Sunday, January 28, 2007

"ANNABEL LEE"

Cuando yo era un adolescente de juegos y juergas despreocupadas, en aquellos maravillosos días en los que conocía bien el Alcohol y apenas a su hija bastarda la Resaca, escuché por primera vez algunas canciones de “Radio Futura”. Y, entre ellas, hubo una que me fascinó especialmente, cuyo vídeoclip también pude ver en algún programa tipo “Aplauso” o “Tocata”. No tenía la fuerza de otros temas, como Escuela de calor o 37 grados, pero sí una cadencia y un misterio que le sugerían una especie de carácter hipnótico. De aquel vídeoclip sólo recuerdo a una hermosa joven vagando entre los árboles, a los pies de un acantilado gris, cerca de la orilla de un mar turbulento, con un etéreo traje de novia inmaculado que le daba una bella y siniestra apariencia fantasmal. En realidad, era un fantasma, era Annabel Lee, y era la protagonista de uno de los mejores poemas de Edgar Allan Poe..., pero eso sólo lo supe mucho más tarde.

Fue casi una década después, cuando me documentaba para mi tesis en la biblioteca de la Universidad de Huelva y leía un libro sobre modernismo. Cuál fue mi sorpresa cuando el autor, al buscar las raíces de uno de los tópicos del modernismo, el de la “amada muerta”, citó a Poe y un fragmento de su poema “Annabel Lee”. Por un lado, experimenté una agradable sensación de alegría y sorpresa y, por otro, de vergüenza por no haberlo intuido ni averiguado durante tanto tiempo. “Radio Futura” son buenos, pero claro, Poe lo es un “poco” más. En ese momento entendí el por qué de mi fascinación por aquella historia de amor y de fantasmas. Tanto antes de conocer el origen de Annabel Lee como después, siempre ha habido un pequeño hueco en mis pensamientos más escondidos para aquella novia muerta que se paseaba con su traje blanco flotando por encima de las rocas de un acantilado gris...

“Annabel Lee”, by Edgar Allan Poe (1849)

It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

I was a child and she was a child,
In this kingdom by the sea;
But we loved with a love that was more than love-
I and my Annabel Lee;
With a love that the winged seraphs of heaven
Coveted her and me.

And this was the reason that, long ago,
In this kingdom by the sea,
A wind blew out of a cloud, chilling
My beautiful Annabel Lee;
So that her highborn kinsman came
And bore her away from me,
To shut her up in a sepulchre
In this kingdom by the sea.

The angels, not half so happy in heaven,
Went envying her and me-
Yes!- that was the reason (as all men know,
In this kingdom by the sea)
That the wind came out of the cloud by night,
Chilling and killing my Annabel Lee.

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we-
Of many far wiser than we-
And neither the angels in heaven above,
Nor the demons down under the sea,
Can ever dissever my soul from the soul
Of the beautiful Annabel Lee.

For the moon never beams without bringing me dreams
Of the beautiful Annabel Lee;
And the stars never rise but I feel the bright eyes
Of the beautiful Annabel Lee;
And so, all the night-tide, I lie down by the side
Of my darling- my darling- my life and my bride,
In the sepulchre there by the sea,
In her tomb by the sounding sea.


“Annabel Lee”, por “Radio Futura” (1987)

Hace muchos, muchos años en un reino junto al mar
habitó una señorita cuyo nombre era Annabel Lee
y crecía aquella flor sin pensar en nada más
que en amar y ser amada, ser amada por mí.

Éramos sólo dos niños mas tan grande nuestro amor
que los ángeles del cielo nos cogieron envidia
pues no eran tan felices, ni siquiera la mitad
como todo el mundo sabe, en aquel reino junto al mar.

Por eso un viento partió de una oscura nube aquella noche
para helar el corazón de la hermosa Annabel lee
luego vino a llevársela su noble parentela
para enterrarla en un sepulcro en aquel reino junto al mar.

No luce la luna sin traérmela en sueños
ni brilla una estrella sin que vea sus ojos
y así paso la noche acostado con ella
mi querida hermosa, mi vida, mi esposa.

Nuestro amor era más fuerte que el amor de los mayores
que saben más como dicen de las cosas de la vida
ni los ángeles del cielo ni los demonios del mar
separaran jamás mi alma del alma de Annabel Lee.

No luce la luna sin traérmela en sueños
ni brilla una estrella sin que vea sus ojos
y así paso la noche acostado con ella
mi querida hermosa, mi vida, mi esposa.

En aquel sepulcro junto al mar
en su tumba junto al mar ruidoso.
Hace muchos, muchos años en un reino junto al mar
habitó una señorita cuyo nombre era Annabel Lee
y crecía aquella flor sin pensar en nada más
que en amar y ser amada, ser amada por mí.

Saturday, January 20, 2007

Y FIN

En la cima de una idea
acaricié el alma de tu ausencia...

Monday, January 15, 2007

PRINCIPIO

En el alba de un pensamiento
hallé tu rostro nebuloso...

Saturday, January 06, 2007

"El Doble"

Este relato es uno de los primeros que escribí. Surgió de mi enfermiza mente allá por el año 1999, una cifra muy sugerente si se le da la vuelta. Pero no, la trama de esta historia no tiene nada que ver con el Demonio (como en "El día de San Juan"), aunque sí con el nebuloso mundo de lo espiritual y lo místico... Mandé este cuento a más de un concurso y no tuve ningún éxito. Tampoco conseguí poublicarlo por ningún lado. Supongo que eso significa que no debe de ser demasiado bueno... Pero a mí me gusta, así que allá va. Si alguien tiene la desdicha de leerlo, confío en que sea ampliamente benévolo... Eso sí, después de leer esta historia, tardad un tiempo en volver a miraros al espejo...


EL DOBLE

“Dorian no contestó; llegó distraídamente hasta su retrato y se volvió hacia él. Al verlo retrocedió y sus mejillas enrojecieron de placer por un momento. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos, porque se reconoció por primera vez”.

Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray



MARÍA
Ya tenía todo preparado para el viaje. Por la mañana había comprado algunas cosas que le faltaban y culminaba así los preparativos que había llevado a cabo durante una semana. Lo último que hizo, a eso de las doce, fue comprar dos potentes linternas halógenas en una tienda especializada que tenía precios concertados con la Universidad -el descuento era sustancial. “Juan O’Keefe. Doctor en Biología”, pudo leer el vendedor en su acreditación universitaria, descubriendo con curiosidad, al mismo tiempo, su origen escocés. “¿Va muy lejos?”, le preguntó. “No demasiado: a la Sierra. Quiero hacer una investigación sobre la fauna autóctona del lugar”, respondió Juan con una mentira, consciente de que la exposición completa de sus tareas investigadoras se alargaría demasiado. “¿Va solo?”, inquirió el dependiente. “Sí”. Juan tenía prisa. “¿Y no le da miedo?”. Cogió el cambio y, mientras decidía que la conversación había concluido, contestó casi a la vez que se daba la vuelta: “No creo que sea para tanto. Buenas tardes”. Y salió de la tienda sin apenas hacer caso al “buen viaje, tenga cuidado” que se escuchaba, ignorado, unos metros detrás suya.
Tenía prisa porque necesitaba pasarse por la Facultad. Así lo hizo. Cogió el coche y antes de una hora ya estaba allí. Subió hasta su despacho, en el departamento de Zoogeografía, y, después de algún tiempo, cuando comenzaba a ponerse nervioso, encontró los formularios que estaba buscando escondidos en un cajón. Los necesitaba para llevar un registro ordenado de los datos que tomase durante la investigación. En ese momento alguien entró sin llamar. Juan, sobresaltado, dejó caer los papeles. “Un día me vas a matar del susto, María”. Era María, su compañera de despacho, zoóloga como él, pero partidaria del trabajo en laboratorio y poco amiga de las excursiones campestres. “También es mi despacho, ¿no...? Si a esto se le puede llamar despacho... ¿Cuándo te vas?”. “Mañana por la mañana”, dijo Juan mientras recogía los formularios. “¿Mañana sábado? ¿Por qué no te vas hoy?”. María hizo algo que irritaba profundamente a Juan: encendió un cigarro. “Te he dicho mil veces que fumes fuera del despacho. Eres bióloga y deberías saber de más el daño que eso le hace a tus células”. “No seas pesado y dime por qué no te vas hoy”. Juan claudicó. “Necesito descansar. He estado toda la mañana preparando el viaje y esta tarde quiero dormir un poco. Después iré a la biblioteca para sacar algún libro con el que entretenerme en la Sierra cuando no esté recogiendo datos”. El humo del cigarro de María jugueteaba con las paredes y los objetos del despacho. Lo inhalaba con fruición, mirando fijamente a los ojos de Juan, consciente de lo mucho que le irritaba que fumase en su presencia. Sin embargo, no se quejaba, ya que el efecto que producía en él la visión del humo saliendo por los rojos labios de María era sencillamente embriagador. “Esa rana veneno de flecha va a acabar contigo. Si no lo hace su veneno, lo hará el cansancio acumulado de tantas horas dedicadas a su maldito estudio. Además, no creo que encuentres nada”. Juan casi no la escuchaba. Tenía los ojos clavados en sus frutales labios y la mente anclada en la última noche que hicieron el amor, hace poco más de un mes. Los labios de María seguían moviéndose, pero Juan ya no oía nada. El sabor de sus pechos, el roce de su piel, el intenso olor de su sexo... “Juan, ¿me estás escuchando?”. “Sí, claro”. Juan bajó de una nube pretérita. “¿Que cuándo vuelves?”. “El martes o el miércoles; no lo sé”. “Llámame cuando llegues, quiero hablar contigo. Ten cuidado...”. María tiró la colilla encendida al suelo y la apagó con su calzado deportivo. Como queriendo establecer un paralelismo con su forma de entrar, se fue sin despedirse. Juan le dijo “adiós” a la puerta y terminó de recoger algunas cosas que necesitaba.
El despacho estaba lleno del humo del cigarro de María y el olor a tabaco bañaba todas las cosas. También le bañaba a él. Juan continuó yendo de un lado hacia otro de la habitación buscando folios e instrumentos... Pero no encontraba el cuaderno que iba a utilizar como diario de campo. El humo le estaba volviendo loco... No lograba acordarse de dónde había metido el dichoso cuaderno. Otra vez comenzaba a enervarse y el humo se le metía por la nariz en contra de su voluntad... “¡Mierda!”. Juan se acercó a la ventana y la abrió, olvidándose momentáneamente del cuaderno. Apoyó los codos en el quicio mientras se tapaba el rostro con la palma de las manos y se preguntó cómo aún podía seguir enamorado de ella.

EL REFLEJO
“Click... ha vuelto a matar. Este nuevo atentado se atribuye al Comando Madrid, a pesar de que durante los últimos meses se creyó desarticulado. Un policía nacional y dos... Click”. Juan apagó la radio-despertador con una desidia habitual. Comprobó que, efectivamente, eran las seis y media -así había programado el reloj-. Sentado sobre la cama, con el rostro entre las manos y aún sin encender la luz, pensó unos segundos sobre el nuevo atentado. Recordó algo que había leído hacia unos meses sobre mitología griega y se imaginó a una de las Parcas cortando el hilo... La causa de que Juan apagase la radio antes de concluir la noticia no se basaba en su despreocupación; lo que ocurría es que estaba ya harto de este tipo de noticias y hacía ya muchos años que permanecía ciertamente desencantado con el género humano. Por esa razón estudió Biología, ya que, gracias a ella, el hombre no es más que una forma de vida entre cientos de miles.
Juan se levantó con torpeza y subió las persianas. Era pleno diciembre y la noche estaba ya cerrada, así que aquello no le sirvió de mucho. Encendió las luces y se encaminó al diminuto salón de su pequeño piso. Sacó un disco compacto de una estantería y lo introdujo en el reproductor. Al instante la habitación se llenó de acordes y arpegios, de notas y escalas y el allegro molto appassionato del Concierto para violín en Mi menor op. 64 de Félix Mendelssohn comenzó a derramarse por todos los rincones de la casa. A pesar de la pobre acústica, el corazón de Juan se derritió por efecto del violín y una lágrima asomó a sus ojos como única respuesta a algo que creía incomparablemente bello. El sonido del violín, suave y poderoso a la vez, se vertía como si fuese miel por sus oídos, como si el roce de aquel arco pudiera producir colores y sombras, fuego. A veces a Juan le parecía que llegaba a salirse de sí mismo como en los arrobamientos de las beatas de antaño. Siempre escuchaba ese concierto una y otra vez en las vísperas de algún suceso vital importante y, evidentemente, este viaje lo era.
Cuando se hubo vestido se acercó al lavabo. Se lavó los dientes para intentar quitarse el mal sabor de boca que solía dejarle la siesta. Se enjuagó y después expulsó el agua, alzó los ojos y éstos se encontraron con sí mismos sobre un pequeño espejo. Juan continuó mirándose fijamente, buceando inconscientemente en lo profundo de sus ojos. Permaneció así unos segundos, como absorto... Después intentó peinarse, pero no encontraba el peine. Comenzó a impacientarse. Si había algo que le molestase sobre todo en este mundo, aparte de la afición de María a fumar en su cara, era no encontrar las cosas. Estuvo buscando durante cinco minutos por toda la casa hasta que por fin lo encontró donde lo había dejado por la mañana: encima del lavabo. Se irritó. Pero tampoco tenía mucho tiempo para irritarse, así que se mojó la cabeza y comenzó a peinarse. Cuando terminó volvió a mirarse fijamente en el espejo. Sus ojos se volvieron a emparejar con su reflejo. Las dos imágenes, la auténtica y su doble, quedaron fijas en el tiempo. Juan se quedó absorto ante su imagen en el espejo, como hechizado... Mendelssohn al fondo y los minutos seguían pasando. Juan dejó caer, inconsciente, el peine al suelo mientras seguía contemplando, en silencio, su reproducción especular. Mendelssohn al fondo... Sus pupílas parecían simas insondables imposibles de abarcar en las que se perdía una y otra vez sin remedio. Mendelssohn al fondo... “Ringgg...”. De repente sonó el teléfono. Esa bofetada sacó a Juan del limbo en el que se hallaba inmerso. “¿Si? dígame... Hola, mamá; ¿cómo estás...? Yo también... No. No me voy hoy; me voy mañana, a las diez o a las once... Sí, tendré mucho cuidado, no te preocupes... Ya... Ya... ¡Que sííí...! Oye, mamá, lo siento, pero te tengo que dejar, llevo mucha prisa y... Ya te he dicho que sí... Vale, ya te llamaré cuando llegue... Otro para ti. Adiós”.
¿Qué era lo que le había ocurrido unos minutos antes? Juan estuvo como hechizado y no acertaba a intuir la causa. A él siempre le habían atraído los juegos especulares: los reflejos en el agua, las imágenes en las ventanas... Siempre le habían parecido visiones muy sugerentes; también solía observarse mucho en los espejos -era innegable que le gustaba cuidar su imagen-, pero, ¿tanto como para quedarse paralizado y perder la noción del tiempo y del espacio ante la imagen de uno mismo? Pensó que quizá fuese por el cansancio de los preparativos o la emoción del viaje. De cualquier modo. no le dio más importancia; tenía que ir a la biblioteca y no quería que se le hiciese tarde. Apretando un botón, aunque no sin cierto penar, Juan dejó mudo a Mendelssohn y el violín volvió a enclaustrarse en el diminuto soporte digital. Apagó todas las luces, excepto, por descuido, la del lavabo y salió de casa con el pensamiento algo aturdido.


MIEDO
Las luces del pasillo parpadearon. Juan, con las llaves del coche en la mano, se quejó a nadie y entre dientes, por enésima vez, del pésimo estado del edificio. No entendía a qué venían tantas largas del propietario para hacer unas simples reformas: un cable aquí, un pasamanos allá... Pensó un momento en aquel pobre diablo, quien creía que estafándoles unos miles de pesetas a sus inquilinos iba a amasar una fortuna. Era peor que los burócratas de la Universidad... pero con menos luces. Sonrió; sin querer le había salido un chiste.
Pulsó el botón de llamada del ascensor -al menos todavía funcionaba-. Entró y volvió a pulsar otro botón -esta vez el de la planta baja- mientras le daba la espalda al sucio espejo que pendía de la cara posterior del ortoedro. Instintivamente se le ocurrió preguntarse cuántas veces habría pulsado aquellos botones durante los últimos diez años; desde que se trasladó a esta ciudad -a menudo demasiado gris a pesar de que casi siempre luce el sol- para estudiar Biología, para hacer su tesis y, finalmente, para enseñar en la Facultad e investigar... para conocer a María. Decidió no contestarse. Tenía cosas muy importantes en la cabeza como para dejarse atrapar por la nostalgia.
Cuando apenas quedaba un piso para que Juan pudiera salir a la calle escuchó un sonido seco. Seguidamente, sin que transcurriese siquiera un segundo, el ascensor se detuvo y en el viejo cubículo se hizo una completa oscuridad. Se había ido la luz. Volvió a acordarse del cretino del propietario. “¡Oiga! ¿Hay alguien ahí?”. No contestó nadie. “¡Por favor...! ¿Puede ayudarme alguien? ¡Me he quedado encerrado en el ascensor!”. No había nadie. Juan golpeó la puerta metálica de la triste máquina varias veces sin obtener ninguna contestación. Se había quedado encerrado y, hasta que no volviese la luz, no podría salir. Juan trató de imaginar dónde estarían ahora aquellos molestos vecinos que acudían siempre prestos a protestar cuando pensaban que Mendelssohn -por supuesto sin saber que lo era- sonaba demasiado fuerte...
Tendría que esperar; no podía hacer nada más que esperar. Como por instinto -otra vez- comenzó a tantear las paredes del sucio ascensor hasta que dio con sus manos en la fría superficie del espejo, ahora sólo un pedazo de cristal desprovisto de su poder reflector entre las tinieblas. Aunque para Juan, por muy sucio y desposeído que estuviese, aquello seguía siendo un espejo. De forma incomprensible, apenas reparó en lo que le había sucedido unos minutos antes frente al espejo de su lavabo, quizá porque ahora no percibía su imagen reflejada. De cualquier modo, se colocó mirando de frente a lo que se intuía su imagen con las palmas de las manos pegadas al cristal y no pudo evitar pensar en su infancia...
Cuando Juan tenía ocho años y vivía en su ciudad natal junto a su madre, poco después del divorcio, ambos se quedaron una vez encerrados en el ascensor. Fue algo muy similar: la luz se fue y ningún vecino escuchó sus gritos de auxilio. Madre e hijo se encontraron nadando en tinieblas. Ella, con una apariencia explícita de serenidad, comenzó a contarle historias para tranquilizarle e intentar atenuar su miedo. Al principio eran cuentos corrientes -alegres y sencillos-, sin embargo -y ahí fue cuando empezó a comprender lo mucho que le había afectado la separación-, después comenzó a contar historias que eran todo menos tranquilizadoras... Recordaba una leyenda que decía que al principio de los tiempos existía otro mundo al otro lado de los espejos y que éstos servían como portales entre aquel mundo y el nuestro. Un día las gentes del otro lado intentaron conquistar el mundo de los hombres, librándose una gran batalla -cuyos sangrientos detalles la madre de Juan no se preocupó en ocultar ante sus sorprendidos oídos de niño-. Finalmente, el mundo de los hombres venció y desde entonces las gentes del espejo permanecieron encerradas en el otro lado, condenadas a imitar las imágenes y movimientos del mundo humano... Aunque aquello que Juan recordaba más nítidamente era lo que su madre le contó casi al oído: decía que si pronunciaba el nombre del Demonio tres veces seguidas delante de un espejo éste vendría para arrancarle el corazón y llevarse su alma al Infierno... Aún tenía aquel miedo de niño latente en su alma y ahora parecía haber aflorado de nuevo... Pero ya era un adulto y sabía distinguir la realidad de los cuentos. Pronunciar una serie de palabras delante de un cristal no podría acarrear ningún peligro para su alma y eso en el caso de que existiese algún Demonio o algún Dios... “Satanás”. Una. Juan miraba al fondo de la oscuridad que manaba de aquel espejo que no veía mientras intentaba aferrarse a su espíritu científico... “Satanás”. Dos. Juan no quería reconocer su miedo, su miedo de niño que, sin venir a cuento, había recordado. Le pareció percibir en la frialdad del espejo un aumento gradual, por supuesto, producto de su imaginación... “Sata...”. De repente se escuchó un sonido seco y fiat lux, el ascensor comenzó a moverse y la imagen de Juan apareció delante suya con las manos pegadas al cristal... “...nás”. Tenía razón: era un cuento de niños.

EL LIBRO

Juan aparcó el coche no muy lejos de la Biblioteca Central. Bajó de él, miró la hora -eran las siete y media- y se encaminó hacia la biblioteca.
El edificio era algo que siempre le había llamado la atención. En sí no era nada del otro mundo: una modesta obra arquitectónica producto del eclecticismo actual, una burda mezcla de Mimpei y Moneo. No obstante, las dos grandes columnas jónicas de la entrada le causaban un considerable respeto. Y encima de ellas, en letra capitular clásica, la palabra scriptorium, en clara referencia a los antiguos romanos del Bajo Imperio -palabra y lugar que después pasarían a los cenobios cristianos de la Edad Media-. Juan había leído en alguna parte que las bibliotecas romanas se ubicaban en las termas, pero atribuyó aquello a una licencia histórica del arquitecto.
Una vez en el interior, se sintió a gusto entre tantos libros y se preguntó si no sería mejor perderse entre ellos para siempre en vez de salir de la biblioteca para volver a encontrarse con la gente... Se dirigió a la sección de Literatura Inglesa y, dentro de ésta, a aquella parte que estaba relacionada con Escocia: un olvidado y angosto rincón que daba a una ventana ojival por la que se podía ver la calle... Solía frecuentar a menudo aquel recóndito espacio. Desde que tuvo uso de razón y pudo comprobar lo llamativo de su apellido, se interesó por todo aquello que tuviese que ver con Escocia. Su madre le había explicado que su familia no había estado sobre suelo escocés desde hacía seis o siete generaciones, que tanto ella como su padre sólo sabían que O’Keefe era el apellido de un antepasado paterno que, quizá huyendo de la represión de la Corona Inglesa sobre las disidencias independentistas, se vino a España hace algo más de dos siglos; que era de Edimburgo y nada más. A pesar de eso y de la indiferencia que parecía mostrar su familia ante un origen tan peculiar, Juan, que al ser hijo único se sentía responsable, dedicó desde muy joven parte de su tiempo libre a leer libros sobre Escocia. A veces consultaba su Geografía, a veces su Historia y muy a menudo su Literatura. Walter Scott, de Edimburgo como su desconocido antepasado, era uno de sus autores preferidos. Sus obras poéticas y sus obras históricas habían sido objeto de la ávida lectura de Juan. No obstante, su próximo objetivo era bien diferente. En alguna obra había leído la referencia a un libro de Scott titulado Demonología y Hechicería...
Allí estaba. La cubierta era marrón oscuro y estaba editado en un tamaño menor, probablemente en octavo. Tenía un aspecto antiguo, al que sin duda contribuía cierta capa de polvo que lo recubría de forma obsesiva, índice inequívoco del escaso uso que le habían dado los lectores. Juan se extrañó: por lo desconocido de la obra, no se imaginaba que hubiese más de un ejemplar, pero así era. Junto al libro que divisó en primer lugar había otro exactamente igual y con idénticos signos de dejadez y desuso. Cogió uno de ellos, sopló sobre él y, sin siquiera echarle un vistazo, lo llevó al mostrador. “Buenas tardes. Me gustaría llevarme este libro”. Las palabras de Juan se toparon con unas minúsculas gafas de color negro. Detrás de ellas, la voz de una mujer enjuta, que encajaba perfectamente en su propio estereotipo, preguntó: “¿Me enseña el carnet?”. Juan no terminaba de explicarse por qué la bibliotecaria no se acordaba nunca de él -ni de su llamativo apellido-, a pesar de los numerosos préstamos que le habían hecho en la Biblioteca Central. “Sí, claro; aquí está... Gracias. Adiós”. Las gafas articularon una especie de gruñido que debía de corresponder a un mutilado “de nada”.
Al salir de la biblioteca, y después de andar unos metros, Juan pudo comprobar que el lugar donde había aparcado era un estacionamiento prohibido. La inoportuna multa que engalanaba su coche pendiendo de uno de sus limpiaparabrisas así se lo indicaba. La cogió entre dos dedos, sin mirarla, y la introdujo en el libro de Scott -pensó que sería un buen marcapáginas-. Puso en marcha su coche y se dirigió a la gasolinera. Tenía que llenar el deposito de un viejo utilitario que, con toda seguridad, había visto mejores días. No obstante, era el único medio de transporte que poseía para llegar a la Sierra debido a la escasa ayuda que le había prestado la Facultad.
En la gasolinera había una doble cola de dos o tres coches -una a cada lado de los surtidores-. Juan esperó pacientemente en la cola de la derecha. Mientras lo hacía, distraído, comenzó a mirar hacia la izquierda a través de su ventana, que tenía el cristal bajado para que entrase el aire. El coche que aguardaba el turno paralelo al suyo, en cambio, permanecía con los cristales subidos; además, éstos eran tintados, por lo que actuaban a modo de espejo. Juan, con la mirada perdida, no reparó en que ésta se había vuelto a encontrar consigo misma. Los cristales oscuros de aquel coche oscuro le estaban devolviendo, sin quererlo, su imagen reflejada. Sus ojos volvieron a duplicarse. En una suerte de extraña alianza, la mente de Juan se escondió en algún lugar fantástico dentro de su propia alma. Fuera, en el mundo real, se escuchaban motores que se encendían y se apagaban, gasolina derramándose, gritos secos y palabras entrecortadas, cláxones estridentes, tintinear de máquinas, sonido de monedas... “¿Está sordo? ¿Que cuánto le echo?”. “¿Cómo?”. Juan se apercibió de la situación. “Ah, sí. Dos mil de súper... Lo siento”. Otra vez se había ensimismado profundamente. Estaba comenzando a preocuparse. Llegó a la conclusión de que la siesta no le había servido de mucho. Necesitaba dormir.

EL ANIMAL
“Click... responsables de los atentados. Efectivos de la Policía Nacional siguen buscando... Click”. Juan pensó que los muertos muertos estaban y que nadie iba a cambiar eso... Las diez de la mañana. Buena hora para ducharse, desayunar, llenar el coche de trastos y ponerse en marcha. Lo hizo todo lo más aprisa que pudo; siempre con Mendelssohn al fondo. Lo único que dejó de hacer fue peinarse. De hecho, apenas entró en el cuarto de baño. Cuando el día anterior llegó de la biblioteca apagó la luz que había dejado encendida y ésa fue una de las tres o cuatro veces que entró allí. El resto las utilizó, por la mañana, para ducharse rápidamente y recoger su cepillo de dientes, la máquina de afeitar y otras cosas por el estilo. Por lo demás, no se miró en ningún momento en el espejo. Sabía que era una actitud infantil, pero éste era un viaje muy importante y no quería más perturbaciones. En la Sierra no hay espejos, allí estaría tranquilo. Creía que, después de la investigación, el estrés desaparecería.
Al abrir la puerta de su piso para comenzar a bajar el equipaje, se encontró con un hombre que se disponía a hacer sonar el timbre. “Buenos días”. Juan soltó las maletas y comenzó a sentirse molesto. No sólo por el sobresalto que le había producido aquella persona al aparecer súbitamente ante él, también porque empezaba a intuir que aquello podría retrasar su marcha. “Buenos días. ¿Qué desea?”. Era un hombre extraño, bajo y rechoncho, con unas gruesas gafas marrones, envuelto en un oscuro gabán y con un sombrero negro absolutamente anacrónico. “Sí, venía a ver el piso”. “¿Cómo?”. “El piso, el alquiler, el anuncio...”. Juan estaba fuera de juego y cada vez más incómodo. “¿Qué anuncio?”. El extraño hombre le miró a través de sus gafas con dos pequeños ojillos negros. “El anuncio que usted puso en el periódico para alquilar su piso”. “Lo siento, debe de haber algún error. Yo no he puesto ningún anuncio”. El hombre sacó un periódico del bolsillo de su gabán y se lo enseñó al tiempo que le señalaba con el dedo un párrafo rodeado por un círculo rojo. “Esta es su dirección, ¿no?”. Juan miró el anuncio: efectivamente, ahí estaba impresa la dirección de su piso para ser alquilado. “Sí, es mi dirección, pero se debe a un error. Pienso seguir viviendo aquí durante mucho tiempo”. “¿Sí?”. Juan hizo un ademán claro de querer terminar la conversación. “Sí”. “Lo siento; le ruego que me disculpe. Adiós y que tenga muy buenos días”. “Lo mismo digo. Adiós”. El hombre del gabán se dio la vuelta y se fue. Juan se quedó pensativo unos segundos y después ya no volvió a acordarse de aquel hombre...
A las once menos cuarto ya estaba en camino. Poco tiempo después de dejar la ciudad, las carreteras se convirtieron en un laberinto cretense. No contaba con la ayuda de ninguna Ariadna enamorada ni con ningún ovillo de hilo, aunque, por contra, sabía que tampoco se iba a encontrar con ningún Minotauro -o, al menos, eso pensaba-. Como no era la primera vez que completaba este recorrido y llevaba consigo un buen mapa de carreteras, supo orientarse diestramente a través de senderos como ofidios. El sol estaba en su cenit y el calor comenzaba a recalentar el viejo coche, el cual, por otra parte, mantenía una actitud bastante digna y aún no había dado problema alguno.
Con el radiocasete en una mochila y nadie con quien conversar -ocupación que, de todas formas, tampoco le entusiasmaba demasiado-, los pensamientos de Juan se desataron incontenibles. ¡Qué poca confianza había depositado en él la Universidad! Ninguna subvención, ninguna ayuda, nada para una investigación que él consideraba tan relevante. Sólo puertas cerradas, descrédito, escepticismo. En realidad, ni siquiera le habían concedido el beneficio de la duda. Decían que era imposible que la Dentrobates typographicus, y que ninguna otra rana veneno de flecha, hubiese podido encontrar su hábitat en el sur de España. Un animal que posee su hábitat natural en la cuenca del Amazonas nunca podría sobrevivir en un medio mediterráneo. Eso pensaban sus colegas y, en el fondo, tenían razón. Era casi imposible. Pero Juan la había visto. La creía haber visto. Creía haber visto sus seis o siete centímetros de longitud y su característico cuerpo de color rojo laca, sus patas azulgrisáceas... ¡La había visto! Entre los juncos de aquel pantano de la Sierra había visto ese pequeño anuro, de colores tan llamativos como su propio apellido. Evidentemente, no pudo atraparla. Se le escapó, dolorosamente, de entre sus manos... Pero era ella... Incluso María, que hasta hace poco más de un mes era su novia, no terminaba de creerle. Sus dudas se habían convertido para él en algo irritantemente personal. No sólo no tenía claros sus sentimientos hacia Juan, sino que también dudaba de su propia cordura, de su capacidad de observación. No pretendía que los demás le creyesen, pero ella...
Juan pensaba que no era tan descabellado, que existen migraciones anómalas, raras mutaciones; la biocenosis del planeta está en constante evolución. ¿Por qué no habría podido traer alguien la rana a la Sierra y que se le escapase? Este tipo de ranas, debido a sus vivos y alegres colores, constituye una de las variedades preferidas por los aficionados a los terrarios. Ha podido llegar aquí de muchos modos. Eso no merecía discusión para nadie. La cuestión es más delicada al hablar de su supervivencia en un medio como éste. Nadie lo aceptaba. Pero Juan creía que el instinto de supervivencia en todo ser vivo podía llegar a ser lo suficientemente fuerte como para superar muchos obstáculos...
Casi sin darse cuenta, todo el paisaje se había vestido de árboles. Pinos, eucaliptos, encinas... Olía a limpio y a verde, a naturaleza liberada. Aire puro y Dios en algún lugar de aquellas montañas; y el esquivo anfibio en algún recodo de sus aguas... o en algún rincón de su mente.

EL ANIMAL
Le costó trabajo colocar la última piqueta. El suelo no se dejaba horadar con la facilidad que Juan habría deseado. Su equipo era viejo y la tienda de campaña llevaba muchas acampadas a sus espaldas. Aun así, a la hora de comer estaba ya todo preparado. Hizo un pequeño fuego en el que calentó una lata de comida precocinada y, cuando terminó de almorzar, sin apenas descansar, se puso a trabajar. Debía encontrar el lugar idóneo para colocar el pequeño magnetófono con el canto de la Dentrobates macho grabado. Al anochecer conectaría el diminuto aparato y el canto de la rana macho en celo provocaría la respuesta de otros machos en su misma situación -en el caso de que los hubiere-. Y así debía permanecer durante toda la noche, hasta escuchar la ansiada respuesta y, por el sonido, localizar al escondido animal.
Juan sabía que debía guardar un extremo cuidado al hacer su trabajo. El primer paso consistía en localizar el objeto de su investigación, lo cual, presumiblemente, sería la tarea más difícil. Pero, una vez localizado, debía ser muy cauteloso. La Dentrobates typographicus es una de las numerosas ranas veneno de flecha, que deben su nombre a que su piel proveía a los indígenas de la cuenca del Amazonas del veneno con que impregnaban la punta de sus flechas para cazar. Los brillantes colores de estas ranas son colores aposemáticos, indicadores de la presencia de fuertes venenos neurotóxicos segregados por las glándulas cutáneas y cuya finalidad es la de persuadir a posibles predadores. Y Juan era uno de esos posibles predadores, ya que estaba obligado a conseguir un ejemplar como muestra para probar su descubrimiento a la comunidad de biólogos.
El veneno de la Dentrobates es letal en animales pequeños, pero, incluso para el ser humano, es peligroso si no se toman ciertas precauciones. Si una persona se expone durante mucho tiempo al contacto de su dañina epidermis puede morir fácilmente. La sustancia tóxica se introduce en su sistema nervioso, paralizándolo, y provoca en la víctima una crisis convulsiva. La parálisis del sistema nervioso desemboca en un colapso muscular a todos los niveles, lo que trae consigo un paro instantáneo del corazón y, como consecuencia, la muerte. Juan era consciente de todas estas circunstancias y poseía unos guantes especiales de látex que había comprado para la ocasión. Aun así, tenía que guardar muchas precauciones, ya que aquella rana era un animal muy rápido y esquivo y podía saltar en décimas de segundo sobre cualquier parte de su cuerpo.
Juan estuvo buscando toda la tarde la ubicación adecuada para su magnetófono entre los árboles que lindaban el pantano. Pero la búsqueda fue infructuosa. Más de cinco horas se habían diluido, inútiles, entre las aguas del embalse. Quería estar seguro, elegir el mejor lugar y, desde allí, lanzar el reclamo que hiciera dar señales de vida a la maldita rana, aunque fuera sólo una de ellas...
Estaba cansado. Todavía le quedaban varios días, pero no soportaba la idea de volver a casa con las manos vacías. Especialmente, no soportaría los reproches de María, su estudiada indiferencia. Se introdujo unos metros en el pantano para lavarse las manos y la cara. El sol estaba poniéndose. El agua tenía un color plomizo y una quietud mística. Las últimas luces de unos de los atardeceres más bellos que se pueden contemplar convertían el embalse en un inmenso espejo con bordes verdes y marrones. Juan formó un cuenco con las manos y las introdujo en el espejo. Se llevó el agua a la cara y el líquido le surcó todas sus facciones. Con el rostro limpio, miró hacia el frente y quedó profundamente conmovido por una puesta de sol que, sin duda, debió de tomar parte en la creación del mundo: era sublime. Al quedar inmóvil en su éxtasis, las aguas a su alrededor, revueltas por sus propios movimientos, volvieron a serenarse y la naturaleza formó de nuevo un gran espejo con el que Juan se encontró, irremisiblemente, al bajar la mirada. Ahí estaba otra vez: la imagen de Juan se volvió a encontrar a sí misma gracias al misticismo de un reflejo. El agua, el lago, la anochecida, los árboles, Juan, su imagen y el tiempo se encontraron fijos y grabados en la mágica fibra con que se urde el oscuro tejido del Universo. El sol había decidido que ya había brillado bastante por hoy y le guiñaba un ojo a la Sierra desde detrás de las montañas. El reflejo de Juan se iba haciendo gradualmente más oscuro, pero él seguía inmutable, impertérrito. Hubo un momento en el que el lago ya no era un gran espejo, sino una inmensa mancha negra apenas teñida de blanco por el flexo de la luna. Sin embargo, Juan continuaba imbuido en el desdoble de su yo. Un blanco del tamaño de los océanos inundaba su mente. El mirarse de Juan era un continuo retorno a sí mismo. Aquel momento parecía no acabar nunca... “Chaf...”. Algo le salpicó en la cara. De nuevo un estímulo externo hubo de sacarle de una abstracción que podía haber durado días. Era una rana que había pasado a un metro suyo. Juan regresó a la realidad. ¡Era ella! ¡Era la Dentrobates! Era lo que estaba buscando y se alejaba, rauda, de él a través de los árboles. Apenas la podía distinguir a la luz de la luna, pero era ella; estaba seguro. Salió del agua a toda prisa y corrió hacia los árboles. Era inútil: la había perdido. El pesado negro de la noche era un escondite perfecto. No había nada que hacer. Además, con el movimiento, se había mojado el magnetófono, así que tendría que secarlo y arreglarlo; la búsqueda habría de aplazarse hasta el día siguiente... ¡Pero la había visto! Había estado delante suyo, en su propia cara, al alcance de su mano, a unos centímetros... Existía. No se la había imaginado; era real. Mañana la atraparía. Más de uno se iba a tragar sus palabras. En esos momentos un sentimiento de sincero odio atravesó su alma... Estaba pensando en María.

EL LIBRO
“...Nadie parece haberla visto; es menos una forma que un gemido que da horror a las noches de Irlanda y de algunas regiones de Escocia. La llaman banshee y anuncia, al pie de las ventanas, la muerte de algún miembro de la familia. Es privilegio peculiar de ciertos linajes de pura sangre celta, sin mezcla latina, sajona o escandinava. La oyen también en Gales y en Bretaña. Pertenece a la estirpe de las hadas. Su gemido lleva el nombre de keening...”. El intenso frío y Mendelssohn eran los únicos acompañantes de Juan dentro de la tienda de campaña. El frío, naturalmente, estaba allí sin haber sido invitado por nadie y ni siquiera el aislante térmico de la tienda podía impedir tan incómoda visita. Mendelssohn, en cambio, era una agradable compañía etérea que se manifestaba a través del radiocasete de Juan. Había grabado en una cinta El sueño de una noche de verano, obra que creyó más a tono con lo bucólico del paisaje en lugar de su adorado violín. Evidentemente, el invitado de honor era Sir Walter Scott. Juan había comenzado a leer con avidez el curioso libro la noche anterior, en su casa: Nada más acabar de cenar, se acostó -serían las diez de la noche- y empezó a leer en la cama. No se durmió hasta pasada la una, sin importarle en absoluto que tuviese que descansar para el viaje, a pesar de que ello le preocupase enormemente unas horas antes. Sin embargo, el libro le absorbió desde el principio y no pudo menos que cautivarle completamente. El folklore mágico de Escocia, sus oscuros personajes, los fair tales, los brownies, las brujas y los hechiceros... Siempre le atrajo lo esotérico, aunque aparentemente entrase en franca contradicción con su condición científica.
Al igual que durante el día anterior, ahora, en la Sierra, decidió ponerse a leer después de cenar -de todas formas, hasta que no estuviese arreglado el magnetófono, no podía hacer nada-. De hecho, tantas ganas tenía de leer que no hizo ningún fuego y se comió un par de bocadillos que había preparado antes de salir...
Estaba alegre y excitado. La había visto. La Dentrobates estaba allí, muy cerca suya. No encontraba mejor modo de celebrarlo que leyendo aquel libro tan increíble. Se olvidó por completo de los extraños procesos de ensimismamiento que había sufrido en varias ocasiones delante de su reflejo. Una vez cenado, se recostó en su saco de dormir y comenzó a leer. Estaba encantado con todo aquello. Un hada que anuncia la muerte de un familiar con un gemido, una banshee... Le parecía algo tan hermoso... Juan continuó leyendo entusiasmado sin que le afectase lo más mínimo el paso de los minutos...
“...Hay otro ser que tiene infinitas formas, tantas como personas que existen, han existido o existirán sobre la faz de la Tierra. Es el doble. Es el reflejo de cada uno...”. Juan se estremeció hasta el tuétano de sus huesos. Su entusiasmo se tornó en una inquietud nerviosa. Apagó el radiocasete y estuvo a punto de soltar el libro, pero una curiosidad insana le animó a seguir leyendo: “...Es el reflejo de cada uno, pero hecho carne. Se puede tocar, incluso se puede hablar con él. Es y no es la propia persona, porque, siéndolo, tiene una existencia independiente de sí misma. No obstante, goza de un corto periodo de vida: el necesario para anunciar la muerte a su alter ego. En Escocia se le llama Fetch (buscar), porque es quien viene a buscar a los hombres para llevárselos a la muerte...”. Juan dejó caer el libro de sus manos. La tienda de campaña, por sus estrecheces, se le antojó un ataúd. Pensó que quizá no debió haber seguido leyendo. La curiosidad mató al gato. Ya no temblaba de frío: temblaba de pánico: Al leer aquellas líneas, le vinieron a la mente de forma automática los extraños sucesos de hace unos días. Aquella especie de hechizo que su propia imagen le había provocado en más de una ocasión. Hubiera sido poco menos que inhumano evitar imaginar la relación entre tales hechos y lo que acababa de leer. Creyó haber encontrado las respuestas a muchas preguntas inconscientes. El frío se estaba haciendo insoportable. La noche se intuía más oscura. Sintió ganas de abrir la cremallera de la tienda y salir corriendo, huir... Sin embargo, se paró a recapacitar. Procuró refrenar su inquietud. Estaba en un lugar de la Sierra dejado de la mano de Dios, alejado de los hombres y del mundo. Estaba solo, era de noche, hacía frío, se escuchaban ruidos por todas partes... Era lógico asustarse... pero era una leyenda. Todo eran leyendas. Se rió a carcajadas como para espantar su miedo. Se había comportado como un niño. Sus ensimismamientos eran producto del estrés, del cansancio, de la emoción. Juan se sentía ridículo: había sido preso de un auténtico terror pánico por unos cuentos que alguien había recopilado hace dos siglos...
Era hora de dormirse. Juan se había serenado. El día de mañana habría de ser especial -su rana le esperaba- y tenía que trabajar mucho. Apagó la linterna, guardó el libro lo más lejos que pudo -y eso equivalía a una de las mochilas que había en un rincón de la tienda- y cerró los ojos. No obstante, el sueño no vino tan rápido como él hubiera querido. Incomprensiblemente, los pensamientos que le acompañaron hasta el momento de dormirse no tenían nada que ver con lo que había leído unos minutos antes. Comenzó a pensar en María: su frialdad, su indiferencia, el increíble modo en que un mes antes le anunció sus dudas, cómo decidió romper sus relaciones con él, su odiosa forma de ser... Entonces Juan pensó si no sería mejor quedarse perdido en algún lugar de estas montañas.

MIEDO
A través de la tela de la tienda se veía un difuso resplandor. El crepitar de las brasas había comenzado a despertar a Juan. El estado de duermevela en que se encontraba -ni dormido ni despierto- le hacía percibir todo como a medias. Continuó así durante unos minutos. Fuera de la tienda se oía el sonido de los troncos ardiendo en el relativo silencio de una noche de bosque. Lejanos cantos de lechuzas, crujir seco de ramas, pisadas de diminutos animales sobre un sonoro humus, zumbido de insectos nocturnos en el aire... El bosque en la noche era una amalgama infinita de pequeños ruidos. A veces se escuchaba uno solo, después otro distinto y otras veces todos los sonidos se juntaban al unísono... La llama difusa que se filtraba a través de la semiopacidad de la tienda comenzaba a hacerse nítida en los ojos y la conciencia de Juan. Gradualmente fue percibiendo todos los sonidos que la noche le devolvía: los zumbidos, los crujidos, las pisadas de animales... Una leve brisa mecía las débiles hojas de los árboles y producía un sonido característico. Juan casi había recobrado la conciencia, casi había abandonado por completo los dominios del sueño. El sonido de las hojas moviéndose fue aumentando paulatinamente. La brisa se convirtió en un viento frío y ruidoso y bastante desagradable. Algunas hojas cayeron sobre el aislante térmico de la tienda y sonaron como lo haría el aplauso de varias manos diminutas. El viento crecido movió hacia un lado y hacia otro el fuego que ardía en el exterior, el cual causaba el efecto llamativo de una bengala. Juan se había despertado por completo. La mezcolanza de sonidos se multiplicó estridentemente en sus oídos: el viento, las hojas, el fuego, las ramas, los animales... y pisadas de hombre. De entre todo aquel maremágnum fónico el oído de zoólogo experto de Juan identificó el sonar de unas pisadas humanas. Juan se quedó paralizado.
Él no había dejado el fuego ardiendo antes de acostarse. De hecho, ni siquiera lo había encendido. La adrenalina se multiplicó por todos sus vasos sanguíneos y el vello erizado de su piel podía llegar a pinchar. Se preguntó a sí mismo si no estaría todavía dormido y todo aquello no sería más que un sueño. Como contestándole que no, su cuerpo siguió reaccionando al miedo que le ahogaba el pecho y todos sus músculos se tensaron de tal forma que las venas parecían salirse de su piel. Sus ojos se crisparon y cerró sus puños inconscientemente hasta que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos y éstas comenzaron a sangrar. Como pudo, echó mano del machete que guardaba en un bolsillo de su chaquetón y echó mano también del escaso valor que el miedo había dejado en su corazón. Los ruidos del bosque parecían multiplicarse más que nunca, quizá como efecto del pánico que había poseído a Juan y unas pisadas de hombre seguían oyéndose en un continuo caminar alrededor del fuego, como en una danza ritual desacelerada. Juan asió la cremallera de la tienda con la mano izquierda mientras empuñaba el machete con la derecha. En ese momento el viento enfervorecido se calmó; en su lugar soplaba de nuevo una ligera brisa. Casi al mismo tiempo que Juan se decidía a salir de la tienda, como poniéndose de acuerdo, todo el festival de sonidos que rebosaba a su alrededor enmudeció. Juan comenzó a subir la cremallera. El bosque estaba en silencio. Casi. Sólo se escuchaba el sonido de los zapatos de aquel desconocido caminando sobre la hojarasca. Las hojas secas crujían alrededor del fuego con la misma estridencia con que se rompen los cristales. El casual cese del resto de los ruidos amplificaba el de las pisadas hasta cotas insoportables. Juan había subido ya la mitad de la cremallera y, a través del espacio que dejaba libre, veía la sombra de un hombre que daba vueltas en derredor de la hoguera. Se quedó observando unos segundos y comprobó que aquel hombre seguía dando vueltas sin parar, ajeno a cualquier circunstancia. Estaba decidido a salir. Su mismo miedo le empujaba a ello. No podía quedarse dentro de la tienda. Continuó subiendo la cremallera. El sonido de las pisadas era cada vez más odioso. Subió del todo la cremallera. El hombre se paró. Cesó el sonido. La saliva de Juan se le secaba en la boca. Con una mano apartó la tela de la tienda. Comenzó a salir en cuclillas. El sudor de la frente se le acumulaba en sus cejas. Sus músculos se contrajeron. El corazón latía revolucionado. El machete bien asido. La mirada fija en la sombra. Salió de la tienda. Se incorporó. “¿Quién anda ahí?”, gritó Juan con el miedo latente en cada una de sus palabras. “¡Responda!”. La sombra permanecía en silencio. Estaba detrás del fuego y éste sólo le iluminaba las piernas. Juan dio un paso hacia delante para verle la cara al desconocido. “¡He dicho que quién anda ahí!”. Silencio. La sombra ya era visible hasta el pecho. Su atuendo le era familiar. En el bosque no se oía ni un ruido. Todo era calma. Temblando, Juan dio otro paso más: el último. Se situó justo al lado del fuego. Apretó con fuerzas el cuchillo. Sus dientes rechinaron dentro de la boca. El corazón le quería estallar. Un sudor frío le recorría el cuerpo y el alma. Silencio en todo el bosque. La sombra estaba ya enteramente iluminada. Juan levantó la mirada. Vio la cara de la sombra. Dejó caer el cuchillo. Parecía que el mundo se había detenido. Juan se desmayó.

EL REFLEJO
El fuego seguía encendido. Cada vez era más pequeño, ya que habían transcurrido una o dos horas desde que Juan se desmayó. Tenía la boca seca debido al tiempo que había estado dormido y conservaba el habitual mal sabor de después de la siesta. Sus miembros estaban entumecidos. Su mente aún no se había recobrado de la intensa visión a la que acababa de ser expuesto. Aturdido por el mareo, comenzó a despabilarse. Entreabrió, primero, temeroso, los ojos. Después los abrió completamente. No había sido un sueño. Desde el suelo, y mientras se levantaba, lo vio. Allí estaba él. Enfrente suya, sentado sobre una roca y al lado del fuego, estaba la sombra. Era una persona, ahora visible en su totalidad. Las botas de alpinismo, los pantalones de pana marrón, la parka azul, los guantes negros de lana... como los de Juan... y su cara. La cara de Juan. Era Juan. Era él. Era su doble.
El miedo de Juan se había atenuado por efecto del desmayo. Aun así, miles de pensamientos, sentimientos, dudas, sensaciones, preguntas, inquietudes y deseos pasaron, como en un aleph, simultáneamente, por la mente de Juan. Imposible transcribirlo todo. Inútil intentar narrarlo. “Cálmate, Juan. No tengas miedo”. La sensación de oír hablar a tu propio yo enfrente de ti debe de ser algo inimaginable. La imaginación de Juan se rindió a los pies de la evidencia: su doble le estaba hablando. “Tranquilízate. ¿Vas a tener miedo de ti mismo?”. Juan no estaba nervioso. Tampoco tenía ya miedo. Estaba como sedado. Recordaba todo aquello que había leído en el libro, todos sus ensimismamientos anteriores... Lo tenía todo presente en su cabeza con una meridiana nitidez. Y, sin embargo, no tenía miedo. No quedaba nada de su anterior pánico, el cual había llegado a ser realmente enorme. No sentía la más leve inquietud ante quien, de ser cierta la leyenda, venía para llevarle a la muerte -y la leyenda debía de ser cierta si aquello que tenía delante de él lo era-. No obstante, Juan no sentía miedo porque comenzó a albergar en su interior la posibilidad de que todo lo que estaba ocurriendo fuese un sueño. Era la única explicación plausible. De todas formas, en esos momentos, no se hubiera atrevido a asegurarlo. Prefería creerlo, quizá porque no tenía otra salida. “Di algo, Juan. No todos los días uno se encuentra consigo mismo. Y te aseguro que hay personas que se llevan toda la vida intentándolo”. El resplandor de las llamas iluminó con sombras una sonrisa que le era de sobra conocida: la suya.
Juan no tenía nada que perder. Si su doble, el Fetch, había venido a buscarle para llevarle hacia la muerte, no podía resistirse. Si todo aquello era un sueño, ¿qué más daba hablar con él?. De todas formas, era un sueño. Debía ser un sueño. Aquello era imposible... “¿Quién eres?”. Por fin Juan se decidió a hablar. “Soy tú”. Sus mismos ojos, su misma boca, su pelo, su voz, sus gestos, sus movimientos... Era él. Era él mismo. Una sensación indescriptible colapsaba los sentidos de Juan. Se sintió como un espejo humano, como si su propia existencia fuera un mero reflejo. Estaba hablando consigo mismo, con su propio yo... “¿Por qué estás aquí?”. El doble sonrió, como si estuviese esperando la pregunta y tuviese preparada la respuesta de antemano. “Para hablar contigo. Sé que tienes problemas...”. Juan se rindió ante su sueño y siguió hablando. “¿Qué problemas?”. “No disimules, ¿has escuchado alguna vez la expresión engañarse a sí mismo? Eso es lo que estás intentando hacer en estos momentos. Te conozco. Me conozco... Digamos que... nos conocemos...”.
Él y su doble estuvieron hablando durante horas. Reavivaron el fuego y se sentaron uno enfrente del otro sobre dos grandes piedras que parecían estar colocadas allí ex profeso. Conversaron sin parar hasta que el sol asomó entre las montañas. Hablaron del libro de Scott, de lo que Juan había leído en él, de lo mucho que le había asustado la visión de sí mismo, de María y sus sentimientos, de su insoportable forma de ser, de sus eternas y odiosas dudas; Juan le relató cómo se que quedó encerrado en su viejo ascensor y los recuerdos que aquello le trajo: la oscuridad, su madre, el divorcio...; hablaron también sobre la Dentrobates typographicus, sobre la incredulidad de sus colegas; incluso hasta hablaron de Mendelssohn... Juan pudo comprobar que no hay mejor conversador que uno mismo. Ni mejor consejero.
Al alba se despidieron. Su doble se acercó a Juan y le tendió la mano. Juan vaciló. Finalmente se la aceptó y lo tocó por primera vez en toda la noche. “Adiós”, dijo Juan mientras su doble se alejaba entre lo árboles. “Hasta pronto”, se escuchó decir a una sombra detrás de la vegetación. Él se metió de nuevo en la tienda. En el interior de Juan habitaba una rara sensación, aunque no supo calificarla. De cualquier modo, se echó a dormir con la firme convicción de que en ningún momento se había despertado.

MARÍA
“Click... dos individuos en relación con el atentado del viernes. Han sido puesto a disposición... Click”. Apagó la radio-despertador y se levantó a toda prisa. Eran las nueve de la mañana de un jueves que sólo había hecho comenzar y tenía que dar clase a las diez; además, debía pasarse antes por el despacho. Se vistió y fue al lavabo para lavarse los dientes. Después de enjuagarse la boca, comenzó a peinarse. Mientras lo hacía, al mirarse al espejo, sintió una sensación extraña. Su ánimo quedó como congelado ante el reflejo de su propia imagen... El mundo detenido... “Click... el tiempo para hoy. Claros y nubes en toda la región con probabilidad de aguaceros en zonas localizadas de... ¡Click!”. Golpeó con fuerza el diminuto botón. Cogió un cigarro del paquete que había encima de la mesilla de noche y lo encendió... Exhaló el humo lentamente... Estaba harta del despertador que le había regalado Juan por su cumpleaños. La radio salía andando cada vez que le daba la gana y María estaba ya cansada de apagarla una y otra vez. Cualquier día de éstos la tiraría a la basura... Cerró la puerta de su piso y se dirigió a la Facultad.
“Buenos días...”. El conserje saludó a María y se le quedó mirando como si quisiera añadir algo más. Finalmente se calló. “Hola”. El saludo de María casi perduró más que su propia presencia. Iba muy aprisa. Subió de dos en dos los escalones que daban a la planta donde se hallaba su despacho. Probablemente Juan ya estaría allí. Estaba alegre y risueña y tenía muchas ganas de verle. Se cruzó con unos alumnos a los que no hizo ni caso. Introdujo la llave en la cerradura, pero la puerta estaba ya abierta. “¿Juan?”. Entró en el despacho. “¿Juan?”. No había nadie. Dejó el bolso en una silla y miró a su alrededor: Mochilas, linternas, mantas, cuerdas... El equipo de acampada de Juan se encontraba disperso por todo el despacho. María se alegró enormemente. Había llegado. Probablemente Juan habría llegado al amanecer y, con su habitual sentido de la responsabilidad, quiso dar la clase que tenía hoy a las nueve. María pensó que no le habría dado tiempo a dejar las cosas en su casa y ahora mismo estaría en el aula.
Estaba deseando verle. Durante todos estos días no había dejado de pensar en él ni un sólo minuto. Le había dado muchas vueltas al asunto y había llegado a la conclusión de que seguía profundamente enamorada de Juan. En cuanto le viese, le pediría otra oportunidad. Esperaba que Juan aún pudiera perdonarla. Estaba nerviosa. Encendió un cigarro y se hinchó los pulmones con el humo. Después lo apagó. Se acordó de que a Juan nunca le había gustado que fumase en el despacho. Comenzó a dar vueltas de un lado para otro... Al acercarse a la puerta, descubrió en el suelo el periódico que introducen todos los días por debajo de ella. Decidió leerlo mientras esperaba a Juan. Lo cogió del suelo y se fijó en la portada... A María se le heló el alma. “UN ZOOLOGO MUERE ENVENENADO EN LA SIERRA. Una rana amazónica le causó la muerte durante una investigación ”. La fotografía del cadáver de Juan terminaba de ilustrar la trágica página. María quería morirse. El hombre con quien quería compartir el resto de su vida se había ido para siempre y, además, con la convicción de que ella no le amaba. Sintió en su pecho una agonía indecible. Como si cientos de agujas se le clavaran en el centro mismo del corazón; como si miles de llamas le quemasen las entrañas... “¿María? ¿Puedo pasar?”. Era Luis, el Decano. Venía, tarde, a comunicarle la mala noticia. “Lo siento de veras. Ayer estuve toda la tarde llamándote al móvil, pero lo tenías desconectado y...”. María estaba como ausente. “... por eso la Policía ha dejado sus cosas aquí; aunque, en cuanto podamos...”. Los labios de Luis seguían moviéndose, pero María ya no escuchaba nada. Tenía la mente clavada en la última noche en que Juan y ella hicieron el amor, hace poco más de un mes: el sabor de su boca, el tacto de sus manos, la suave tersura de su sexo... “¿María?”. María miró a los ojos de Luis: “Déjame sola”. Luis se fue.
María encendió un cigarro y respiró fuertemente su humo echándolo por la nariz. Se acercó lentamente a la ventana del despacho y la abrió. Una sola lágrima le asomó por el ojo izquierdo y fue deslizándose poco a poco hasta llegar a sus labios. Tiró el cigarro y hundió la cara entre sus manos mientras apoyaba los codos en el quicio de la ventana. Entonces, sin ella quererlo, una especie de gemido brotó de lo más profundo de su ser. Lo oyeron en todo el Campus... pero también en algunos lugares de Escocia, Irlanda, Gales y Bretaña.

Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray

“Dorian no contestó; llegó distraídamente hasta su retrato y se volvió hacia él. Al verlo retrocedió y sus mejillas enrojecieron de placer por un momento. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos, porque se reconoció por primera vez”.

EL DOBLE