilaron las tropas de Felipe II de camino a las Américas y las de Fernando VII alejándose de los franceses. Después perdió las aspas y se reconvirtió en silo, y siguieron pasando soldados: los de Alfonso XIII de camino hacia el Rif y las milicias republicanas huyendo de Queipo de Llanos. Siempre había estado allí. Era como un patrimonio de la historia. Pero también del paisaje, de un paisaje formado por una naturaleza exuberante y casi mágica. Se decía que en su interior, por las noches, mezclados con los granos de trigo, solían danzar los duendes... No era suyo. Por eso, cuando un hombre de la ciudad vino para comprar aquel silo viejo y arruinado y transformarlo en un restaurante rústico a la moda, él se sumergió en una profunda melancolía. No tenía familia. Le hacía falta el dinero para poder estudiar en la Universidad y se le presentaba una oportunidad única. Sin embargo, el viejo silo era para él como un padre prodigioso y comprensivo que le animaba el alma. No sabía qué hacer. Debía decidirse pronto. La noche antes de vencer la oferta la pasó entera en el interior del silo. Pensando. Soñando un poco también. Salió al despuntar el alba, con la decisión tomada, camino del pueblo. Al cruzar la puerta del viejo silo, quedó paralizado por una hermosa serpiente que se erguía ante él, bajo los tonos rosados de la alborada, mirándole fijamente a los ojos.

Sunday, January 28, 2007

"ANNABEL LEE"

Cuando yo era un adolescente de juegos y juergas despreocupadas, en aquellos maravillosos días en los que conocía bien el Alcohol y apenas a su hija bastarda la Resaca, escuché por primera vez algunas canciones de “Radio Futura”. Y, entre ellas, hubo una que me fascinó especialmente, cuyo vídeoclip también pude ver en algún programa tipo “Aplauso” o “Tocata”. No tenía la fuerza de otros temas, como Escuela de calor o 37 grados, pero sí una cadencia y un misterio que le sugerían una especie de carácter hipnótico. De aquel vídeoclip sólo recuerdo a una hermosa joven vagando entre los árboles, a los pies de un acantilado gris, cerca de la orilla de un mar turbulento, con un etéreo traje de novia inmaculado que le daba una bella y siniestra apariencia fantasmal. En realidad, era un fantasma, era Annabel Lee, y era la protagonista de uno de los mejores poemas de Edgar Allan Poe..., pero eso sólo lo supe mucho más tarde.

Fue casi una década después, cuando me documentaba para mi tesis en la biblioteca de la Universidad de Huelva y leía un libro sobre modernismo. Cuál fue mi sorpresa cuando el autor, al buscar las raíces de uno de los tópicos del modernismo, el de la “amada muerta”, citó a Poe y un fragmento de su poema “Annabel Lee”. Por un lado, experimenté una agradable sensación de alegría y sorpresa y, por otro, de vergüenza por no haberlo intuido ni averiguado durante tanto tiempo. “Radio Futura” son buenos, pero claro, Poe lo es un “poco” más. En ese momento entendí el por qué de mi fascinación por aquella historia de amor y de fantasmas. Tanto antes de conocer el origen de Annabel Lee como después, siempre ha habido un pequeño hueco en mis pensamientos más escondidos para aquella novia muerta que se paseaba con su traje blanco flotando por encima de las rocas de un acantilado gris...

“Annabel Lee”, by Edgar Allan Poe (1849)

It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

I was a child and she was a child,
In this kingdom by the sea;
But we loved with a love that was more than love-
I and my Annabel Lee;
With a love that the winged seraphs of heaven
Coveted her and me.

And this was the reason that, long ago,
In this kingdom by the sea,
A wind blew out of a cloud, chilling
My beautiful Annabel Lee;
So that her highborn kinsman came
And bore her away from me,
To shut her up in a sepulchre
In this kingdom by the sea.

The angels, not half so happy in heaven,
Went envying her and me-
Yes!- that was the reason (as all men know,
In this kingdom by the sea)
That the wind came out of the cloud by night,
Chilling and killing my Annabel Lee.

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we-
Of many far wiser than we-
And neither the angels in heaven above,
Nor the demons down under the sea,
Can ever dissever my soul from the soul
Of the beautiful Annabel Lee.

For the moon never beams without bringing me dreams
Of the beautiful Annabel Lee;
And the stars never rise but I feel the bright eyes
Of the beautiful Annabel Lee;
And so, all the night-tide, I lie down by the side
Of my darling- my darling- my life and my bride,
In the sepulchre there by the sea,
In her tomb by the sounding sea.


“Annabel Lee”, por “Radio Futura” (1987)

Hace muchos, muchos años en un reino junto al mar
habitó una señorita cuyo nombre era Annabel Lee
y crecía aquella flor sin pensar en nada más
que en amar y ser amada, ser amada por mí.

Éramos sólo dos niños mas tan grande nuestro amor
que los ángeles del cielo nos cogieron envidia
pues no eran tan felices, ni siquiera la mitad
como todo el mundo sabe, en aquel reino junto al mar.

Por eso un viento partió de una oscura nube aquella noche
para helar el corazón de la hermosa Annabel lee
luego vino a llevársela su noble parentela
para enterrarla en un sepulcro en aquel reino junto al mar.

No luce la luna sin traérmela en sueños
ni brilla una estrella sin que vea sus ojos
y así paso la noche acostado con ella
mi querida hermosa, mi vida, mi esposa.

Nuestro amor era más fuerte que el amor de los mayores
que saben más como dicen de las cosas de la vida
ni los ángeles del cielo ni los demonios del mar
separaran jamás mi alma del alma de Annabel Lee.

No luce la luna sin traérmela en sueños
ni brilla una estrella sin que vea sus ojos
y así paso la noche acostado con ella
mi querida hermosa, mi vida, mi esposa.

En aquel sepulcro junto al mar
en su tumba junto al mar ruidoso.
Hace muchos, muchos años en un reino junto al mar
habitó una señorita cuyo nombre era Annabel Lee
y crecía aquella flor sin pensar en nada más
que en amar y ser amada, ser amada por mí.

Saturday, January 20, 2007

Y FIN

En la cima de una idea
acaricié el alma de tu ausencia...

Monday, January 15, 2007

PRINCIPIO

En el alba de un pensamiento
hallé tu rostro nebuloso...

Saturday, January 06, 2007

"El Doble"

Este relato es uno de los primeros que escribí. Surgió de mi enfermiza mente allá por el año 1999, una cifra muy sugerente si se le da la vuelta. Pero no, la trama de esta historia no tiene nada que ver con el Demonio (como en "El día de San Juan"), aunque sí con el nebuloso mundo de lo espiritual y lo místico... Mandé este cuento a más de un concurso y no tuve ningún éxito. Tampoco conseguí poublicarlo por ningún lado. Supongo que eso significa que no debe de ser demasiado bueno... Pero a mí me gusta, así que allá va. Si alguien tiene la desdicha de leerlo, confío en que sea ampliamente benévolo... Eso sí, después de leer esta historia, tardad un tiempo en volver a miraros al espejo...


EL DOBLE

“Dorian no contestó; llegó distraídamente hasta su retrato y se volvió hacia él. Al verlo retrocedió y sus mejillas enrojecieron de placer por un momento. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos, porque se reconoció por primera vez”.

Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray



MARÍA
Ya tenía todo preparado para el viaje. Por la mañana había comprado algunas cosas que le faltaban y culminaba así los preparativos que había llevado a cabo durante una semana. Lo último que hizo, a eso de las doce, fue comprar dos potentes linternas halógenas en una tienda especializada que tenía precios concertados con la Universidad -el descuento era sustancial. “Juan O’Keefe. Doctor en Biología”, pudo leer el vendedor en su acreditación universitaria, descubriendo con curiosidad, al mismo tiempo, su origen escocés. “¿Va muy lejos?”, le preguntó. “No demasiado: a la Sierra. Quiero hacer una investigación sobre la fauna autóctona del lugar”, respondió Juan con una mentira, consciente de que la exposición completa de sus tareas investigadoras se alargaría demasiado. “¿Va solo?”, inquirió el dependiente. “Sí”. Juan tenía prisa. “¿Y no le da miedo?”. Cogió el cambio y, mientras decidía que la conversación había concluido, contestó casi a la vez que se daba la vuelta: “No creo que sea para tanto. Buenas tardes”. Y salió de la tienda sin apenas hacer caso al “buen viaje, tenga cuidado” que se escuchaba, ignorado, unos metros detrás suya.
Tenía prisa porque necesitaba pasarse por la Facultad. Así lo hizo. Cogió el coche y antes de una hora ya estaba allí. Subió hasta su despacho, en el departamento de Zoogeografía, y, después de algún tiempo, cuando comenzaba a ponerse nervioso, encontró los formularios que estaba buscando escondidos en un cajón. Los necesitaba para llevar un registro ordenado de los datos que tomase durante la investigación. En ese momento alguien entró sin llamar. Juan, sobresaltado, dejó caer los papeles. “Un día me vas a matar del susto, María”. Era María, su compañera de despacho, zoóloga como él, pero partidaria del trabajo en laboratorio y poco amiga de las excursiones campestres. “También es mi despacho, ¿no...? Si a esto se le puede llamar despacho... ¿Cuándo te vas?”. “Mañana por la mañana”, dijo Juan mientras recogía los formularios. “¿Mañana sábado? ¿Por qué no te vas hoy?”. María hizo algo que irritaba profundamente a Juan: encendió un cigarro. “Te he dicho mil veces que fumes fuera del despacho. Eres bióloga y deberías saber de más el daño que eso le hace a tus células”. “No seas pesado y dime por qué no te vas hoy”. Juan claudicó. “Necesito descansar. He estado toda la mañana preparando el viaje y esta tarde quiero dormir un poco. Después iré a la biblioteca para sacar algún libro con el que entretenerme en la Sierra cuando no esté recogiendo datos”. El humo del cigarro de María jugueteaba con las paredes y los objetos del despacho. Lo inhalaba con fruición, mirando fijamente a los ojos de Juan, consciente de lo mucho que le irritaba que fumase en su presencia. Sin embargo, no se quejaba, ya que el efecto que producía en él la visión del humo saliendo por los rojos labios de María era sencillamente embriagador. “Esa rana veneno de flecha va a acabar contigo. Si no lo hace su veneno, lo hará el cansancio acumulado de tantas horas dedicadas a su maldito estudio. Además, no creo que encuentres nada”. Juan casi no la escuchaba. Tenía los ojos clavados en sus frutales labios y la mente anclada en la última noche que hicieron el amor, hace poco más de un mes. Los labios de María seguían moviéndose, pero Juan ya no oía nada. El sabor de sus pechos, el roce de su piel, el intenso olor de su sexo... “Juan, ¿me estás escuchando?”. “Sí, claro”. Juan bajó de una nube pretérita. “¿Que cuándo vuelves?”. “El martes o el miércoles; no lo sé”. “Llámame cuando llegues, quiero hablar contigo. Ten cuidado...”. María tiró la colilla encendida al suelo y la apagó con su calzado deportivo. Como queriendo establecer un paralelismo con su forma de entrar, se fue sin despedirse. Juan le dijo “adiós” a la puerta y terminó de recoger algunas cosas que necesitaba.
El despacho estaba lleno del humo del cigarro de María y el olor a tabaco bañaba todas las cosas. También le bañaba a él. Juan continuó yendo de un lado hacia otro de la habitación buscando folios e instrumentos... Pero no encontraba el cuaderno que iba a utilizar como diario de campo. El humo le estaba volviendo loco... No lograba acordarse de dónde había metido el dichoso cuaderno. Otra vez comenzaba a enervarse y el humo se le metía por la nariz en contra de su voluntad... “¡Mierda!”. Juan se acercó a la ventana y la abrió, olvidándose momentáneamente del cuaderno. Apoyó los codos en el quicio mientras se tapaba el rostro con la palma de las manos y se preguntó cómo aún podía seguir enamorado de ella.

EL REFLEJO
“Click... ha vuelto a matar. Este nuevo atentado se atribuye al Comando Madrid, a pesar de que durante los últimos meses se creyó desarticulado. Un policía nacional y dos... Click”. Juan apagó la radio-despertador con una desidia habitual. Comprobó que, efectivamente, eran las seis y media -así había programado el reloj-. Sentado sobre la cama, con el rostro entre las manos y aún sin encender la luz, pensó unos segundos sobre el nuevo atentado. Recordó algo que había leído hacia unos meses sobre mitología griega y se imaginó a una de las Parcas cortando el hilo... La causa de que Juan apagase la radio antes de concluir la noticia no se basaba en su despreocupación; lo que ocurría es que estaba ya harto de este tipo de noticias y hacía ya muchos años que permanecía ciertamente desencantado con el género humano. Por esa razón estudió Biología, ya que, gracias a ella, el hombre no es más que una forma de vida entre cientos de miles.
Juan se levantó con torpeza y subió las persianas. Era pleno diciembre y la noche estaba ya cerrada, así que aquello no le sirvió de mucho. Encendió las luces y se encaminó al diminuto salón de su pequeño piso. Sacó un disco compacto de una estantería y lo introdujo en el reproductor. Al instante la habitación se llenó de acordes y arpegios, de notas y escalas y el allegro molto appassionato del Concierto para violín en Mi menor op. 64 de Félix Mendelssohn comenzó a derramarse por todos los rincones de la casa. A pesar de la pobre acústica, el corazón de Juan se derritió por efecto del violín y una lágrima asomó a sus ojos como única respuesta a algo que creía incomparablemente bello. El sonido del violín, suave y poderoso a la vez, se vertía como si fuese miel por sus oídos, como si el roce de aquel arco pudiera producir colores y sombras, fuego. A veces a Juan le parecía que llegaba a salirse de sí mismo como en los arrobamientos de las beatas de antaño. Siempre escuchaba ese concierto una y otra vez en las vísperas de algún suceso vital importante y, evidentemente, este viaje lo era.
Cuando se hubo vestido se acercó al lavabo. Se lavó los dientes para intentar quitarse el mal sabor de boca que solía dejarle la siesta. Se enjuagó y después expulsó el agua, alzó los ojos y éstos se encontraron con sí mismos sobre un pequeño espejo. Juan continuó mirándose fijamente, buceando inconscientemente en lo profundo de sus ojos. Permaneció así unos segundos, como absorto... Después intentó peinarse, pero no encontraba el peine. Comenzó a impacientarse. Si había algo que le molestase sobre todo en este mundo, aparte de la afición de María a fumar en su cara, era no encontrar las cosas. Estuvo buscando durante cinco minutos por toda la casa hasta que por fin lo encontró donde lo había dejado por la mañana: encima del lavabo. Se irritó. Pero tampoco tenía mucho tiempo para irritarse, así que se mojó la cabeza y comenzó a peinarse. Cuando terminó volvió a mirarse fijamente en el espejo. Sus ojos se volvieron a emparejar con su reflejo. Las dos imágenes, la auténtica y su doble, quedaron fijas en el tiempo. Juan se quedó absorto ante su imagen en el espejo, como hechizado... Mendelssohn al fondo y los minutos seguían pasando. Juan dejó caer, inconsciente, el peine al suelo mientras seguía contemplando, en silencio, su reproducción especular. Mendelssohn al fondo... Sus pupílas parecían simas insondables imposibles de abarcar en las que se perdía una y otra vez sin remedio. Mendelssohn al fondo... “Ringgg...”. De repente sonó el teléfono. Esa bofetada sacó a Juan del limbo en el que se hallaba inmerso. “¿Si? dígame... Hola, mamá; ¿cómo estás...? Yo también... No. No me voy hoy; me voy mañana, a las diez o a las once... Sí, tendré mucho cuidado, no te preocupes... Ya... Ya... ¡Que sííí...! Oye, mamá, lo siento, pero te tengo que dejar, llevo mucha prisa y... Ya te he dicho que sí... Vale, ya te llamaré cuando llegue... Otro para ti. Adiós”.
¿Qué era lo que le había ocurrido unos minutos antes? Juan estuvo como hechizado y no acertaba a intuir la causa. A él siempre le habían atraído los juegos especulares: los reflejos en el agua, las imágenes en las ventanas... Siempre le habían parecido visiones muy sugerentes; también solía observarse mucho en los espejos -era innegable que le gustaba cuidar su imagen-, pero, ¿tanto como para quedarse paralizado y perder la noción del tiempo y del espacio ante la imagen de uno mismo? Pensó que quizá fuese por el cansancio de los preparativos o la emoción del viaje. De cualquier modo. no le dio más importancia; tenía que ir a la biblioteca y no quería que se le hiciese tarde. Apretando un botón, aunque no sin cierto penar, Juan dejó mudo a Mendelssohn y el violín volvió a enclaustrarse en el diminuto soporte digital. Apagó todas las luces, excepto, por descuido, la del lavabo y salió de casa con el pensamiento algo aturdido.


MIEDO
Las luces del pasillo parpadearon. Juan, con las llaves del coche en la mano, se quejó a nadie y entre dientes, por enésima vez, del pésimo estado del edificio. No entendía a qué venían tantas largas del propietario para hacer unas simples reformas: un cable aquí, un pasamanos allá... Pensó un momento en aquel pobre diablo, quien creía que estafándoles unos miles de pesetas a sus inquilinos iba a amasar una fortuna. Era peor que los burócratas de la Universidad... pero con menos luces. Sonrió; sin querer le había salido un chiste.
Pulsó el botón de llamada del ascensor -al menos todavía funcionaba-. Entró y volvió a pulsar otro botón -esta vez el de la planta baja- mientras le daba la espalda al sucio espejo que pendía de la cara posterior del ortoedro. Instintivamente se le ocurrió preguntarse cuántas veces habría pulsado aquellos botones durante los últimos diez años; desde que se trasladó a esta ciudad -a menudo demasiado gris a pesar de que casi siempre luce el sol- para estudiar Biología, para hacer su tesis y, finalmente, para enseñar en la Facultad e investigar... para conocer a María. Decidió no contestarse. Tenía cosas muy importantes en la cabeza como para dejarse atrapar por la nostalgia.
Cuando apenas quedaba un piso para que Juan pudiera salir a la calle escuchó un sonido seco. Seguidamente, sin que transcurriese siquiera un segundo, el ascensor se detuvo y en el viejo cubículo se hizo una completa oscuridad. Se había ido la luz. Volvió a acordarse del cretino del propietario. “¡Oiga! ¿Hay alguien ahí?”. No contestó nadie. “¡Por favor...! ¿Puede ayudarme alguien? ¡Me he quedado encerrado en el ascensor!”. No había nadie. Juan golpeó la puerta metálica de la triste máquina varias veces sin obtener ninguna contestación. Se había quedado encerrado y, hasta que no volviese la luz, no podría salir. Juan trató de imaginar dónde estarían ahora aquellos molestos vecinos que acudían siempre prestos a protestar cuando pensaban que Mendelssohn -por supuesto sin saber que lo era- sonaba demasiado fuerte...
Tendría que esperar; no podía hacer nada más que esperar. Como por instinto -otra vez- comenzó a tantear las paredes del sucio ascensor hasta que dio con sus manos en la fría superficie del espejo, ahora sólo un pedazo de cristal desprovisto de su poder reflector entre las tinieblas. Aunque para Juan, por muy sucio y desposeído que estuviese, aquello seguía siendo un espejo. De forma incomprensible, apenas reparó en lo que le había sucedido unos minutos antes frente al espejo de su lavabo, quizá porque ahora no percibía su imagen reflejada. De cualquier modo, se colocó mirando de frente a lo que se intuía su imagen con las palmas de las manos pegadas al cristal y no pudo evitar pensar en su infancia...
Cuando Juan tenía ocho años y vivía en su ciudad natal junto a su madre, poco después del divorcio, ambos se quedaron una vez encerrados en el ascensor. Fue algo muy similar: la luz se fue y ningún vecino escuchó sus gritos de auxilio. Madre e hijo se encontraron nadando en tinieblas. Ella, con una apariencia explícita de serenidad, comenzó a contarle historias para tranquilizarle e intentar atenuar su miedo. Al principio eran cuentos corrientes -alegres y sencillos-, sin embargo -y ahí fue cuando empezó a comprender lo mucho que le había afectado la separación-, después comenzó a contar historias que eran todo menos tranquilizadoras... Recordaba una leyenda que decía que al principio de los tiempos existía otro mundo al otro lado de los espejos y que éstos servían como portales entre aquel mundo y el nuestro. Un día las gentes del otro lado intentaron conquistar el mundo de los hombres, librándose una gran batalla -cuyos sangrientos detalles la madre de Juan no se preocupó en ocultar ante sus sorprendidos oídos de niño-. Finalmente, el mundo de los hombres venció y desde entonces las gentes del espejo permanecieron encerradas en el otro lado, condenadas a imitar las imágenes y movimientos del mundo humano... Aunque aquello que Juan recordaba más nítidamente era lo que su madre le contó casi al oído: decía que si pronunciaba el nombre del Demonio tres veces seguidas delante de un espejo éste vendría para arrancarle el corazón y llevarse su alma al Infierno... Aún tenía aquel miedo de niño latente en su alma y ahora parecía haber aflorado de nuevo... Pero ya era un adulto y sabía distinguir la realidad de los cuentos. Pronunciar una serie de palabras delante de un cristal no podría acarrear ningún peligro para su alma y eso en el caso de que existiese algún Demonio o algún Dios... “Satanás”. Una. Juan miraba al fondo de la oscuridad que manaba de aquel espejo que no veía mientras intentaba aferrarse a su espíritu científico... “Satanás”. Dos. Juan no quería reconocer su miedo, su miedo de niño que, sin venir a cuento, había recordado. Le pareció percibir en la frialdad del espejo un aumento gradual, por supuesto, producto de su imaginación... “Sata...”. De repente se escuchó un sonido seco y fiat lux, el ascensor comenzó a moverse y la imagen de Juan apareció delante suya con las manos pegadas al cristal... “...nás”. Tenía razón: era un cuento de niños.

EL LIBRO

Juan aparcó el coche no muy lejos de la Biblioteca Central. Bajó de él, miró la hora -eran las siete y media- y se encaminó hacia la biblioteca.
El edificio era algo que siempre le había llamado la atención. En sí no era nada del otro mundo: una modesta obra arquitectónica producto del eclecticismo actual, una burda mezcla de Mimpei y Moneo. No obstante, las dos grandes columnas jónicas de la entrada le causaban un considerable respeto. Y encima de ellas, en letra capitular clásica, la palabra scriptorium, en clara referencia a los antiguos romanos del Bajo Imperio -palabra y lugar que después pasarían a los cenobios cristianos de la Edad Media-. Juan había leído en alguna parte que las bibliotecas romanas se ubicaban en las termas, pero atribuyó aquello a una licencia histórica del arquitecto.
Una vez en el interior, se sintió a gusto entre tantos libros y se preguntó si no sería mejor perderse entre ellos para siempre en vez de salir de la biblioteca para volver a encontrarse con la gente... Se dirigió a la sección de Literatura Inglesa y, dentro de ésta, a aquella parte que estaba relacionada con Escocia: un olvidado y angosto rincón que daba a una ventana ojival por la que se podía ver la calle... Solía frecuentar a menudo aquel recóndito espacio. Desde que tuvo uso de razón y pudo comprobar lo llamativo de su apellido, se interesó por todo aquello que tuviese que ver con Escocia. Su madre le había explicado que su familia no había estado sobre suelo escocés desde hacía seis o siete generaciones, que tanto ella como su padre sólo sabían que O’Keefe era el apellido de un antepasado paterno que, quizá huyendo de la represión de la Corona Inglesa sobre las disidencias independentistas, se vino a España hace algo más de dos siglos; que era de Edimburgo y nada más. A pesar de eso y de la indiferencia que parecía mostrar su familia ante un origen tan peculiar, Juan, que al ser hijo único se sentía responsable, dedicó desde muy joven parte de su tiempo libre a leer libros sobre Escocia. A veces consultaba su Geografía, a veces su Historia y muy a menudo su Literatura. Walter Scott, de Edimburgo como su desconocido antepasado, era uno de sus autores preferidos. Sus obras poéticas y sus obras históricas habían sido objeto de la ávida lectura de Juan. No obstante, su próximo objetivo era bien diferente. En alguna obra había leído la referencia a un libro de Scott titulado Demonología y Hechicería...
Allí estaba. La cubierta era marrón oscuro y estaba editado en un tamaño menor, probablemente en octavo. Tenía un aspecto antiguo, al que sin duda contribuía cierta capa de polvo que lo recubría de forma obsesiva, índice inequívoco del escaso uso que le habían dado los lectores. Juan se extrañó: por lo desconocido de la obra, no se imaginaba que hubiese más de un ejemplar, pero así era. Junto al libro que divisó en primer lugar había otro exactamente igual y con idénticos signos de dejadez y desuso. Cogió uno de ellos, sopló sobre él y, sin siquiera echarle un vistazo, lo llevó al mostrador. “Buenas tardes. Me gustaría llevarme este libro”. Las palabras de Juan se toparon con unas minúsculas gafas de color negro. Detrás de ellas, la voz de una mujer enjuta, que encajaba perfectamente en su propio estereotipo, preguntó: “¿Me enseña el carnet?”. Juan no terminaba de explicarse por qué la bibliotecaria no se acordaba nunca de él -ni de su llamativo apellido-, a pesar de los numerosos préstamos que le habían hecho en la Biblioteca Central. “Sí, claro; aquí está... Gracias. Adiós”. Las gafas articularon una especie de gruñido que debía de corresponder a un mutilado “de nada”.
Al salir de la biblioteca, y después de andar unos metros, Juan pudo comprobar que el lugar donde había aparcado era un estacionamiento prohibido. La inoportuna multa que engalanaba su coche pendiendo de uno de sus limpiaparabrisas así se lo indicaba. La cogió entre dos dedos, sin mirarla, y la introdujo en el libro de Scott -pensó que sería un buen marcapáginas-. Puso en marcha su coche y se dirigió a la gasolinera. Tenía que llenar el deposito de un viejo utilitario que, con toda seguridad, había visto mejores días. No obstante, era el único medio de transporte que poseía para llegar a la Sierra debido a la escasa ayuda que le había prestado la Facultad.
En la gasolinera había una doble cola de dos o tres coches -una a cada lado de los surtidores-. Juan esperó pacientemente en la cola de la derecha. Mientras lo hacía, distraído, comenzó a mirar hacia la izquierda a través de su ventana, que tenía el cristal bajado para que entrase el aire. El coche que aguardaba el turno paralelo al suyo, en cambio, permanecía con los cristales subidos; además, éstos eran tintados, por lo que actuaban a modo de espejo. Juan, con la mirada perdida, no reparó en que ésta se había vuelto a encontrar consigo misma. Los cristales oscuros de aquel coche oscuro le estaban devolviendo, sin quererlo, su imagen reflejada. Sus ojos volvieron a duplicarse. En una suerte de extraña alianza, la mente de Juan se escondió en algún lugar fantástico dentro de su propia alma. Fuera, en el mundo real, se escuchaban motores que se encendían y se apagaban, gasolina derramándose, gritos secos y palabras entrecortadas, cláxones estridentes, tintinear de máquinas, sonido de monedas... “¿Está sordo? ¿Que cuánto le echo?”. “¿Cómo?”. Juan se apercibió de la situación. “Ah, sí. Dos mil de súper... Lo siento”. Otra vez se había ensimismado profundamente. Estaba comenzando a preocuparse. Llegó a la conclusión de que la siesta no le había servido de mucho. Necesitaba dormir.

EL ANIMAL
“Click... responsables de los atentados. Efectivos de la Policía Nacional siguen buscando... Click”. Juan pensó que los muertos muertos estaban y que nadie iba a cambiar eso... Las diez de la mañana. Buena hora para ducharse, desayunar, llenar el coche de trastos y ponerse en marcha. Lo hizo todo lo más aprisa que pudo; siempre con Mendelssohn al fondo. Lo único que dejó de hacer fue peinarse. De hecho, apenas entró en el cuarto de baño. Cuando el día anterior llegó de la biblioteca apagó la luz que había dejado encendida y ésa fue una de las tres o cuatro veces que entró allí. El resto las utilizó, por la mañana, para ducharse rápidamente y recoger su cepillo de dientes, la máquina de afeitar y otras cosas por el estilo. Por lo demás, no se miró en ningún momento en el espejo. Sabía que era una actitud infantil, pero éste era un viaje muy importante y no quería más perturbaciones. En la Sierra no hay espejos, allí estaría tranquilo. Creía que, después de la investigación, el estrés desaparecería.
Al abrir la puerta de su piso para comenzar a bajar el equipaje, se encontró con un hombre que se disponía a hacer sonar el timbre. “Buenos días”. Juan soltó las maletas y comenzó a sentirse molesto. No sólo por el sobresalto que le había producido aquella persona al aparecer súbitamente ante él, también porque empezaba a intuir que aquello podría retrasar su marcha. “Buenos días. ¿Qué desea?”. Era un hombre extraño, bajo y rechoncho, con unas gruesas gafas marrones, envuelto en un oscuro gabán y con un sombrero negro absolutamente anacrónico. “Sí, venía a ver el piso”. “¿Cómo?”. “El piso, el alquiler, el anuncio...”. Juan estaba fuera de juego y cada vez más incómodo. “¿Qué anuncio?”. El extraño hombre le miró a través de sus gafas con dos pequeños ojillos negros. “El anuncio que usted puso en el periódico para alquilar su piso”. “Lo siento, debe de haber algún error. Yo no he puesto ningún anuncio”. El hombre sacó un periódico del bolsillo de su gabán y se lo enseñó al tiempo que le señalaba con el dedo un párrafo rodeado por un círculo rojo. “Esta es su dirección, ¿no?”. Juan miró el anuncio: efectivamente, ahí estaba impresa la dirección de su piso para ser alquilado. “Sí, es mi dirección, pero se debe a un error. Pienso seguir viviendo aquí durante mucho tiempo”. “¿Sí?”. Juan hizo un ademán claro de querer terminar la conversación. “Sí”. “Lo siento; le ruego que me disculpe. Adiós y que tenga muy buenos días”. “Lo mismo digo. Adiós”. El hombre del gabán se dio la vuelta y se fue. Juan se quedó pensativo unos segundos y después ya no volvió a acordarse de aquel hombre...
A las once menos cuarto ya estaba en camino. Poco tiempo después de dejar la ciudad, las carreteras se convirtieron en un laberinto cretense. No contaba con la ayuda de ninguna Ariadna enamorada ni con ningún ovillo de hilo, aunque, por contra, sabía que tampoco se iba a encontrar con ningún Minotauro -o, al menos, eso pensaba-. Como no era la primera vez que completaba este recorrido y llevaba consigo un buen mapa de carreteras, supo orientarse diestramente a través de senderos como ofidios. El sol estaba en su cenit y el calor comenzaba a recalentar el viejo coche, el cual, por otra parte, mantenía una actitud bastante digna y aún no había dado problema alguno.
Con el radiocasete en una mochila y nadie con quien conversar -ocupación que, de todas formas, tampoco le entusiasmaba demasiado-, los pensamientos de Juan se desataron incontenibles. ¡Qué poca confianza había depositado en él la Universidad! Ninguna subvención, ninguna ayuda, nada para una investigación que él consideraba tan relevante. Sólo puertas cerradas, descrédito, escepticismo. En realidad, ni siquiera le habían concedido el beneficio de la duda. Decían que era imposible que la Dentrobates typographicus, y que ninguna otra rana veneno de flecha, hubiese podido encontrar su hábitat en el sur de España. Un animal que posee su hábitat natural en la cuenca del Amazonas nunca podría sobrevivir en un medio mediterráneo. Eso pensaban sus colegas y, en el fondo, tenían razón. Era casi imposible. Pero Juan la había visto. La creía haber visto. Creía haber visto sus seis o siete centímetros de longitud y su característico cuerpo de color rojo laca, sus patas azulgrisáceas... ¡La había visto! Entre los juncos de aquel pantano de la Sierra había visto ese pequeño anuro, de colores tan llamativos como su propio apellido. Evidentemente, no pudo atraparla. Se le escapó, dolorosamente, de entre sus manos... Pero era ella... Incluso María, que hasta hace poco más de un mes era su novia, no terminaba de creerle. Sus dudas se habían convertido para él en algo irritantemente personal. No sólo no tenía claros sus sentimientos hacia Juan, sino que también dudaba de su propia cordura, de su capacidad de observación. No pretendía que los demás le creyesen, pero ella...
Juan pensaba que no era tan descabellado, que existen migraciones anómalas, raras mutaciones; la biocenosis del planeta está en constante evolución. ¿Por qué no habría podido traer alguien la rana a la Sierra y que se le escapase? Este tipo de ranas, debido a sus vivos y alegres colores, constituye una de las variedades preferidas por los aficionados a los terrarios. Ha podido llegar aquí de muchos modos. Eso no merecía discusión para nadie. La cuestión es más delicada al hablar de su supervivencia en un medio como éste. Nadie lo aceptaba. Pero Juan creía que el instinto de supervivencia en todo ser vivo podía llegar a ser lo suficientemente fuerte como para superar muchos obstáculos...
Casi sin darse cuenta, todo el paisaje se había vestido de árboles. Pinos, eucaliptos, encinas... Olía a limpio y a verde, a naturaleza liberada. Aire puro y Dios en algún lugar de aquellas montañas; y el esquivo anfibio en algún recodo de sus aguas... o en algún rincón de su mente.

EL ANIMAL
Le costó trabajo colocar la última piqueta. El suelo no se dejaba horadar con la facilidad que Juan habría deseado. Su equipo era viejo y la tienda de campaña llevaba muchas acampadas a sus espaldas. Aun así, a la hora de comer estaba ya todo preparado. Hizo un pequeño fuego en el que calentó una lata de comida precocinada y, cuando terminó de almorzar, sin apenas descansar, se puso a trabajar. Debía encontrar el lugar idóneo para colocar el pequeño magnetófono con el canto de la Dentrobates macho grabado. Al anochecer conectaría el diminuto aparato y el canto de la rana macho en celo provocaría la respuesta de otros machos en su misma situación -en el caso de que los hubiere-. Y así debía permanecer durante toda la noche, hasta escuchar la ansiada respuesta y, por el sonido, localizar al escondido animal.
Juan sabía que debía guardar un extremo cuidado al hacer su trabajo. El primer paso consistía en localizar el objeto de su investigación, lo cual, presumiblemente, sería la tarea más difícil. Pero, una vez localizado, debía ser muy cauteloso. La Dentrobates typographicus es una de las numerosas ranas veneno de flecha, que deben su nombre a que su piel proveía a los indígenas de la cuenca del Amazonas del veneno con que impregnaban la punta de sus flechas para cazar. Los brillantes colores de estas ranas son colores aposemáticos, indicadores de la presencia de fuertes venenos neurotóxicos segregados por las glándulas cutáneas y cuya finalidad es la de persuadir a posibles predadores. Y Juan era uno de esos posibles predadores, ya que estaba obligado a conseguir un ejemplar como muestra para probar su descubrimiento a la comunidad de biólogos.
El veneno de la Dentrobates es letal en animales pequeños, pero, incluso para el ser humano, es peligroso si no se toman ciertas precauciones. Si una persona se expone durante mucho tiempo al contacto de su dañina epidermis puede morir fácilmente. La sustancia tóxica se introduce en su sistema nervioso, paralizándolo, y provoca en la víctima una crisis convulsiva. La parálisis del sistema nervioso desemboca en un colapso muscular a todos los niveles, lo que trae consigo un paro instantáneo del corazón y, como consecuencia, la muerte. Juan era consciente de todas estas circunstancias y poseía unos guantes especiales de látex que había comprado para la ocasión. Aun así, tenía que guardar muchas precauciones, ya que aquella rana era un animal muy rápido y esquivo y podía saltar en décimas de segundo sobre cualquier parte de su cuerpo.
Juan estuvo buscando toda la tarde la ubicación adecuada para su magnetófono entre los árboles que lindaban el pantano. Pero la búsqueda fue infructuosa. Más de cinco horas se habían diluido, inútiles, entre las aguas del embalse. Quería estar seguro, elegir el mejor lugar y, desde allí, lanzar el reclamo que hiciera dar señales de vida a la maldita rana, aunque fuera sólo una de ellas...
Estaba cansado. Todavía le quedaban varios días, pero no soportaba la idea de volver a casa con las manos vacías. Especialmente, no soportaría los reproches de María, su estudiada indiferencia. Se introdujo unos metros en el pantano para lavarse las manos y la cara. El sol estaba poniéndose. El agua tenía un color plomizo y una quietud mística. Las últimas luces de unos de los atardeceres más bellos que se pueden contemplar convertían el embalse en un inmenso espejo con bordes verdes y marrones. Juan formó un cuenco con las manos y las introdujo en el espejo. Se llevó el agua a la cara y el líquido le surcó todas sus facciones. Con el rostro limpio, miró hacia el frente y quedó profundamente conmovido por una puesta de sol que, sin duda, debió de tomar parte en la creación del mundo: era sublime. Al quedar inmóvil en su éxtasis, las aguas a su alrededor, revueltas por sus propios movimientos, volvieron a serenarse y la naturaleza formó de nuevo un gran espejo con el que Juan se encontró, irremisiblemente, al bajar la mirada. Ahí estaba otra vez: la imagen de Juan se volvió a encontrar a sí misma gracias al misticismo de un reflejo. El agua, el lago, la anochecida, los árboles, Juan, su imagen y el tiempo se encontraron fijos y grabados en la mágica fibra con que se urde el oscuro tejido del Universo. El sol había decidido que ya había brillado bastante por hoy y le guiñaba un ojo a la Sierra desde detrás de las montañas. El reflejo de Juan se iba haciendo gradualmente más oscuro, pero él seguía inmutable, impertérrito. Hubo un momento en el que el lago ya no era un gran espejo, sino una inmensa mancha negra apenas teñida de blanco por el flexo de la luna. Sin embargo, Juan continuaba imbuido en el desdoble de su yo. Un blanco del tamaño de los océanos inundaba su mente. El mirarse de Juan era un continuo retorno a sí mismo. Aquel momento parecía no acabar nunca... “Chaf...”. Algo le salpicó en la cara. De nuevo un estímulo externo hubo de sacarle de una abstracción que podía haber durado días. Era una rana que había pasado a un metro suyo. Juan regresó a la realidad. ¡Era ella! ¡Era la Dentrobates! Era lo que estaba buscando y se alejaba, rauda, de él a través de los árboles. Apenas la podía distinguir a la luz de la luna, pero era ella; estaba seguro. Salió del agua a toda prisa y corrió hacia los árboles. Era inútil: la había perdido. El pesado negro de la noche era un escondite perfecto. No había nada que hacer. Además, con el movimiento, se había mojado el magnetófono, así que tendría que secarlo y arreglarlo; la búsqueda habría de aplazarse hasta el día siguiente... ¡Pero la había visto! Había estado delante suyo, en su propia cara, al alcance de su mano, a unos centímetros... Existía. No se la había imaginado; era real. Mañana la atraparía. Más de uno se iba a tragar sus palabras. En esos momentos un sentimiento de sincero odio atravesó su alma... Estaba pensando en María.

EL LIBRO
“...Nadie parece haberla visto; es menos una forma que un gemido que da horror a las noches de Irlanda y de algunas regiones de Escocia. La llaman banshee y anuncia, al pie de las ventanas, la muerte de algún miembro de la familia. Es privilegio peculiar de ciertos linajes de pura sangre celta, sin mezcla latina, sajona o escandinava. La oyen también en Gales y en Bretaña. Pertenece a la estirpe de las hadas. Su gemido lleva el nombre de keening...”. El intenso frío y Mendelssohn eran los únicos acompañantes de Juan dentro de la tienda de campaña. El frío, naturalmente, estaba allí sin haber sido invitado por nadie y ni siquiera el aislante térmico de la tienda podía impedir tan incómoda visita. Mendelssohn, en cambio, era una agradable compañía etérea que se manifestaba a través del radiocasete de Juan. Había grabado en una cinta El sueño de una noche de verano, obra que creyó más a tono con lo bucólico del paisaje en lugar de su adorado violín. Evidentemente, el invitado de honor era Sir Walter Scott. Juan había comenzado a leer con avidez el curioso libro la noche anterior, en su casa: Nada más acabar de cenar, se acostó -serían las diez de la noche- y empezó a leer en la cama. No se durmió hasta pasada la una, sin importarle en absoluto que tuviese que descansar para el viaje, a pesar de que ello le preocupase enormemente unas horas antes. Sin embargo, el libro le absorbió desde el principio y no pudo menos que cautivarle completamente. El folklore mágico de Escocia, sus oscuros personajes, los fair tales, los brownies, las brujas y los hechiceros... Siempre le atrajo lo esotérico, aunque aparentemente entrase en franca contradicción con su condición científica.
Al igual que durante el día anterior, ahora, en la Sierra, decidió ponerse a leer después de cenar -de todas formas, hasta que no estuviese arreglado el magnetófono, no podía hacer nada-. De hecho, tantas ganas tenía de leer que no hizo ningún fuego y se comió un par de bocadillos que había preparado antes de salir...
Estaba alegre y excitado. La había visto. La Dentrobates estaba allí, muy cerca suya. No encontraba mejor modo de celebrarlo que leyendo aquel libro tan increíble. Se olvidó por completo de los extraños procesos de ensimismamiento que había sufrido en varias ocasiones delante de su reflejo. Una vez cenado, se recostó en su saco de dormir y comenzó a leer. Estaba encantado con todo aquello. Un hada que anuncia la muerte de un familiar con un gemido, una banshee... Le parecía algo tan hermoso... Juan continuó leyendo entusiasmado sin que le afectase lo más mínimo el paso de los minutos...
“...Hay otro ser que tiene infinitas formas, tantas como personas que existen, han existido o existirán sobre la faz de la Tierra. Es el doble. Es el reflejo de cada uno...”. Juan se estremeció hasta el tuétano de sus huesos. Su entusiasmo se tornó en una inquietud nerviosa. Apagó el radiocasete y estuvo a punto de soltar el libro, pero una curiosidad insana le animó a seguir leyendo: “...Es el reflejo de cada uno, pero hecho carne. Se puede tocar, incluso se puede hablar con él. Es y no es la propia persona, porque, siéndolo, tiene una existencia independiente de sí misma. No obstante, goza de un corto periodo de vida: el necesario para anunciar la muerte a su alter ego. En Escocia se le llama Fetch (buscar), porque es quien viene a buscar a los hombres para llevárselos a la muerte...”. Juan dejó caer el libro de sus manos. La tienda de campaña, por sus estrecheces, se le antojó un ataúd. Pensó que quizá no debió haber seguido leyendo. La curiosidad mató al gato. Ya no temblaba de frío: temblaba de pánico: Al leer aquellas líneas, le vinieron a la mente de forma automática los extraños sucesos de hace unos días. Aquella especie de hechizo que su propia imagen le había provocado en más de una ocasión. Hubiera sido poco menos que inhumano evitar imaginar la relación entre tales hechos y lo que acababa de leer. Creyó haber encontrado las respuestas a muchas preguntas inconscientes. El frío se estaba haciendo insoportable. La noche se intuía más oscura. Sintió ganas de abrir la cremallera de la tienda y salir corriendo, huir... Sin embargo, se paró a recapacitar. Procuró refrenar su inquietud. Estaba en un lugar de la Sierra dejado de la mano de Dios, alejado de los hombres y del mundo. Estaba solo, era de noche, hacía frío, se escuchaban ruidos por todas partes... Era lógico asustarse... pero era una leyenda. Todo eran leyendas. Se rió a carcajadas como para espantar su miedo. Se había comportado como un niño. Sus ensimismamientos eran producto del estrés, del cansancio, de la emoción. Juan se sentía ridículo: había sido preso de un auténtico terror pánico por unos cuentos que alguien había recopilado hace dos siglos...
Era hora de dormirse. Juan se había serenado. El día de mañana habría de ser especial -su rana le esperaba- y tenía que trabajar mucho. Apagó la linterna, guardó el libro lo más lejos que pudo -y eso equivalía a una de las mochilas que había en un rincón de la tienda- y cerró los ojos. No obstante, el sueño no vino tan rápido como él hubiera querido. Incomprensiblemente, los pensamientos que le acompañaron hasta el momento de dormirse no tenían nada que ver con lo que había leído unos minutos antes. Comenzó a pensar en María: su frialdad, su indiferencia, el increíble modo en que un mes antes le anunció sus dudas, cómo decidió romper sus relaciones con él, su odiosa forma de ser... Entonces Juan pensó si no sería mejor quedarse perdido en algún lugar de estas montañas.

MIEDO
A través de la tela de la tienda se veía un difuso resplandor. El crepitar de las brasas había comenzado a despertar a Juan. El estado de duermevela en que se encontraba -ni dormido ni despierto- le hacía percibir todo como a medias. Continuó así durante unos minutos. Fuera de la tienda se oía el sonido de los troncos ardiendo en el relativo silencio de una noche de bosque. Lejanos cantos de lechuzas, crujir seco de ramas, pisadas de diminutos animales sobre un sonoro humus, zumbido de insectos nocturnos en el aire... El bosque en la noche era una amalgama infinita de pequeños ruidos. A veces se escuchaba uno solo, después otro distinto y otras veces todos los sonidos se juntaban al unísono... La llama difusa que se filtraba a través de la semiopacidad de la tienda comenzaba a hacerse nítida en los ojos y la conciencia de Juan. Gradualmente fue percibiendo todos los sonidos que la noche le devolvía: los zumbidos, los crujidos, las pisadas de animales... Una leve brisa mecía las débiles hojas de los árboles y producía un sonido característico. Juan casi había recobrado la conciencia, casi había abandonado por completo los dominios del sueño. El sonido de las hojas moviéndose fue aumentando paulatinamente. La brisa se convirtió en un viento frío y ruidoso y bastante desagradable. Algunas hojas cayeron sobre el aislante térmico de la tienda y sonaron como lo haría el aplauso de varias manos diminutas. El viento crecido movió hacia un lado y hacia otro el fuego que ardía en el exterior, el cual causaba el efecto llamativo de una bengala. Juan se había despertado por completo. La mezcolanza de sonidos se multiplicó estridentemente en sus oídos: el viento, las hojas, el fuego, las ramas, los animales... y pisadas de hombre. De entre todo aquel maremágnum fónico el oído de zoólogo experto de Juan identificó el sonar de unas pisadas humanas. Juan se quedó paralizado.
Él no había dejado el fuego ardiendo antes de acostarse. De hecho, ni siquiera lo había encendido. La adrenalina se multiplicó por todos sus vasos sanguíneos y el vello erizado de su piel podía llegar a pinchar. Se preguntó a sí mismo si no estaría todavía dormido y todo aquello no sería más que un sueño. Como contestándole que no, su cuerpo siguió reaccionando al miedo que le ahogaba el pecho y todos sus músculos se tensaron de tal forma que las venas parecían salirse de su piel. Sus ojos se crisparon y cerró sus puños inconscientemente hasta que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos y éstas comenzaron a sangrar. Como pudo, echó mano del machete que guardaba en un bolsillo de su chaquetón y echó mano también del escaso valor que el miedo había dejado en su corazón. Los ruidos del bosque parecían multiplicarse más que nunca, quizá como efecto del pánico que había poseído a Juan y unas pisadas de hombre seguían oyéndose en un continuo caminar alrededor del fuego, como en una danza ritual desacelerada. Juan asió la cremallera de la tienda con la mano izquierda mientras empuñaba el machete con la derecha. En ese momento el viento enfervorecido se calmó; en su lugar soplaba de nuevo una ligera brisa. Casi al mismo tiempo que Juan se decidía a salir de la tienda, como poniéndose de acuerdo, todo el festival de sonidos que rebosaba a su alrededor enmudeció. Juan comenzó a subir la cremallera. El bosque estaba en silencio. Casi. Sólo se escuchaba el sonido de los zapatos de aquel desconocido caminando sobre la hojarasca. Las hojas secas crujían alrededor del fuego con la misma estridencia con que se rompen los cristales. El casual cese del resto de los ruidos amplificaba el de las pisadas hasta cotas insoportables. Juan había subido ya la mitad de la cremallera y, a través del espacio que dejaba libre, veía la sombra de un hombre que daba vueltas en derredor de la hoguera. Se quedó observando unos segundos y comprobó que aquel hombre seguía dando vueltas sin parar, ajeno a cualquier circunstancia. Estaba decidido a salir. Su mismo miedo le empujaba a ello. No podía quedarse dentro de la tienda. Continuó subiendo la cremallera. El sonido de las pisadas era cada vez más odioso. Subió del todo la cremallera. El hombre se paró. Cesó el sonido. La saliva de Juan se le secaba en la boca. Con una mano apartó la tela de la tienda. Comenzó a salir en cuclillas. El sudor de la frente se le acumulaba en sus cejas. Sus músculos se contrajeron. El corazón latía revolucionado. El machete bien asido. La mirada fija en la sombra. Salió de la tienda. Se incorporó. “¿Quién anda ahí?”, gritó Juan con el miedo latente en cada una de sus palabras. “¡Responda!”. La sombra permanecía en silencio. Estaba detrás del fuego y éste sólo le iluminaba las piernas. Juan dio un paso hacia delante para verle la cara al desconocido. “¡He dicho que quién anda ahí!”. Silencio. La sombra ya era visible hasta el pecho. Su atuendo le era familiar. En el bosque no se oía ni un ruido. Todo era calma. Temblando, Juan dio otro paso más: el último. Se situó justo al lado del fuego. Apretó con fuerzas el cuchillo. Sus dientes rechinaron dentro de la boca. El corazón le quería estallar. Un sudor frío le recorría el cuerpo y el alma. Silencio en todo el bosque. La sombra estaba ya enteramente iluminada. Juan levantó la mirada. Vio la cara de la sombra. Dejó caer el cuchillo. Parecía que el mundo se había detenido. Juan se desmayó.

EL REFLEJO
El fuego seguía encendido. Cada vez era más pequeño, ya que habían transcurrido una o dos horas desde que Juan se desmayó. Tenía la boca seca debido al tiempo que había estado dormido y conservaba el habitual mal sabor de después de la siesta. Sus miembros estaban entumecidos. Su mente aún no se había recobrado de la intensa visión a la que acababa de ser expuesto. Aturdido por el mareo, comenzó a despabilarse. Entreabrió, primero, temeroso, los ojos. Después los abrió completamente. No había sido un sueño. Desde el suelo, y mientras se levantaba, lo vio. Allí estaba él. Enfrente suya, sentado sobre una roca y al lado del fuego, estaba la sombra. Era una persona, ahora visible en su totalidad. Las botas de alpinismo, los pantalones de pana marrón, la parka azul, los guantes negros de lana... como los de Juan... y su cara. La cara de Juan. Era Juan. Era él. Era su doble.
El miedo de Juan se había atenuado por efecto del desmayo. Aun así, miles de pensamientos, sentimientos, dudas, sensaciones, preguntas, inquietudes y deseos pasaron, como en un aleph, simultáneamente, por la mente de Juan. Imposible transcribirlo todo. Inútil intentar narrarlo. “Cálmate, Juan. No tengas miedo”. La sensación de oír hablar a tu propio yo enfrente de ti debe de ser algo inimaginable. La imaginación de Juan se rindió a los pies de la evidencia: su doble le estaba hablando. “Tranquilízate. ¿Vas a tener miedo de ti mismo?”. Juan no estaba nervioso. Tampoco tenía ya miedo. Estaba como sedado. Recordaba todo aquello que había leído en el libro, todos sus ensimismamientos anteriores... Lo tenía todo presente en su cabeza con una meridiana nitidez. Y, sin embargo, no tenía miedo. No quedaba nada de su anterior pánico, el cual había llegado a ser realmente enorme. No sentía la más leve inquietud ante quien, de ser cierta la leyenda, venía para llevarle a la muerte -y la leyenda debía de ser cierta si aquello que tenía delante de él lo era-. No obstante, Juan no sentía miedo porque comenzó a albergar en su interior la posibilidad de que todo lo que estaba ocurriendo fuese un sueño. Era la única explicación plausible. De todas formas, en esos momentos, no se hubiera atrevido a asegurarlo. Prefería creerlo, quizá porque no tenía otra salida. “Di algo, Juan. No todos los días uno se encuentra consigo mismo. Y te aseguro que hay personas que se llevan toda la vida intentándolo”. El resplandor de las llamas iluminó con sombras una sonrisa que le era de sobra conocida: la suya.
Juan no tenía nada que perder. Si su doble, el Fetch, había venido a buscarle para llevarle hacia la muerte, no podía resistirse. Si todo aquello era un sueño, ¿qué más daba hablar con él?. De todas formas, era un sueño. Debía ser un sueño. Aquello era imposible... “¿Quién eres?”. Por fin Juan se decidió a hablar. “Soy tú”. Sus mismos ojos, su misma boca, su pelo, su voz, sus gestos, sus movimientos... Era él. Era él mismo. Una sensación indescriptible colapsaba los sentidos de Juan. Se sintió como un espejo humano, como si su propia existencia fuera un mero reflejo. Estaba hablando consigo mismo, con su propio yo... “¿Por qué estás aquí?”. El doble sonrió, como si estuviese esperando la pregunta y tuviese preparada la respuesta de antemano. “Para hablar contigo. Sé que tienes problemas...”. Juan se rindió ante su sueño y siguió hablando. “¿Qué problemas?”. “No disimules, ¿has escuchado alguna vez la expresión engañarse a sí mismo? Eso es lo que estás intentando hacer en estos momentos. Te conozco. Me conozco... Digamos que... nos conocemos...”.
Él y su doble estuvieron hablando durante horas. Reavivaron el fuego y se sentaron uno enfrente del otro sobre dos grandes piedras que parecían estar colocadas allí ex profeso. Conversaron sin parar hasta que el sol asomó entre las montañas. Hablaron del libro de Scott, de lo que Juan había leído en él, de lo mucho que le había asustado la visión de sí mismo, de María y sus sentimientos, de su insoportable forma de ser, de sus eternas y odiosas dudas; Juan le relató cómo se que quedó encerrado en su viejo ascensor y los recuerdos que aquello le trajo: la oscuridad, su madre, el divorcio...; hablaron también sobre la Dentrobates typographicus, sobre la incredulidad de sus colegas; incluso hasta hablaron de Mendelssohn... Juan pudo comprobar que no hay mejor conversador que uno mismo. Ni mejor consejero.
Al alba se despidieron. Su doble se acercó a Juan y le tendió la mano. Juan vaciló. Finalmente se la aceptó y lo tocó por primera vez en toda la noche. “Adiós”, dijo Juan mientras su doble se alejaba entre lo árboles. “Hasta pronto”, se escuchó decir a una sombra detrás de la vegetación. Él se metió de nuevo en la tienda. En el interior de Juan habitaba una rara sensación, aunque no supo calificarla. De cualquier modo, se echó a dormir con la firme convicción de que en ningún momento se había despertado.

MARÍA
“Click... dos individuos en relación con el atentado del viernes. Han sido puesto a disposición... Click”. Apagó la radio-despertador y se levantó a toda prisa. Eran las nueve de la mañana de un jueves que sólo había hecho comenzar y tenía que dar clase a las diez; además, debía pasarse antes por el despacho. Se vistió y fue al lavabo para lavarse los dientes. Después de enjuagarse la boca, comenzó a peinarse. Mientras lo hacía, al mirarse al espejo, sintió una sensación extraña. Su ánimo quedó como congelado ante el reflejo de su propia imagen... El mundo detenido... “Click... el tiempo para hoy. Claros y nubes en toda la región con probabilidad de aguaceros en zonas localizadas de... ¡Click!”. Golpeó con fuerza el diminuto botón. Cogió un cigarro del paquete que había encima de la mesilla de noche y lo encendió... Exhaló el humo lentamente... Estaba harta del despertador que le había regalado Juan por su cumpleaños. La radio salía andando cada vez que le daba la gana y María estaba ya cansada de apagarla una y otra vez. Cualquier día de éstos la tiraría a la basura... Cerró la puerta de su piso y se dirigió a la Facultad.
“Buenos días...”. El conserje saludó a María y se le quedó mirando como si quisiera añadir algo más. Finalmente se calló. “Hola”. El saludo de María casi perduró más que su propia presencia. Iba muy aprisa. Subió de dos en dos los escalones que daban a la planta donde se hallaba su despacho. Probablemente Juan ya estaría allí. Estaba alegre y risueña y tenía muchas ganas de verle. Se cruzó con unos alumnos a los que no hizo ni caso. Introdujo la llave en la cerradura, pero la puerta estaba ya abierta. “¿Juan?”. Entró en el despacho. “¿Juan?”. No había nadie. Dejó el bolso en una silla y miró a su alrededor: Mochilas, linternas, mantas, cuerdas... El equipo de acampada de Juan se encontraba disperso por todo el despacho. María se alegró enormemente. Había llegado. Probablemente Juan habría llegado al amanecer y, con su habitual sentido de la responsabilidad, quiso dar la clase que tenía hoy a las nueve. María pensó que no le habría dado tiempo a dejar las cosas en su casa y ahora mismo estaría en el aula.
Estaba deseando verle. Durante todos estos días no había dejado de pensar en él ni un sólo minuto. Le había dado muchas vueltas al asunto y había llegado a la conclusión de que seguía profundamente enamorada de Juan. En cuanto le viese, le pediría otra oportunidad. Esperaba que Juan aún pudiera perdonarla. Estaba nerviosa. Encendió un cigarro y se hinchó los pulmones con el humo. Después lo apagó. Se acordó de que a Juan nunca le había gustado que fumase en el despacho. Comenzó a dar vueltas de un lado para otro... Al acercarse a la puerta, descubrió en el suelo el periódico que introducen todos los días por debajo de ella. Decidió leerlo mientras esperaba a Juan. Lo cogió del suelo y se fijó en la portada... A María se le heló el alma. “UN ZOOLOGO MUERE ENVENENADO EN LA SIERRA. Una rana amazónica le causó la muerte durante una investigación ”. La fotografía del cadáver de Juan terminaba de ilustrar la trágica página. María quería morirse. El hombre con quien quería compartir el resto de su vida se había ido para siempre y, además, con la convicción de que ella no le amaba. Sintió en su pecho una agonía indecible. Como si cientos de agujas se le clavaran en el centro mismo del corazón; como si miles de llamas le quemasen las entrañas... “¿María? ¿Puedo pasar?”. Era Luis, el Decano. Venía, tarde, a comunicarle la mala noticia. “Lo siento de veras. Ayer estuve toda la tarde llamándote al móvil, pero lo tenías desconectado y...”. María estaba como ausente. “... por eso la Policía ha dejado sus cosas aquí; aunque, en cuanto podamos...”. Los labios de Luis seguían moviéndose, pero María ya no escuchaba nada. Tenía la mente clavada en la última noche en que Juan y ella hicieron el amor, hace poco más de un mes: el sabor de su boca, el tacto de sus manos, la suave tersura de su sexo... “¿María?”. María miró a los ojos de Luis: “Déjame sola”. Luis se fue.
María encendió un cigarro y respiró fuertemente su humo echándolo por la nariz. Se acercó lentamente a la ventana del despacho y la abrió. Una sola lágrima le asomó por el ojo izquierdo y fue deslizándose poco a poco hasta llegar a sus labios. Tiró el cigarro y hundió la cara entre sus manos mientras apoyaba los codos en el quicio de la ventana. Entonces, sin ella quererlo, una especie de gemido brotó de lo más profundo de su ser. Lo oyeron en todo el Campus... pero también en algunos lugares de Escocia, Irlanda, Gales y Bretaña.

Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray

“Dorian no contestó; llegó distraídamente hasta su retrato y se volvió hacia él. Al verlo retrocedió y sus mejillas enrojecieron de placer por un momento. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos, porque se reconoció por primera vez”.

EL DOBLE