Wednesday, September 13, 2006

"El día de San Juan"

Ya son casi las once y media. Pueden venir en cualquier momento. Y el hecho de que esté en mi casa, en mi cuarto, no supondrá ningún obstáculo para ellos; lo sé... ¿Cómo he podido ser tan ingenuo, tan necio? Estoy aterrado, estoy hundido, estoy muerto... ¿Cómo he llegado a esto? Mi habitación parece menguar con el paso de los minutos; estas cuatro paredes bien podían ser las de un ataúd... mi ataúd. Casi no quepo en la cama... Espero que el calmante que me he tomado me tranquilice. He de intentar pensar, enfocar este asunto desde un punto de vista racional, repasar todo lo ocurrido, encontrar una solución... Pero es tan difícil: estoy asustado hasta los huesos y no sé qué hacer. Fuera de mi habitación, mi familia deambula por la casa ajena a mi pánico, desconocedora de la maldición que ha caído sobre mí, ignorante del terrible peligro que me amenaza... Pero no les puedo contar nada; no me creerían. Nadie me creería...

Hace aproximadamente un mes me inscribí en un curso de informática; mis padres me habían regalado un ordenador y quería aprender a usarlo correctamente. Las clases estaban subvencionadas por la Universidad y se daban en un aula de mi antigua facultad. Posiblemente sería el aula más vieja y más recóndita de todo el Campus, uno de esos espacios arquitectónicos que escapan a toda remodelación y a toda partida presupuestaria destinada a la mejora de las instalaciones. Nunca pude explicarme cómo llegaba hasta allí la electricidad para los ordenadores, aunque debo admitir que el contraste de modernidad y antigüedad era bastante atractivo.
Nos apuntamos al curso unos veinte alumnos, casi todos de mi edad. Desde el principio pude comprobar que yo era el único licenciado entre un grupo que provenía exclusivamente de las diferentes ramas de la Formación Profesional. Mi recién obtenida titulación en Historia no habría de servirme de nada en un ambiente al que no estaba acostumbrado -si acaso al contrario-. Todos mis amigos estudiaban o habían estudiado carreras universitarias y más de uno estaba ya ejerciendo. Pensé que me resultaría difícil hacer nuevas amistades. Sin embargo, ante mi sorpresa, un pequeño grupo de la clase comenzó a hablar frecuentemente conmigo y con el paso de las semanas llegó a existir entre nosotros una incipiente amistad. Eran cinco, tres chicos y dos chicas, y parecían estar muy unidos entre sí, sin duda debido a que se conocían desde mucho tiempo atrás. Eran diferentes al resto de la clase. Cuando conversaba con ellos... su forma de hablar, aquello que decían...; no respondían al estereotipo de un estudiante de Formación Profesional. Su propio acento... Parecía como del norte y contrastaba con el andaluz cerrado del resto de los alumnos. He de reconocer que, como conjunto y también por separado, poseían una personalidad que me cautivó desde el primer momento. Las siete de la tarde, hora a la que diariamente comenzaban las clases, se convirtió para mí en un sinónimo de satisfacción. Estaba deseando ir a la Facultad y que llegara el momento del descanso para charlar con ellos entre cigarro y cigarro. También nos quedábamos un rato después de clase: al principio unos minutos, pero, con el tiempo, llegué a pasar horas hablando con aquel singular grupo; a veces sobre nuestras cosas -temas triviales propios de la juventud-, otras sobre asuntos más trascendentes: Dios, el hombre, el más allá...
Por lo demás, poco sabía de sus vidas -tampoco ellos conocían mucho de la mía-. Nuestra relación se basaba en una mutua simpatía, una especie de sintonía anímica que se estableció desde la primera charla. Eran, en definitiva, encantadores. A un hablar ameno e insospechadamente culto, unían un verdadero atractivo físico que casi rayaba en lo magnético. Los tres chicos poseían una complexión atlética, una altura considerable y unas facciones que incluso un hombre podría reconocer como agradables. Morenos de pelo y de ojos y blancos de tez, los tres conservaban una belleza clásica, casi griega y un parecido terrible entre ellos, aunque inusual -tanto que nadie se atrevería a decir que eran hermanos-; era como una similitud de almas que, de algún modo, afloraba a su aspecto físico. Ellas... Tenían alborotada a toda la clase. Su paso causaba tantas pasiones como desesperos su altivo desdén. Eran sencillamente perfectas: cuerpos de diosas y caras de ángeles. Una de ellas, de indescriptibles ojos verdes, cambiaba cada día de peinado, de color de pelo, de forma de vestir... y, cuanto más cambiaba, más hermosa parecía. Pero fue la otra chica quien me cautivó por completo: sus amigos la llamaban Lilit (en realidad se llamaba Dolores: de Dolores Lola y de Lola Lilit) y encarnaba todo lo bello que yo pude haber imaginado alguna vez en cualquiera de mis perdidos sueños. Una larga melena rubia adornada de graciosos bucles era el mejor complemento posible para dos ojos tan azules como el cielo, o más. Unos labios prominentes, divinos, rojos... una piel blanca, de niña, y un rostro ambiguo, de belleza adolescente, acompañaban un cuerpo de mujer en el cenit de su desarrollo cuya descripción debiera de ser tarea exclusiva de los mejores poetas... Era embriagadora... En realidad, todos eran embriagadores. Nunca olvidaré sus nombres (la asistencia al curso era obligatoria y se pasaba lista todos los días): Mateo Abadoz, Juan Belián, Dolores Belles, Marcos Amor, Agaberta Martín...
Un día, a mediados de junio, cuando habían transcurridos dos semanas desde que comenzó el curso, la profesora no apareció en clase...
-Seguramente estará enferma -dijo Lilit mientras sostenía un cigarro entre dos labios perfectos y se apoyaba con gracia sobre uno de los coches aparcados a la salida del aula.
-Es una verdadera lástima que haya enfermado, ahora que sólo quedaban unos días para terminar -Mateo no parecía muy sorprendido por la ausencia de la profesora y apenas pudo disimular el tono irónico de sus palabras y el gesto burlesco de su cara de efebo-. Quizá la haya castigado Dios por dejarte en ridículo ayer delante de toda la clase, Juan, ¿no crees?
-Me da exactamente igual lo que le haya ocurrido. De lo único que estoy completamente seguro es que está enferma y que ahora no me puede dejar en evidencia de ningún modo.
-¿Cómo puedes estar tan seguro? -le pregunté yo, asombrado por su inexplicable convicción.
-Porque todos los profesores caen enfermos tarde o temprano, ¿no? Además, últimamente tenía muy mala cara.
-Pues yo la veía perfectamente bien.
-No te pongas pesado neófito -así me llamaban por ser nuevo entre ellos-. No está aquí y punto -Mateo siempre terminaba imponiendo su parecer; su penetrante mirada adquiría a veces cotas hipnóticas; el pelo negro, largo, suelto y su forma de vestir, casi siempre de negro o gris, contribuían a crear en él un atractivo halo de misterio-. Hoy no hay clase y eso es lo único que cuenta -dio así por cerrado el tema de conversación mientras dirigía una mirada socarrona a Aga y a Marcos, que habían estado todo el tiempo besándose y tocándose frenéticamente, ajenos a lo que estábamos hablando-. Son como niños. Por cierto, neófito, la semana que viene vamos a “marcarnos un sábado” para celebrar que termina este ridículo curso. ¿Vendrás?
-¿Marcarnos un sábado? -me sorprendió la expresión-. ¿Qué quieres decir? No te entiendo.
-Irse de marcha, de juerga, salir... tus amigos lo llamarán “botellón”, supongo.
-Ya, que vais a salir por la noche. Tenéis una curiosa forma de denominarlo.
-Es que, para nosotros, siempre que bebemos es sábado -interrumpió Lilit clavando sus profundos ojos azules en mí.
-Entonces, ¿vendrás o no?- Juan se unió a la petición añadiendo una gran sonrisa, forjada con unos labios extremadamente rojos para un hombre.
-Sí, claro. ¿Por qué no?
-De acuerdo -dijo Mateo-. Será el miércoles, que es el último día de clase... A las doce, por ejemplo... -sus ojos negros volvieron a mirar a la pareja con cierta lascivia.
Aquel día no nos quedamos mucho tiempo. Mateo y Juan se fueron para hacer algunas compras antes de que cerraran las tiendas. Como Aga y Marcos continuaban ocupados, Lilit y yo decidimos dejarlos solos y dar un paseo. Hablamos durante horas, hasta que anocheció sobre el Campus. Yo estaba absolutamente hechizado y no podía dejar de contemplar aquella preciosa cara, aquel cuerpo exuberante, aquella entidad perfecta...
-¿Vienes a mi casa? Vivo cerca de la Facultad -el rostro de Lilit se vio envuelto de la plácida belleza de una madonna quattrocentista al pronunciar aquellas palabras; nunca la vi tan bella.
-¿Y tus padres?
-No tengo padres.
-¿Qué les ocurrió?
-¿Vienes o no?
-Sí.
Nada más entrar en el piso, y mientras nos dirigíamos a su dormitorio, Lilit comenzó a quitarse la ropa. Pude comprobar que no llevaba ropa interior; era algo que ya había intuido respecto a sus pechos en clase, pero creí que no se hacía extensible al resto de su cuerpo. “Nunca la uso” -me dijo. La belleza de su cuerpo era tal que parecía escaparse de los límites de lo real. Extasiado primero y profundamente excitado después, asistí al voluptuoso proceso que supuso el hecho de que Lilit me desnudase estando ella completamente desnuda. De un empujón me tiró sobre la cama y se sentó encima mía sin dejar de mirarme fijamente a los ojos. Ante mi mirada curiosa, acercó su mano al cajón de la mesita de noche que tenía a su derecha y sacó de él una especie de esposas de goma o de cuero negras. “A mí no me van esos juegos”, le dije inquieto. “Te irán”. Su insultante soberbia me paralizó y me excitó aún más. Me puso las esposas en las muñecas pasándolas por detrás de los hierros de la cabecera. Después se levantó y bajó de la cama por uno de sus lados. Estuve a punto de estallar, no sé si por excitación o desespero, mientras la veía caminar muy lentamente por la habitación, siempre sin dejar de mirarme. De cualquier modo, no me atrevía a hablar; sólo la miraba -la libido en llamas-. Se acercó por el centro de la cama y puso un pie sobre ella -su estudiada lentitud era insoportable-. Subió y comenzó a aproximarse poco a poco hacia mí, siempre, en un difícil escorzo, con las piernas muy abiertas. Cuando estuvo a la altura de mi cara, fue agachándose con toda parsimonia hasta que logró sentarse a horcajadas sobre mí, con su sexo rubio sobre mi boca...
Fue la cópula más frenética y más salvaje de toda mi vida, la más intensa y la más placentera. En más de un momento creí que estábamos levitando sobre la cama. Sin embargo... sus ojos. Mientras todo su cuerpo estallaba exultante de frenesí y se movía nadando en sudor, no pude evitar fijarme varias veces en sus ojos sin que ella se diera cuenta. Sus ojos estaban estáticos, fijos, sin vida.... Pero, ¿cómo darle importancia a los ojos de una persona cuando el resto de su cuerpo te está haciendo rozar el cielo con la punta de los dedos...?
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Al día siguiente la profesora tampoco vino. En su lugar nos dio clase una sustituta y nos advirtió que seguiría haciéndolo durante los cinco días que restaban de curso, ya que su predecesora continuaba enferma y, además, había empeorado. A las preguntas de los alumnos sobre el carácter de la enfermedad respondió con un encoger de hombros y con la excusa de que no habían querido decirle nada. En ese momento me fijé sin querer en Aga y Marcos, que estaban sentados juntos: mientras la nueva profesora seguía excusándose por no poseer más información, Aga deslizaba su mano entre las piernas de su compañero. No volví a mirar, pero creo que la mano no se movió de ahí en toda la clase.
Durante el fin de semana salí por la noche con mis amigos -mis otros amigos, los de siempre-. No dejaron de hacerme preguntas sobre mis nuevas amistades y tuve que soportar sus continuas burlas sobre si iba a comenzar a estudiar F. P. No entendía su actitud clasista y me hicieron echar seriamente de menos a Lilit y a los chicos. Estaba deseando volver a verlos, especialmente a Lilit, pero no coincidí con ellos en todo el fin de semana. Sabía que se movían por otros ambientes, diferentes y distantes de los míos y estaba convencido de que tendría que regresar al curso para verlos de nuevo.
Llegó el lunes y pude estar otra vez con Lilit y los demás y otra vez me sentí a gusto entre ellos... Aquel día y los dos siguientes disfrutamos de los últimos descansos, con sus cigarros y sus conversaciones, del curso de informática -en aquel momento me hubiera gustado que durase años: las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina y, por lo poco que sabía de sus vidas, ninguno de mis nuevos amigos veraneaba en el mismo lugar que yo-. Procuré pasar todo el tiempo que pude con ellos mientras aguardaba ansioso que llegase el miércoles. No tuve que esperar mucho...
-Bueno -Mateo me agarró amistosamente por el hombro-, aquí acaba nuestro emocionante recorrido por el maravilloso mundo de la informática... Esta noche tenemos una cita, neófito. Lilit está deseando que vayas. Me ha dicho que la otra noche estuviste muy bien. Creo que quiere repetir -acompañó sus palabras de una mirada lujuriosa a Lilit y yo, al mismo tiempo, me dejé guiar por su mirada al objeto de mi deseo, que también lo era de mi lujuria.
-No hagas mucho caso a lo que dice Mateo -Lilit había estado oyendo-. Es tan imbécil como presuntuoso... Quizá me tiene envidia.
-Touché, Lilit. Tú ganas -Mateo parecía disfrutar con lo que se asemejaba a un intercambio de puñaladas sesgadas cuyo significado llegaba a escapárseme, aunque me inquietaba-. Nos vemos a las doce en la puerta del Campus, neófito. No te preocupes por la bebida, nosotros la compramos.
-De acuerdo, no faltaré. Me voy, que tengo un poco de prisa. Adios, chicos, adiós Lilit -mientras me daba la vuelta para marcharme, casi de soslayo, me pareció ver otra vez aquella expresión mortecina en los ojos de Lilit, aquellos ojos exánimes. Lo más curioso es que también creí verla por un momento en el resto de los chicos; pero fue una ráfaga: unas décimas de segundo. Lo achaqué a un efecto lumínico o a una impresión mía. Por eso no volví la mirada y me fui a mi casa sin darle importancia.
Cuando llegué al Campus eran las doce menos diez. Tan impaciente estaba por comenzar mi primera noche con mis recientes amigos que me adelanté diez minutos a la cita. La noche era cerrada y oscura, sin luna, y hacía una temperatura realmente agradable. La escasa iluminación de la avenida -poco transitada por la noche-, en la que se ubicaba el complejo universitario, confería al mismo un tétrico aspecto. Encendí un cigarro para hacer tiempo. Justo cuando lo estaba acabando comenzaron a llegar los chicos, tranquilamente, hablando entre ellos, con Mateo y Lilit a la cabeza y portando varias bolsas con bebida. Miré mi reloj y, exactamente en el momento en que llegaron hacia mí, las dos agujas se juntaron en lo alto de la esfera...
-Me alegra comprobar que eres puntual -ese fue el saludo que me dirigió Mateo.
-Creo que vosotros lo sois más. Nunca he observado mayor exactitud en una cita -le contesté mientras contemplaba la escena: allí estábamos los seis; no faltaron ninguno. Les saludé a todos al tiempo que les ayudaba con las bolsas.
-Siempre hemos conservado una pulcra corrección formal en nuestras juergas -apuntó Mateo-. Siempre lo hacemos igual y siempre lo pasamos muy bien. Y ahora lo vas a comprobar. ¿Nos vamos? -después de decir esto, Mateo encabezó la marcha y yo me acerqué a Lilit mientras caminábamos.
-¿Cómo estás?
-Nerviosa y excitada. Siempre estoy así los sábados.
-Hoy es miércoles, Lilit.
-¿Ya no te acuerdas de que para nosotros siempre es sábado, neófito?
-Es cierto. Perdóname; lo había olvidado... Pues espero que pasemos una estupenda noche de sábado -dije yo con una ironía ignorada por mi interlocutora.
-La pasarás -las palabras de Lilit contrastaron con el calor de la noche por lo frías, pero la cándida sonrisa que esbozó después nos hizo derretir tanto a mí como a sus palabras.
Dejamos atrás el Campus y comenzamos a andar por unas calles que yo no conocía. Al poco tiempo, las calles se convirtieron en caminos apenas asfaltados, pero siempre ascendentes. Después de un cuarto de hora llegamos a una especie de explanada, una superficie elevada, a modo de pequeña meseta, desde la que se podía ver todo el Campus. Debía de ser una plaza vieja, ya que aún se podía apreciar parte del enlozado. También se podían observar en ella las típicas formas geométricas bicolores que decoran, sin pena ni gloria, este tipo de lugares: círculos, triángulos, estrellas... Nos situamos en un extremo de la plaza. En el otro, cualquier vestigio de urbanismo se perdía en los lindes de un pequeño y sucio bosque. Justo antes del comienzo de la vegetación había algo parecido a un viejo monumento o a una estatua sobre un pedestal. La relativa lejanía y la oscuridad no me permitieron percibir qué era exactamente, aunque, incluso así, pude intuir que era realmente horrendo desde el punto de vista estético. Depositamos las bolsas en el suelo, nos sentamos en un banco de piedra semiderruido y nos dispusimos a beber...
-¿Y el whisky? -pregunté a Juan mientras buscaba entre las bolsas.
-Vino, cerveza y sidra. Eso es lo que hay, neófito. Nosotros bebemos siempre eso. El whisky es para los pijas y los burgueses.
-Bueno, no pasa nada. Así cambio un poco; ya estaba harto del whisky.
-Te recomiendo el vino -me susurró Lilit al oído: después se bebió un vaso de un sólo trago.
-Toma esto, así te cundirá más lo que bebas -me dijo Mateo, mientras me daba una pequeña pastilla, parecida a una aspirina. Hizo lo mismo con el resto del grupo. Todos se la tomaron de la forma más natural, acompañándola de vino, de cerveza o de sidra-. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo? Sólo es droga, como el whisky que tanto te gusta.
-Trágatela, no seas tonto -Lilit dulcificó su voz hasta cotas inimaginables para convencerme... y por Dios que lo hizo. Al principio dudaba. En ningún momento le he hecho ascos al cannabis, pero nunca había pasado de ahí.
-¡Venga, neófito! ¡Ánimo! -incluso Marcos, quizá, junto con Aga, el miembro del grupo con quien menos confianza tenía, me alentaba, entusiasmado, a hacerlo.
-¡Vamos! -Aga se sumaba a su compañero de juegos.
-Créeme, no te arrepentirás -la voz de Lilit se sublimó hasta parecer un hechizo que me impulsaba a tragarme aquella maldita pastilla.
-De acuerdo. Vosotros ganáis -claudiqué ante un extraño impulso. Aunque tuve un mínimo destello de lucidez y partí la pastilla en dos sin que ellos se dieran cuenta. Pensé que así sería menos peligroso el efecto. La cogí con dos dedos, ocultando la parte que faltaba y, ante la mirada lasciva de todos, me la introduje en la boca y la tragué junto con algo de vino. Con disimulo, me guardé la otra mitad en el bolsillo del pantalón.
-¡Eso es, neófito...! ¡Bienvenido a la gloria!
-¡Enhorabuena, lo has conseguido!
-¡Bravo!
-Prepárate para a algo grande -Lilit me besó en los labios ante la exaltación de todos.
A partir de ahí todo se hizo confuso. No sabía que droga había ingerido, pero el efecto fue instantáneo. Sólo conservo imágenes sueltas, distorsionadas, irreales... Ráfagas de recuerdos entre febriles y alucinadas. Sé que bailamos y dimos vueltas y vueltas alrededor de aquella plaza. Recuerdo vagamente que nos fuimos al otro extremo e hicimos un fuego cerca de aquel raro monumento que me llamó la atención al principio de la noche. Palabras entrecortadas y diluidas se me perdían en la memoria... palabras indescifrables cuyo significado no reconocía. Me pareció que los chicos hicieron una especie de representación teatral: a Lilit la llamaban “princesa de los antiguos” y a la difusa estatua “jefe de todos los siervos”. Yo disfrutaba como un loco, poseso por un indescriptible frenesí. La estatua parecía jugar un papel importante en aquella escenificación y los actores se acercaban a ella una y otra vez y hacían como si la besasen... Uno de ellos cogió un muñeco de juguete -el típico bebé-, que había en un contenedor cercano y lo lanzó al fuego ante el alborozo de todos... Gritos, gemidos, canciones, alaridos, todo mezclado, todo confuso en mi mente... El vino parecía más oscuro, más espeso, más rojo. En mi delirio alucinatorio llegué a creer ver que alguien partía un delgado trozo de carbón de la hoguera y se lo tragaba... Yo bailaba y bailaba y reía sin parar... Lilit se desnudó y se acercó hacía mí. Me desnudó e hicimos el amor como posesos... pero apenas lo recuerdo. No muy lejos de nosotros, me pareció ver también a Aga y a Marcos envueltos en sus particulares juegos sexuales. Aquello no me sorprendió. Lo que sí me llamó la atención fue observar, muy cerca de allí, a Juan y Mateo en una situación muy similar. Nunca me hubiera atrevido a asegurarlo; estaba absolutamente inmerso en un torbellino alucinatorio que me agitaba la mente y el alma. Nada me parecía real. Nada me parecía irreal... Así, entre imágenes delirantes y sensaciones subliminales, permanecimos hasta el amanecer, momento en el que, creo recordar, nos fuimos para casa, no sin antes haber cambiado más de una vez de pareja en nuestro actos sexuales... Sinceramente... yo no sé si lo hice. Sólo sé que aquella fue la noche más excitante, febril y frenética de toda mi vida...
Al día siguiente me asaltó la duda. ¿Qué había hecho? ¿Qué no había hecho? El recuerdo de haber sido una de las mejores noches de mi existencia sólo hizo acrecentar el peso de la gran losa de los remordimientos sobre mi conciencia. Curiosamente, no sentía ningún malestar físico; la resaca sólo parecía habitar en mi alma. Todo lo que había hecho, todo lo que había visto, todo lo que había sentido no aparentaba ser sino a medias real, sino a medias recordado... Únicamente había algo que recordaba de forma nítida y era que había quedado con los chicos el sábado para repetirlo... Hasta la noche estuve encerrado en casa, haciendo memoria, sin obtener mayores resultados... Así hasta que el sueño me venció de madrugada.
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Ayer viernes ocupé todo el día en intentar localizar a Lilit, a Mateo o a cualquiera de ellos. Fue imposible. No conocía sus teléfonos ni sus direcciones... aunque sí sabía dónde vivía Lilit. Así que, por la tarde, fui a su casa...
Una vez dentro tuve la sensación de que aquel edificio no era el mismo que había visitado unos días antes. No lo recordaba así. Estaba como más viejo, más descuidado; las paredes desconchadas, el suelo sucio, lleno de colillas... y, a intervalos, un olor pútrido inundaba el portal. Caí en la cuenta de que el edificio no había cambiado -o, al menos, yo no lo podía saber-; en realidad, aquella noche que vine con Lilit yo no me había fijado en nada. Simplemente entré en un edificio, en un piso, en una cama, pero mis sentidos sólo percibían a Lilit, nada más; el resto era una gran vacío... Ni siquiera me había percatado de que no había ascensor.
Fatigado por el continuo subir de escaleras y por el desagradable olor que emanaba de aquella estancia de vez en cuando, llegué hasta la quinta planta y pulsé el timbre de la casa de Lilit, que sí recordaba... Nada. Nadie... Lo intenté otra vez: Nada. Repetí la operación tantas veces como mi paciencia o mi desesperación me lo permitieron, hasta que decidí marcharme. Aunque, antes de irme, pensé que podía preguntar en el piso de enfrente. Pulsé el timbre y a los pocos segundos -demasiados pocos segundos para estar muy lejos de la mirilla- sonó una voz vieja de mujer tras la puerta cuyo tono traslucía desde el principio que en ningún momento ésta se iba a abrir:
-¿Quién es?
-Buenas tardes. Soy un amigo de Lilit. ¿Podría decirme si sabe dónde está?
-¿Lilit? No sé de quién me hablas, chico.
-Su vecina... Dolores. Vive enfrente suya.
-¿Estás loco, chico? Ahí no vive nadie. El Ayuntamiento embargó el piso hace meses y desde entonces no ha entrado ni un alma ahí... -yo me quedé mudo-. ¡Chico! ¿Estás ahí?
-Gracias, señora. Adios...
-Pobre chico...
Con tiempo aún para escuchar el último murmullo de la vieja voz tras la puerta, empecé a bajar, absorto, las escaleras... Estaba seguro de que ésa era la casa de Lilit. Allí hicimos el amor durante toda la noche. Debía de haber algún error. Pensé que aquella mujer estaba trastornada. Pensé también que me hubiera gustado verle la cara... Era ya tarde y regresé a mi casa. Cuando me acosté, sin apenas cenar, mi cabeza bullía al calor de decenas de preguntas sin contestar y mi alma se agitaba entre pequeños temores que sin duda habían de crecer.
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Esta mañana me levanté con el ánimo tan incierto como la noche anterior. No sabía qué hacer. No sabía cómo localizar a los chicos. No sabía por dónde empezar. Sin embargo, una pequeña luz asaltó mi mente: la pastilla. Recordé cómo, durante aquella difusa noche, guardé media pastilla en el bolsillo del pantalón. Esperaba que mi madre aún no lo hubiese lavado. Busqué por todo mi cuarto y por toda la casa sin encontrarlo, temiendo haber perdido el único resto de mi delirio. La última opción fue salvadora: allí estaba, en el cesto de la ropa sucia -la media pastilla con sus horas contadas-. La saqué del bolsillo. Pensé analizarla. Un viejo amigo mío, Juan Flamel, es químico y trabaja en un laboratorio no muy lejos de mi casa. No podría negarse...
-De acuerdo, por ser tú lo voy a analizar ahora.
-No sabes cuánto te lo agradezco, Juan. Confío en tu discreción.
-No te preocupes. Los químicos somos los primeros en drogarnos, aunque también los más seguros: sabemos lo que nos metemos. De algo nos tenían que servir todo lo que aprendemos en la Facultad, ¿no? Ojalá tú te pudieses fumar tus libros de Historia -Juan era un buen amigo y en realidad se preocupaba por mí-. Sin embargo, esperaré a saber qué es esto para reñirte o no.
-Gracias, Juan; de veras -Juan comenzó a manejarse diestramente entre los instrumentos de su laboratorio.
-Ahora tendremos que esperar algún tiempo... ¿Y tus padres? ¿Cómo están...?
Estuvimos hablando de nuestras cosas. De la familia, de los amigos, de mis expectativas de trabajo... Yo no quise contarle nada de lo que había ocurrido la otra noche ni nada relativo a mis nuevas amistades. Estaba seguro de que esto último terminaría sabiéndolo por nuestros amigos comunes, pero preferí mantenerle al margen por ahora... De ese modo, hablando con mi amigo pero temeroso por dentro y nervioso por la espera, transcurrió el tiempo necesario...
-Atropina.
-¿Cómo?
-Sí, atropina. A veces se utiliza en los enfermos de asma para sofocar sus ataques. Es uno de los principios activos de la belladona.
-¿Belladona? -yo permanecía completamente fuera de juego en este terreno, pero me sonaba el nombre.
-Belladona. Es una planta con propiedades psicoactivas, como el estramonio o el beleño. ¿Lo tomaste con alcohol?
-Sí.
-Pues, probablemente, esa es la causa por la que sus efectos te han preocupado tanto como para venir hasta aquí. Estas cosas no se deben mezclar.
-Ya... -¿belladona? ¿Dónde había oído ese nombre?-. Gracias, Juan. ¿Corro algún peligro?
-¿Te encuentras bien?
-Sí -realmente no me sentía mal.
-Sólo ingeriste la mitad que falta. Eso no es nada. De todas formas, llévate esto -Juan me dio una píldora-. Es un calmante que me recetó el médico. Es muy bueno. Si te encuentras mal o te sientes angustiado o nervioso por cualquier causa, tómatela; te tranquilizará.
-Gracias otra vez , Juan... Bueno, es mejor que me vaya -me iba a dar la vuelta para marcharme...
-¡Oye! ¿No me felicitas?
-¿Por qué?
-Hoy es veinte y cuatro de junio. San Juan. Es mi santo.
-Vaya. Lo siento, Juan. No me había acordado -no estaba yo para acordarme de esas cosas-. ¿Lo vas a celebrar?
-Sí , esta noche. A partir de las doce.
-¿Con nuestros amigos de siempre?
-No, ellos me han dicho que tienen cosas que hacer. En realidad, hace algún tiempo que salgo con otra gente. Te encantaría conocerlos -Juan sonrió.
-¿Adónde vais? ¿Al centro? -continué la conversación por cortesía, ya que no pensaba ir.
-No. Vamos a otro lugar bastante lejos de allí. Pero no creo que supieses llegar -Juan volvió a sonreír-. Yo te llamaré antes de salir, por si decides venir.
-Como quieras, Juan. Me voy -Juan me acompañó hasta la salida.
-Hasta esta noche... A las doce.
-Adiós -apenas hice caso a lo último que me decía. Sólo pensaba en aquella planta, la belladona... Estaba seguro de que había leído ese nombre en algún sitio.
Cuando llegué a casa era hora de almorzar. Así que me tragué la comida junto con mi desgana de comerla para que mis padres no sospechasen nada sobre la preocupación que me embargaba. Después de comer fui al salón para consultar la enciclopedia... “Belladona: Género de plantas de la familia de las solanáceas...” Continué leyendo durante un rato información, que apenas me interesaba, sobre la belladona. Algo más adelante, los efectos psicotrópicos de la planta sí captaron mi atención. Sin embargo, al llegar al siguiente párrafo me dio un vuelco el corazón: “En la Edad Media se la conocía como hierba de las brujas por el continuo uso que éstas hacían de ella...”. De eso recordaba aquel nombre; saldría en algunos de los temas de Historia Medieval o Moderna, cuando estudié hace un par de años la persecución de brujas y hechiceros por la Inquisición... Comencé a ponerme nervioso y mis temores empezaron a tener fundamento, mis temores crecieron como montañas...
-¿Qué te pasa, hijo? Estás pálido -mi madre había entrado en el salón.
-Nada, no me pasa nada. Sólo que me acabo de acordar de que había quedado con un amigo y se me ha hecho tarde -me levanté a toda prisa ante la mirada asombrada de mi madre-. Adios.
-¡Hijo...! Ten cuidado...
Salí corriendo hacia la biblioteca de la Facultad. Gracias a Dios, también abría los sábados por la tarde. Necesitaba informarme más a fondo antes de inquietarme más todavía. Mientras me dirigía hacia allí, en mi mente resucitaban recuerdos de aquello que había estudiado hace unos años, aquellas lecciones semiolvidadas. Eran como piezas de un macabro puzzle que encajaban lentamente en las lagunas de memoria que conservaba de aquella noche... Tenía que comprobarlo o me volvería loco.
Con la frente y el alma empapados en un sudor frío, me senté en una de las mesas de la biblioteca. “Demonología, Brujería y Satanismo”, me pareció que aquel libro podría contener la información que buscaba. Busqué en el índice: “Rituales satánicos y misas negras”. Comencé a leer... Dios mío. Conforme iba leyendo, todo se aclaraba en mi mente. El puzzle se completaba. Se cerraba el círculo. Aquella noche difusa se fue haciendo progresivamente lúcida mientras a mí se me helaba la sangre en las venas... “Los sabbats y su evolución posterior, las misas negras, se realizaban en un lugar elevado, a ser posible en una altiplanicie...”. La plaza donde estuvimos bebiendo... “Era indispensable que uno de los extremos del terreno lindase con un bosque, que debía representar el coro y el santuario, mientras que la explanada representaba el templo. En el lindero del bosque se colocaba una gran estatua de madera de Satanás, representado con cuerpo humano, pero con cabeza, manos y pies semejantes a los de un macho cabrío. Esta imagen estaba pintada de negro...”. Todo encajaba: el bosque, aquella horrenda estatua... Me encomendé a Dios y quise cerrar el libro, pero una morbosa curiosidad me invadió: tenía que saber qué había hecho o que había presenciado... “La bruja que debía celebrar el rito era elegida con anterioridad y se la investía de su cargo ante el altar. Se le concedía el título de princesa de los antiguos y estaba encargada de invocar y servir a su señor Satanás, señor de todos los siervos...”. Continuaba leyendo como si aún estuviera poseído por aquella droga; no podía dar crédito a lo que leía y un terror pánico comenzaba a extenderse por todas las células de mi cuerpo... “Se comía y bebía, especialmente vino, cerveza y sidra... Los fieles besaban los miembros posteriores del dios... Se danzaba espalda contra espalda...”. Me estaba volviendo loco. La biblioteca desapareció por momentos de la realidad y me encontré a solas con el libro y con todo aquello que deducía que había hecho... “Y se situaban dentro de un pentáculo, estrella de cinco puntas rodeada por un círculo...”. En mi mente temerosa se dibujaban inconscientemente aquellas formas geométricas de la plaza en ruinas... “El oficiante partía una hostia negra... Se asesinaba un niño, cortándole el cuello para recoger su sangre en un cáliz... Por último, antes del amanecer, todos los presentes participaban en una comunión sexual...”. Por eso me llamaban neófito... En ese momento lo entendí todo y cobraron sentido todos aquellos semirrecuerdos: el carbón que partieron era la hostia maldita y, ¡por todos los santos!, aquello que arrojaron al fuego no era un juguete: era un niño de carne y hueso. En aquel instante oí los gritos y los lloros de aquella pobre criatura, que habían permanecido ocultos en lo más oscuro de mi memoria. Creí que se me desgarraba el corazón. Dejé caer de golpe, aterrado, el libro sobre la mesa y éste se abrió por una de las páginas del final. No pude evitar fijarme en ella. Era un pequeño índice de nombres importantes. Mi mirada se fue, instintivamente, a uno de ellos: “Abadón: destructor y jefe de los demonios de la séptima jerarquía”. Entonces, conteniendo un grito de pánico en mi interior, caí en la cuenta: “Abadoz, Mateo Abadoz”. Era igual, pero con alguna letra cambiada... Había reparado en lo extraño de alguno de sus apellidos, pero nunca lo consideré más que una onomástica curiosa... Quise comprobar si aquel hecho también se daba con el resto del grupo. Busqué el nombre de los demás: “Belial: demonio de la sodomía... Amón: grande y poderoso demonio del reino infernal...”. Se habían cambiado los nombres en honor a sus demonios... “Agaberta: antigua maga a quien se le atribuía el poder de aparecer bajo diversos aspectos...”. Era espeluznante. Era de locos. Aquello no podía estar sucediéndome a mí... El nombre de Lilit no tuve que buscarlo en ningún sitio, su significado me vino sólo a la memoria, lo había leído en algún sitio anteriormente: Lilit era el demonio hecho mujer de la Biblia -sólo en ese momento lo recordé-, la primera mujer de Adán. Me había acostado con el mismo Demonio, con su reencarnación o, como mínimo, con un fiel servidor suyo... Esa mirada sin vida... Era la mirada de Satanás... Creí que iba a desfallecerme y volví, inconscientemente, a soltar el libro. Éste se abrió otra vez por una página al azar... Comencé a sospechar de aquel supuesto azar y el sudor frío creció en mi alma: a mitad de página había unas líneas subrayadas con rotulador rojo: “Los solsticios de invierno, 21 de diciembre, y de verano, 21 de junio, son fechas predilectas para la celebración de aquelarres y reuniones satánicas, pero el sabbat tenía lugar cuatro veces al año: el Martes de Carnaval, la Vigilia de Pascua, el día de Navidad y el día de San Juan...”. El cuerpo se me estremeció hasta el tuétano de los huesos. El día de San Juan. Era hoy; me lo había recordado mi amigo Juan... y el miércoles pasado fue veinte y uno de junio, el solsticio de verano. Lo de aquella noche sólo fue un prólogo, hoy tenía lugar el verdadero sábado, el auténtico sabbat... y yo había quedado con ellos hoy... para repetir lo del otro día... Cogí el libro y salí corriendo sin hacer caso a los gritos de la bibliotecaria. Sólo pensaba en llegar a mi casa...

Ya son casi las doce. No faltan ni diez minutos. Me encuentro mal, creo que me voy a desmayar... Todo ha ocurrido tan deprisa... Quizá no tenga noticia de ellos. Quizá no vengan. Yo no les dije dónde vivía... Si pasadas las doce no sé nada de ellos, puede que todo vaya bien. Quizá toda esta historia ha sido producto de mi imaginación... Me estoy mareando. Tengo la sensación de que cada vez me hundo más en la cama y la habitación se me hace más estrecha por momentos... Me siento débil... Creí que el calmante que me dio Juan me relajaría, pero cada vez me siento peor... Me cuesta mucho trabajo pensar... Estoy como entumecido, adormilado... ¿Qué es lo que me ha dado Juan...? Juan Flamel... Flamel. Creo haber visto ese nombre en el libro... al pasar las páginas rápidamente... en alguna parte. ¿Dónde está el libro...? Aquí... Flamel... Flamel... ¡No puede ser!: “Flamel, Nicolás: famoso librero francés del siglo XIV, ocultista y alquimista...” ¡Alquimista...!
-¡Hijo, el teléfono! Es para ti -es mi madre; ¿por qué no he oído el teléfono?
-Ya lo cojo aquí, mamá. No te preocupes... ¿Si?
-Hola, neófito. Te dije que te llamaría.
-¿Juan? ¿Eres tú...? ¿Qué es lo que me has dado?
-No es nada... una pequeña golosina. ¿Has oído hablar de la escopolamina, “la droga de la verdad”? Es un alcaloide del beleño, una planta muy parecida a esa belladona que ya conoces. Mantiene despiertas a las personas, pero no son conscientes de lo que hacen... ni de lo que les hacen. Verás, creo que vas a tener que venir a mi fiesta y te necesito dócil.
-Dios mío...
-No, me temo que no. Quizá todo lo contrario... Estáte listo: dentro de un par de minutos mis amigos van a pasar a buscarte... En realidad... te mentí, creo que ya los conoces. Aunque quizá no te alegres de verlos. Venga, levanta ese ánimo: hoy eres tú el protagonista... Bueno, voy a colgar. Despídeme de tus padres... ¡Ah! De camino, haz tú lo mismo... Adiós.
No puede ser. ¿Qué hago? Apenas puedo articular palabra. ¿Cómo les voy a decir nada a mis padres, si no puedo ni hablar? Estoy perdido. La droga ya me está haciendo efecto... ¡Por Dios, que alguien me ayude...! No tengo voz... ¡Por favor...! Por todos los santos, ya son las doce... El timbre, ha sonado el timbre y ha entrado alguien... No veo nada, estoy medio ciego... ¡No les dejéis entrar, por favor...! ¡No dejéis que se acerquen a mí! ¡No, mamá, no abras la puerta...!
-Hijo, han venido a buscarte unos amigos...
Que Dios me ayude.

El nombre de la rosa


“Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados, y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba. Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de ellas y a sus pies, otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que se cogían de los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un condenado, un hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arqueadas mantenían abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario de Satanás, reunidos en consistorio y rodeando, guardando, coronando el trono que se alzaba ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo, animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías, íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos con morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos, policaudados, serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras, bicéfalos con el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos con los cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos, leucrocotas, mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas, lechuzas, basiliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios, cetáceos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos, morenas y tortugas. Portal, selva oscura, páramo de exclusión sin esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los muertos”.
Umberto Eco, El nombre de la rosa, "Primer día. Sexta".

Tuesday, September 12, 2006

Artículos publicados en "Odiel" I (OPINIÓN)

Una de las razones por las que inauguré este espacio es poder colgar algunos de los artículos que he venido publicando a lo largo de todo el año en el periódico onubense "Odiel". Aunque parezca mentira, algunos de mis amigos y amigas (no muchos) se han interesado por leerlos y no siempre han podido tener un ejemplar a mano, así que ahí van. Incluyo también los primeros que escribí, ésos cuyo tema era exclusivamente Juan Ramón Jiménez, aun a riesgo de que nadie los lea, pero bueno, así estará la colección completa.
De las Hespérides al Olimpo
(inédito)
Cuando Hércules llegó al jardín de las Hespérides y vio que, además de las tres hermosas ninfas que daban nombre a aquel mítico vergel, custodiaba sus manzanas de oro un dragón de cien cabezas que nunca dormía, decidió que ése era un trabajo para un tipo más grande. Así que fichó al titán Atlas para su equipo, ofreciéndose a sostener mientras tanto la bóveda celestial. Más tarde, Hércules engañó al gigante para que volviese a sostener sobre sus espaldas el inmenso peso de los cielos. Según los antiguos griegos, el jardín de las Hespérides se situaba en el confín occidental del mundo conocido, y eso equivalía a España.
Desde ahí partió a principios de agosto un grupo de héroes que el 3 de septiembre de 2006 conquistó la gloria deportiva para nuestro país. La selección española de baloncesto se paseó por el Mundobasket con una superioridad insultante. Como poseída por unas musas tránsfugas, coronó un campeonato de ensueño aplastando precisamente al equipo griego y, de paso, relegando a la categoría de dioses menores a las todopoderosas, chauvinistas y raperas deidades norteamericanas. “Pepu” fue todo un Hércules (también con sus tragedias interiores), Gasol fue el Atlas que sostuvo el cielo por encima de nosotros para que pudiéramos contemplarlo sin peligro, y Montes, Iturriaga y De la Cruz fueron unas parcas amables que esta vez nos transmitieron y auguraron un espléndido destino.
¿Para qué tanto fútbol? (Sí, sí, por supuesto que me adhiero al tópico de moda). Todas las miradas puestas sobre unos jugadores de fútbol que cada dos años alargan temblorosamente la mano hasta alcanzar la cadena de las ilusiones de todo un país... y hacerlas desaparecer una a una por el retrete nacional. Endiosados y borrachos de poder mediático, social y económico, deberían tomar buena nota de la humildad y la entrega de la España baloncestística. Y aún hay alguno de ellos que se permite el lujo de indignarse ante tanta comparación, como si los millones de euros de su cuenta corriente no compensaran el más mínimo asalto a su orgullo.
La gran labor de Gasol y compañía ha sido, además, merecidamente recompensada con el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. Todo un acierto y, al tiempo, un desquite para aquellos que creemos que el deporte es mucho más que subirse a un aparato con motor de dos, cuatro o mil ruedas. No nos engañemos, el automovilismo podrá tener mucho mérito como práctica, como destreza, como habilidad... pero no es un deporte porque el cuerpo no se cultiva; en todo caso se maltrata, y por eso el piloto necesita tan buena preparación física. Denle a Alonso el Príncipe de Asturias..., no sé, de pasar mucho calor dentro de un mono o algo así; pero al césar lo que es del césar. Que aún nos estamos preguntando muchos por qué el año pasado Rafael Nadal no se alzó con tan prestigioso galardón.
En fin..., al menos este año se ha hecho justicia. Pero aun así, no hay que cansarse de felicitar a nuestros chicos del baloncesto, a nuestros héroes mitológicos que se llevaron de su país unas cuantas manzanas doradas y las trajeron convertidas en relucientes medallas de oro.
El año sin verano
(5-9-2006)

Imagínese que sale a las tres del trabajo y que no hay atascos en la rotonda que precede al puente sobre el Odiel. Y que, una vez en Punta Umbría (o cualquier otra localidad costera de Huelva), está paseando apaciblemente por la orilla del mar sin exponerse a que algún crío le salpique con el agua o le estrelle en la cara algún cuerpo esférico. O que es sábado y está sacando tranquilamente dinero de un cajero automático sin haber esperado antes media hora en una cola. Imagínese que en la tele no reponen ninguna serie antigua ni emiten ninguna gala estúpida del tipo “Murcia que hermosa eres”. Y que, viendo el telediario, se entera de que ya han destituido a otro entrenador de fútbol de primera división. O que en la radio ha disminuido drásticamente la cantidad de empalagosas canciones de salsa, sexistas temas de reguetón o productos submusicales de la factoría insulsa de “Operación Triunfo”.
Muy bien —pensará usted—, pero entonces no sería verano. Efectivamente, no sería verano, pero eso es imposible porque aún estamos a principios de septiembre. Pues no esté tan seguro: hace algún tiempo hubo un año que no tuvo verano. Fue 1816. Apenas unos ecos de aquella singular fecha han llegado hasta nuestros días, sin embargo, para los hombres del siglo XIX fue un asunto difícil de olvidar. Más exactamente, para los hombres del hemisferio norte, la parte de nuestro planeta que asistió atónita al extraño fenómeno climático que provocó, como si del personaje de un cuento infantil se tratase, que el verano pasase de largo aquel año ante las puertas de las gentes de medio mundo. Salvo un breve espejismo de recuperación a lo largo de julio, en la mayor parte de Europa, EE. UU. y algunas otras zonas de la parte septentrional del globo terráqueo sus habitantes pudieron contemplar, y sufrir, nevadas y ventiscas, heladas y temporales en pleno agosto. Las consecuencias, para una economía fundamentalmente agraria, fueron desastrosas y por ello, aquel 1816 no sólo fue recordado como “el año sin verano” sino también como “el año del hambre”.
Los científicos, ya en el siglo XX, han logrado identificar las causas de tan terrible fenómeno natural. Por un lado, 1816 marcó el punto medio de unos de los periodos de baja intensidad magnética del Sol y, además, se dio también la particular circunstancia astronómica de que el astro rey hacía poco que había cambiado su lugar dentro del sistema solar, algo que sólo ha ocurrido tres veces a lo largo de la historia. Ambos factores pudieron influir en el descenso de la temperatura, aunque, la principal causa del mismo fue en realidad la erupción, en abril de 1815, del volcán Tambora en Sumbawa, isla del sur de Indonesia. Esta erupción fue realmente de proporciones inimaginables y, por supuesto, la más grande registrada de todos los tiempos. Cerca de 90.000 personas de la isla y sus alrededores, en el mar de Java, murieron directa o indirectamente por causa de un cataclismo tan potente que cortó la altura del volcán en dos, dejándolo de 4.300 metros en 2.850. El embudo de polvo del Tambora expulsó a la estratosfera 200 megatoneladas de polvo, roca y aerosoles, una nube cuyos letales efectos se prolongaron hasta 1816, impidiendo que los rayos de un ya de por sí debilitado Sol llegasen correctamente a los suelos y a los habitantes de gran parte del hemisferio norte.
“El año sin verano”, un fenómeno planetario único en la historia que fue provocado por causas naturales y en el que el hombre jugó un papel exclusivamente pasivo. Por aquel entonces aún no poseíamos los medios suficientes para contaminar atmósferas y esquilmar recursos del modo tan eficaz como se hizo durante gran parte del siglo XX. Afortunadamente, ya en el XXI, parece que nos dimos cuenta de la enorme gravedad de expresiones como “efecto invernadero” y “cambio climático”. Sin embargo, aún queda mucho camino por recorrer, si no en la concienciación de los habitantes de este planeta, sí en las conciencias de sus gobernantes... Especialmente en la de algún mini-político disléxico y megalómano que sigue utilizando el protocolo de Kyoto para decorar los retretes de una casa aparentemente blanca.

El moderno Prometeo
(28-8-2006)
“En una lúgubre noche de noviembre llegué al término de mis esfuerzos. Con una ansiedad que era casi agonía, dispuse alrededor los instrumentos que me permitieron infundir una chispa vital a aquella cosa muerta yaciente a mis pies. Era ya la una de la mañana y mi candil estaba casi consumido cuando a su débil resplandor vi abrirse los ojos amarillentos de mi obra. Inspiró profundamente y un movimiento convulsivo le agitó las extremidades”. Así, y no con el famoso “¡Vive! ¡Vive!” cinematográfico, daba luz a su criatura subhumana el doctor Victor von Frankenstein. Ello ocurría al principio del capítulo V de “Frankenstein”, obra publicada en 1818 que proporcionó un grande y rápido éxito a su autora: Mary Wollstonecraft Shelley. Aunque escribió varias novelas más, Mary W. Shelley ingresó en las filas de la posteridad casi exclusivamente por la publicación de “Frankenstein” y otras circunstancias excepcionales de su vida parecen, sin embargo, haber sido olvidadas por el lector común.
Esta escritora era hija y esposa, a su vez, de algunas de las más relevantes figuras de las letras británicas. Su padre fue el novelista y ensayista William Godwin, de gran influencia en el progresismo político de su tiempo; y su madre, la escritora Mary Wollstonecraft, publicó en 1792 “Vindicación de los derechos de la mujer”, convirtiéndose así, prácticamente, en la primera autora feminista. Por otro lado, no sólo su infancia estuvo imbuida profundamente en el ambiente literario, sino que, con posterioridad, se casaría con Percy Bysshe Shelley, uno de los más importantes poetas del romanticismo inglés (lo cual le granjearía, de paso, la amistad de otro poeta ilustre: Lord Byron). Y por si todo ello fuera poco, hay que recordar que comenzó a escribir su famosa novela de terror cuando aún no había cumplido los 19 años, algo sólo reservado a la genialidad.
Ya en tiempos más recientes, las muchas adaptaciones cinematográficas e incluso teatrales han provocado que el público, involuntariamente, despojara de su apellido al doctor von Frankenstein para otorgárselo a su monstruo, quien en realidad nunca tuvo nombre. Otro detalle que la sociología literaria ha olvidado es que el título completo de la novela en cuestión es “Frankenstein o el moderno Prometeo”. El de Prometeo es un motivo recurrente de nuestra modernidad, y por eso lo utilizó la autora. No sólo como mito civilizador, ya que éste filántropo titán robó el fuego del Olimpo para regalárselo a los hombres (tras lo cual sería castigado sin piedad por Zeus), sino también como mito creador, genético, puesto que fue Prometeo quien, según la mitología griega, creó a los hombres del barro. Victor von Frankenstein fue, por tanto, un nuevo Prometeo, un personaje que, cómo éste, fue terriblemente castigado por jugar a ser Dios.
Hoy en día ya no se dramatiza tanto con la generación artificial de vida. Obviando la inteligencia artificial de la informática, que podría acabar en un futuro asemejándose “virtualmente” —nunca mejor dicho— a la humana (John Connor nos ampare), los trabajos en clonación y regeneración de tejidos a través de células madre están muy avanzados. De hecho, hace unos días se realizó con éxito en Huelva el primer autotrasplante de células madre procedente de la sangre a un paciente con linfoma. Enhorabuena. Unámonos en todo lo posible a esos aparentemente increíbles avances científicos que salvan vidas humanas sin hacer caso a las estériles y mojigatas diatribas seudofilosóficas de los sectores más reaccionarios. Nadie quiere ser Dios (chico trabajo, como se dice aquí), pero sí podemos ser un poco titanes.

Hecatombes contemporáneas
(11-8-2006)

Hoy en día se entiende una hecatombe en su sentido amplio, como una matanza, catástrofe o desgracia de grandes magnitudes. Sin embargo, originariamente, una hecatombe era el sacrificio de cien bueyes que hacían los antiguos griegos a algunos de sus dioses. La etimología de la palabra es nítida: “hecatón” (cien)—“bous” (buey). En la otra cara de la moneda (del óbolo), encontramos a lo largo del tortuoso camino de la historia de las religiones numerosos ejemplos de dioses astados, en su mayoría símbolos de potencia fecundante y relacionados con la luna y sus influjos debido a la forma en cuarto creciente de los cuernos. Algunos casos representativos, entre muchísimos otros, son las muestras de arte paleolítico rupestre en cuevas españolas y francesas, los numerosos dioses-toro de la antigua Mesopotamia (en el Louvre se encuentra la estatua de uno), el toro o buey Apis de los egipcios (res portavoz del dios creador Ptah), el famoso Minotauro de los cretenses con su no menos famoso laberinto..., e incluso Zeus adoptó la forma de un hermoso toro blanco para poseer a la bella Europa.
En la actualidad del costumbrismo y el folclore de nuestro país también se puede observar este doble proceso de mitificación y sacrificio, sobre todo en la época estival. Por un lado, son numerosos los lugares de la geografía española que incluyen crueles rituales en sus fiestas teniendo por protagonista y víctima a algún animal, especialmente toros, vaquillas o cabras. Sin duda, el más tristemente célebre es el del pueblo zamorano Manganeses de la Polvorosa, cuyas fiestas locales contaban como principal atractivo con el lanzamiento de una cabra desde lo alto de un campanario; eso sí, los lugareños tenían la deferencia de intentar frenar el impacto de la caída recepcionándola con una lona. En algunos pueblos de Galicia se introducían gallos en unas especies de piñatas a varios metros del suelo para que los participantes, montados en burro y con grandes palos las golpearan hasta romperlas. En Terres de l’Ebre (Tarragona) a los “toros de fuego” o “embolats” se les prendía fuego en los cuernos para que el divertimento fuera más vistoso. En Tordesillas (Valladolid), cada septiembre, en un entretenimiento denominado “el toro de la vega”, se echaba un toro al campo donde lo perseguía una multitud de personas, a pie y a caballo, armada con lanzas medievales con hojas de 33 cms. de longitud para clavárselas una y otra vez hasta la muerte.
Afortunadamente, diversas asociaciones para la defensa de los animales han logrado que esos bárbaros espectáculos (pertenecientes a una lista mucho más larga) fuesen prohibidos en su mayoría, aunque para vergüenza de la opinión pública en general y de las autoridades en particular, hay que señalar que dichas prohibiciones son de fecha reciente. Pero es que becerradas siguen celebrándose en muchas localidades españolas durante las fiestas veraniegas; y las becerradas no son más que espectáculos en los que personas corrientes (camareros, oficinistas, amas de casa, estudiantes, carniceros...), por el mero hecho de ser aficionados taurinos, pueden clavar banderillas y matar a espada a toros de muy tierna edad con un escaso grado de eficiencia. Sin embargo, ¿por qué quedarse en las cabras arrojadas desde un campanario o en las becerradas? ¿Qué sentido tienen, en pleno tercer milenio, en una de las sociedades más civilizadas y cultas del planeta, las corridas de toros? ¿Es por la otra cara de la moneda, la mitificación? ¿Porque aún hay un importante sector de la sociedad que tienen mitificado al toro y su mundo? Y si así fuera, que a estas alturas lo dudo mucho, antes que el mito está la humanidad, y hablo también de humanidad en cuanto compasión: una mínima conmoción ante la sistemática tortura de un ser vivo, aunque éste sea un animal y tenga cuernos.
En la última frase de la “Sonata de Otoño”, el marqués de Bradomín, si bien meditando sobre un asunto diferente, terminaba afirmando que “lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto”. El toro es ya un dios demasiado antiguo. Un dios que, con un poco de suerte, ya no conocerán las generaciones de la segunda mitad del siglo XXI, en un país cuyo perímetro no será ya comparado con la piel de ningún animal muerto. Y antes, mucho antes, tendrán que desaparecer todas aquellas crueles prácticas festivas que en ocasiones a uno le hacen pensar que quizá no se es más toro por tener cuernos...

¿Es un pájaro... o un avión?
(30-7-2006)

No, evidentemente... es Superman. Que regresa. Y lo hace, como de entre los muertos, desde la desigual saga protagonizada por Christopher Reeve a finales de los 70 y principios de 80. Segundas partes pocas veces fueron buenas y, en aquel caso, la tercera y especialmente la cuarta (sí, sí, hubo una cuarta, yo también estuve a punto de olvidarlo) fueron realmente desastrosas. Desde entonces, lo más cerca que estuvo “el hombre de acero” de la resucitación audiovisual fue la teleserie “Smalville”, la cual, a pesar de poseer cierto encanto retro camuflado, no pasaba de ser un culebrón teeneger revestido de verde-kriptón. La nueva versión cinematográfica recupera por fin al de los calzones rojos para la gran pantalla. Lois Lane sigue siendo un poco insulsa (aunque ya no fea, gracias a dios), y la cara de Stephan Bender parece clonada de la de Reeve, tanto en su supercaracolillo de reminiscencias folclóricas como cuando Kent se sube las gafitas, pero, en términos generales, no es una mala versión, lo que ya de por sí es un mérito hoy en día.
No obstante, que este film resucite en cierto modo a Superman para el cine, no quiere decir que hiciera falta revenarlo de ninguna otra parte. De este personaje, todo el mundo sigue aún preguntándose por qué lleva la ropa interior por fuera y no por dentro como su propio nombre indica (cuestión incluso de encendidos debates en Internet), y por qué su entorno sigue siendo tan estúpido como para permitirle que se camufle tan eficazmente detrás de unas simples gafas negras como si éstas, en realidad, fueran parecidas a las de Elton John o la Martirio...; pero lo cierto es que, aun así, nunca desapareció de nuestro bagaje cultural común. Y ya lleva tiempo allí. Corría el año 1933 y, mientras un siniestro personaje real que debió serlo sólo de ficción subía al poder en Alemania, nacía un poderoso personaje de ficción que ojalá hubiera sido real por aquella época. Dos muchachos de 19 años, el guionista Jerry Siegel y el dibujante Joe Shuster, crearon entonces la figura de Superman, probablemente inspirándose en una novela de ciencia ficción de escasa calidad publicada en 1930: Gladiator de Philip Wylie (en ella, los experimentos de un excéntrico científico provocaron que su hijo, Hugo Danner, naciera con superpoderes, lo que, ya adulto, le obligó a llevar una doble vida como empleado de banca y como luchador eventual contra el crimen). De cualquier manera, el superhéroe más famoso de todos los tiempos tuvo que pasear varios años su aún poco valorado palmito por varias editoriales reticentes hasta que en junio de 1938 “Action Comics” decidió publicar el primer número de sus aventuras (a cuya portada, por cierto, se hace un explícito homenaje en la nueva versión cinematográfica con la imagen de Superman sosteniendo un coche en un estético aunque forzado picado). A partir de ahí el éxito fue inmediato y ya en 1941, en las vísperas de la entrada de EE. UU. en la segunda guerra mundial, más de 20 millones de americanos leían las hazañas heroicas de tan insigne extraterrestre. Sus ya veinteañeros creadores, sin embargo, no se beneficiarían mucho de tal éxito, puesto que vendieron los derechos de la criatura por unos 130 dólares.
La cuestión es que, desde ese momento, sólo se puede hablar de Superman en términos mitólogicos y mitomaniacos. Quien no perciba, o al menos intuya, la enorme relevancia cultural de este personaje para la segunda mitad de nuestro siglo XX es que ha sido durante todo ese tiempo como una especie de niño burbuja, sordo, mudo y ciego a todas las manifestaciones culturales de la contemporaneidad. Escuchar cómo la gente tarareaba la clásica banda sonora en la sala de cine ante la nueva versión puede aproximarnos instintivamente a este hecho. Sin embargo, desde una perspectiva de análisis mucho más elaborada, basta con acercarse al (también mítico) libro de Umberto Eco “Apocalípticos e integrados”, que en 1968 analizaba con extrema lucidez el por aquel entonces reciente fenómeno de la cultura de masas. En dicho ensayo identificaba a los superhéroes del cómic con una nueva mitología contemporánea de raíces muy antiguas: “El héroe dotado con poderes superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido, desde Orlando a Pantagruel y Peter Pan”. Y en lo referente a la particularidad de Superman decía que, “desde el punto de vista mitopoyético [de la creación de mitos], el hallazgo tiene mayor valor: en realidad, Clark Kent personifica, de forma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por complejos y despreciado por sus propios semejantes”.
Y es que ya lo dijo hace poco un excelso y orondo cantante melódico, posiblemente basándose en el concepto nietzscheano del superhombre o en alguna otra valoración filosófica más profunda: “Yo no soy un superman”. Claro que no, nadie lo es... Sin embargo, adaptando el pensamiento de Eco, cabe afirmar que cualquier atareado contable, sufrido comercial, estresado periodista o deprimido profesor de secundaria de Madrid, Barcelona, Huelva o Paymogo “alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhombre capaz de recuperar años de mediocridad”.

Las amistades peligrosas
(13-7-2006)

En 1782 apareció en París un libro curioso: “Las amistades peligrosas” o “Cartas recopiladas en una sociedad y publicadas para la instrucción de otras sociedades”. Su autor era Pierre-Ambroise Choderlos de Laclos, nuevo noble y oficial del ejército francés que hubo de obtener así en el campo de las letras el reconocimiento que se le negó en el de batalla. A pesar del subtítulo instructivo, el tema de esta novela epistolar giraba alrededor de la seducción, el amor y sus consecuencias con la Francia cortesana y prerrevolucionaria como trasfondo. Obra de enorme y pronto éxito, también lo tuvo duradero porque ya en el siglo XX fue adaptada a los 16 milímetros por prestigiosos directores de cine, como Roger Vadim (1959) y Stephen Frears (1988) bajo el famoso título de “Las amistades peligrosas” (aunque la traducción más exacta sería “Las relaciones peligrosas” —“Les liaisons dangereuses”) o por Milos Forman con el de “Valmont” (1989); por otro lado, existen un par de versiones cinematográficas más modernas y alguna televisiva que no están a la altura de las mencionadas.
Este atractivo y elegante personaje, el vizconde de Valmont, se enzarzaba en un refinado lance de seducción con la copotragonista de la novela y, a su vez, antagonista del vizconde, la marquesa de Merteuil. Ambos personajes, apuestos y decadentes (y ex amantes), competían entre sí por engordar su curriculum seductor con el mayor número posible de conquistas amorosas. A pesar de las muchas versiones, resulta difícil apartar del imaginario colectivo moderno los rostros de John Malkovich y Glenn Close como los intérpretes de tan maquiavélicos tipos en el film de Stephen Frears. Al igual que se antoja inolvidable la lenta y sufrida rendición amorosa de Michelle Pfeiffer en el papel de la presidenta de Tourvel, aquel progresivo abandono a la pasión sensual desde la más estricta, y también sufrida, moral cristiana. Pero lo más suculento de la novela son esas “relaciones peligrosas”, ese microcosmos social en el que sus habitantes no saben de quién pueden fiarse o quién puede traicionarles, quién pretende seducirles o quién ansía amarles con sincero afecto... En definitiva, ¿quién es tu verdadero amigo?
Pero ésta no es una reflexión exclusiva de los ámbitos novelescos y de ficción, ni mucho menos. La realidad personal, cotidiana, también aparece plagada de meditaciones similares y, al fin y al cabo, de amistades peligrosas. ¿Quién no ha tenido alguna vez una relación amistosa o amorosa poco conveniente? ¿Quién no ha tenido algún amigo demasiado aficionado a los rumores y las intrigas “palaciegas”? ¿O quién no se ha dado cuenta en algún momento de que una persona en la que confiaba desde hacía años era en realidad un auténtico bastardo...? Bueno, tampoco hay que exagerar, pero es cierto que la vida está llena de estas pequeñas decepciones y llena también de amistades peligrosas. Y esto le ocurre a usted y a mí, y también a personas mucho más importantes que usted y que yo. Y esto está ocurriendo con el gobierno de la nación y las negociaciones con ETA (y permítaseme el salto...; salte conmigo, como cantaba aquel grupo). Más que amistades, que no puede haberlas, lo que hay entre Zapatero y la banda terrorista son “relaciones peligrosas”, que en realidad, como dije, era la traducción más exacta del título de la novela del oficial francés. Pero es que unas relaciones como ésas no pueden ser de otro modo: ¿no ha de ser peligroso en todos los sentidos tener contacto con delincuentes? Claro que sí, pero no por eso hay que dejar de tenerlo si se quieren arreglar las cosas y si las circunstancias son las idóneas.
Dejemos trabajar a quienes tanto trabajo tienen por delante en un momento histórico tan crucial como éste. Igual habría que permitir desarrollar su labor a cualquier otro partido político que estuviera en el poder. Respeto para todos, siempre, y especialmente para quienes más han sufrido con el terrorismo, pero dejemos trabajar por la paz, aportemos tranquilidad y crítica constructiva, no nerviosismo e insultos. Pienso que son muchos más los españoles que están a favor de la negociación que los que están en contra (y las próximas elecciones deberían corroborar este punto). Pero ante todo dejemos la paz en paz; no enredemos..., como hacían el vizconde y la marquesa.

Asuntos capitales
(23-6-2006)
El otro viernes se representó en Huelva “Salomé” de Oscar Wilde, con dirección de Miguel Narros. Quizá la estética modernista original hubiera sido preferible a la iconografía moderna, algo sofocante, aunque lo cierto es que el público aplaudió durante un buen rato. Wilde compuso este drama entre 1891 y 1892, durante una estancia parisina, lo escribió en francés pensando para el papel de protagonista en Sarah Bernhardt, la actriz más famosa del cambio de siglo. “Salomé” fue como una especie de sombría premonición del posterior descenso a los infiernos del creador de Dorian Gray, porque la censura prohibió inicialmente su estreno por razones “bíblicas”. Y, a pesar de que durante los años siguientes gozó de varios éxitos teatrales, la obra se estrenó finalmente en París en 1896, poco después de la muerte de su madre y justo cuando Wilde se encontraba ya en la cárcel. El afamado y excéntrico escritor irlandés había dado con sus huesos allí gracias al proceso judicial orquestado contra él por el marqués de Queensberry. Éste le había acusado de mantener relaciones sodomitas con su hijo, Lord Alfred Douglas, lo cual, evidentemente, era algo intolerable en una Inglaterra victoriana atestada de armarios apolillados.
Cuando Wilde retomó el motivo de Salomé, la más famosa danzante de siete velos que haya dado la historia hacía ya mucho tiempo que había sido objeto de interés artístico. Desde principios del siglo XVI existen representaciones célebres de este famoso episodio bíblico, como las de Da Vinci, Cranach, Tiziano o, más tarde, Rubens, Tiepolo... Pero es en el siglo XIX, a raíz de la publicación en 1841 de un poema del escritor romántico alemán Heinrich Heine, cuando el mito de la decapitación de Yokanaán (el Bautista) cobra una fuerza inusitada. Era una pieza fantástica titulada “Atta Troll. Sueño de una noche de verano” (“Atta Troll” era el nombre de un gigantesco oso) y, aunque en ella sólo se nombraba de pasada la historia de Salomé, el resto de aquel siglo se llenó de ejercicios de estilo y variantes sobre el tema: Flaubert, Mallarmé, Huysmans... Pero hay que tener muy en cuenta que hasta la “Salomé” de Wilde, el papel principal de esta dramática narración lo había llevado a cabo Herodías, la madre de la bailarina; Herodías, la esposa de Herodes Antipas, la que fuera anteriormente mujer del hermanastro de éste. Herodías fue, así, quien instigó a su hija a pedir la cabeza del Bautista después de la famosa danza, puesto que Yokanaán había censurado en su momento las nuevas nupcias del tetrarca de Galilea con quien había yacido ya en la misma cama de su propio hermanastro.
De hecho, el nombre de Salomé ni siquiera era señalado por Lucas o Mateos en sus evangelios, que sólo hablaban de la “hija de Herodías” y es sólo en las últimas décadas del siglo XIX cuando el mito se conforma tal y como hoy lo conocemos. Gracias a los suntuosos cuadros de Gustave Moreau, que devolvieron el protagonismo a la bailarina y, sobre todo, gracias al drama de Wilde, que introdujo el móvil amoroso por parte de Salomé en la petición de aquella famosa cabeza sobre bandeja de plata. Desde entonces no se entenderá el mito sin su componente amoroso y lúbrico, y así lo desarrollaron autores posteriores, como Richard Strauss en su ópera de 1905 o Pasolini en su mítico largometraje “El Evangelio según san Mateo” (1964).
Y es que la historia y la literatura se han empeñado desde siempre en que los hombres perdamos la cabeza por las mujeres. Y, por lo que parece, si esto se lleva a cabo de forma literal, es mucho más interesante... En el imaginario colectivo occidental aparece también otra hebrea, la piadosa viuda Judit cercenando la cabeza del general babilónico Holofernes y llevándosela en una alforja hacia el campamento israelita. La histérica Reina de corazones de aquel fabuloso “País de las Maravillas” también asalta de vez en cuando nuestro subconsciente con su famoso grito de decapitación a discreción... Aunque ninguna como Salomé, hermosa, febril, sexual, misteriosa... ¿Cuál sería la lúbrica atracción que compartía la bella danzante hebrea con la luna roja del cielo negro de Jerusalén...?

Tiempos de gloria
(14-6-2006)

Corren tiempos de romerías multitudinarias y seculares que exportan hacia todo el mundo una pintoresca imagen relativamente representativa de nuestra ciudad. De homenajes emocionados y masivos a mitos de la lírica folclórica que nos recuerdan que España sigue siendo más cañí que nunca en plena era postmoderna. De estrenos de cinematográficos bestsellers con formato de gincana seudoculturalista y kitsch (y un protagonista, por cierto, inmenso en el sentido literal). De ensayos generales de una orquesta balompédica nacional con demasiada afición por los “cuartetos” de final... Pero, sobre todo, corren tiempos de gloria para el recreativismo.
Quién les iba a decir a Alejandro Mackay y Guillermo Sundheim (con sus nombres de pila españolizados gracias a esa costumbre tan entrañable que se tenía por aquel entonces en España) que, más de un siglo después, su invención deportiva iba a ser el eje alrededor del cual se aglutinara toda Huelva. El doctor Mackay arribó a tierras onubenses a principios de la década de 1880, proveniente de Escocia y doctorado en Edimburgo, convirtiéndose rápidamente en un afamado cirujano. Y Guillermo Sundheim había llegado unos años antes desde el centro de Europa para ejercer el cargo de cónsul de Alemania en Huelva y también para convertirse en uno de los más importantes promotores del desarrollo industrial en la provincia. Ambos fueron los protagonistas principales de la reunión que tuvo lugar a las 22 horas del lunes 23 de diciembre de 1889 en la sede de la Riotinto Company Limited en el Hotel Colón (actual Casa Colón). En aquel sitio y en aquel momento se firmó el acta fundacional del “Huelva Recreation Club”, el que 20 años después llevaría ya su denominación tradicional de “Real Club Recreativo de Huelva”.
Allá por 1889, nuestro amigo Juan Ramón Jiménez asistía al Colegio de primera y segunda enseñanza de San José en Moguer, y probablemente vivía ajeno al profundo cambio socio-económico que afectaba a la capital de su provincia. Sin lugar a dudas, el hecho histórico que marcó todo el último tercio del siglo XIX y principios del XX fue el establecimiento en nuestra ciudad (que lo era desde 1876) de las compañías mineras extranjeras, principalmente británicas. Huelva vivía entonces su propia revolución industrial gracias a sociedades como la mencionada Riotinto Company Limited o The Tharsis Sulphur and Copper Company Limited (parece ser que los ingleses de la primera comenzaron a protagonizar los primeros partidos de “foot-ball” en suelo español contra los escoceses de la segunda). Por esas fechas, otro decano, esta vez de la prensa, hacía varios años que se consolidaba como la publicación más relevante de Huelva, siéndolo hasta su desaparición en 1937: me refiero al famoso diario La Provincia. Se preparaba ya la llegada del cambio de siglo, momento dorado de la prensa y la literatura para toda España y también para su límite sur occidental. Eran tiempos en los que el interés por el fútbol quedaba empequeñecido por la afición a la cultura, al arte, a la literatura (aunque también es cierto que el fútbol sólo comenzaba a dar sus primeros pasos; tan diminutos que compartía popularidad con el críquet en las gradas del Velódromo).
Desde este último punto de vista, es una lástima que hoy en día lo único que mueva apasionadamente a las masas sean los productos subculturales y que del “pan y toros” se haya pasado al “tele-basura y fútbol” (porque pan, afortunadamente, ya hay mucho más que antes; y toros..., bueno, afortunadamente, ya hay muchos menos que antes). No parece lógico, desde la óptica del mérito personal, que tantos miles y miles de euros engorden las nóminas de futbolistas que muchas veces tienen más de las antiguas vedettes que de verdaderos deportistas. Ni que ahora los padres de los niños ya no sueñen con que sus hijos sean “de mayores” escritores o científicos o presidentes del gobierno... No, ahora fabulan con la posibilidad remota pero factible de que se conviertan en futbolistas de éxito, nuevos ricos idóneos para formar parejas socio-estéticamente perfectas casándose con top-models aspirantes a actrices... En fin, tampoco me hagan mucho caso; siempre habrá alguien que tenga que hacer de abogado del diablo, ¿no?... Y, después de todo (guárdenme el secreto), les confieso que yo salté más que nadie cuando Gastón Casas empalmó la volea del tercer gol en Numancia...

Artículos publicados en "Odiel" II (JUAN RAMÓN JIMÉNEZ)

Poesía y pensamiento

(1-6-2006)

Ocupaciones y preocupaciones varias me han impedido colaborar con la frecuencia que yo deseo en las páginas del “Odiel”. De haberlo hecho antes, sería más pertinente mi agradecimiento a una lectora amable que me felicitó en carta abierta por mi último artículo (espero saldar así, aunque sea tardíamente, mi deuda de cortesía). En él hablaba sobre el desmedido consumismo juguetero contemporáneo ejemplificándolo en el cumpleaños de mi sobrino (por cierto, algún día tendré que dedicar algunas líneas a mi otro sobrino; no vaya a sufrir de celos si algún día le da por repasar las hemerotecas). Curiosamente, dicha colaboración era, en realidad aquélla en la que menos trataba sobre la figura de Juan Ramón Jiménez, que por ahora suele ser el motivo invariable de mis exposiciones. ¿Es casualidad que la única felicitación acerca de lo que escribo apareciera a raíz de mi artículo menos juanramoniano? ¿Es esto representativo? No podría asegurarlo, no poseo datos estadísticos, pero me da a mí que sí; bueno, que sí a lo segundo y que no a lo primero.
Hace unos días, del 22 al 24 de mayo, se celebró en el salón de actos de la Facultad de Derecho el simposio “Juan Ramón Jiménez: Poesía y Pensamiento”. Dentro de él disertaron algunas de las máximas figuras del universo juanramoniano: Richard Cardwell, Blasco Pascual, Vázquez Medel... Y la mayoría de las ponencias fueron realmente interesantísimas para aquellos que tienen curiosidad por conocer la vida y la obra del premio Nobel de Moguer. Incluso los debates que se suscitaron al término de alguna de ellas fueron bastante sugestivos, y en ellos destacó Carmen Hernández-Pinzón, sobrina nieta de Juan Ramón, que aportó valiosos puntos de vista y anécdotas biográficas familiares. El juanramonismo onubense también fue sólidamente representado por otras importantes personalidades, entre las que cabe destacar a Antonio Ramírez, director de la Fundación Juan Ramón Jiménez de Moguer, con el que tengo el honor, a veces, de compartir página en este mismo periódico. Y el diletantismo oficial lo llevó a cabo dignamente Manuela Parralo, vicepresidenta de la Diputación, cuyas palabras en la clausura fueron moderadamente bellas. En resumen, el simposio gozó de un nivel envidiable y, desde luego, desde aquí felicito a sus eficientes organizadores: Luis Miguel Arroyo y Francisco Silvera.
No obstante, mi especialidad no son las “columnas de negritas”, así que intentaré ser menos nominal y no desviarme de la cuestión que me ocupaba (“pre-ocupaba”). Y es que, a pesar de ese gran nivel, hubo demasiados sillones vacíos..., al menos para mi gusto. No se entienda esto como que asistió muy poca gente, si no más bien como que quizá debió haber asistido más. Siendo muchos de los asistentes alumnos universitarios matriculados, y por ello relativamente obligados al testimonio presencial, creo que fueron pocos los oyentes que se acercaron por puro interés (ni siquiera por la tarde, franja horaria de menor tradición laboral). Y, por tanto, esto me lleva de nuevo a la reflexión inicial: ¿interesa Juan Ramón verdaderamente al onubense de a pie? ¿Es por eso que, cuando vienen las máximas figuras del juanramonismo, no se llena un auditorio? ¿O precisamente el nivel era demasiado alto para interesar al “no iniciado”? Quizá el busilis, como decían nuestros abuelos, estriba en eso y la labor de difusión de la obra del autor de “Patero y yo” deba realizarse a niveles más mundanos. No me atrevería, desde luego, a dilucidar yo la cuestión aquí, porque carezco tanto de la autoridad como de los datos.
Quizá, simplemente, el evento no se publicitó lo suficiente. Salvo al principio y, sobre todo, al final, la presencia de los medios pareció escasa. Creo que no vi fotógrafos en la conferencia del profesor Blasco Pascual, considerado por los círculos académicos e investigadores la figura más importante de las que hicieron acto de presencia. Sin contar al director de la Real Academia de la Lengua, que pronunció la conferencia de clausura, para quien los “flashes”, por el contrario, tal vez fueron excesivos; de hecho, hubo algún fotógrafo que bombardeó, molestamente, al insigne lingüista casi durante media hora (yo, en mi calidad de “agente-doble”, no dije nada, pero hubo algún miembro del profesorado universitario que se quejó). No digo que don Víctor García de la Concha no se mereciera tal atención, ya que su conferencia fue, además, auténticamente magistral; quizá por eso las autoridades presentes se esforzaron en llamarle reiteradamente “maestro”, aunque posiblemente hubiera quedado menos taurino, y por tanto más elegante, dirigirse a él como “profesor”. De cualquier modo, fue la “estrella mediática” del simposio, pero ¿y el simposio...? ¿Fue éste mediático? En definitiva: ¿interesa verdaderamente Juan Ramón Jiménez al onubense de a pie...? Interesante pregunta.


El caleidoscopio prohibido

(4-5-2006)

Hace unos días tuvo lugar el cumpleaños de uno de mis sobrinos, Javier, al que por supuesto adoro. Cumplía cinco años y, lógicamente, está en esa bendita edad de “ludomanía” infinita y despreocupada que casi todos los adultos echamos de menos, como mínimo, un par de veces a la semana (quizá más, dependiendo del grado de estrés de cada uno). Aquel día, hacia los ojos encandilados de mi sobrino viajó todo el típico bestiario industrial y postmoderno de la juguetería actual: “powerrangers” de complexión nerviosa y colorines irisados, “pokemones” andróginos y psicodélicos o brillantes homúnculos que representan los clásicos superhéroes de la Marvel (los cuales, por descontado, copian las apariencias ñoñas e infieles de las versiones cinematográficas, no de sus originales del cómic, en una vuelta más de tuerca al fenómeno del “Kitsch”; que razón tenía Eco).
Después de la escala ocular, el bestiario llegó a su principal destino, las manos, y allí entretuvo largo rato al ilusionado niño, que dedicó gran parte del día a jugar con todos sus componentes. Hubo un momento en que los nuevos juguetes confraternizaron con los viejos y, al final de la jornada, salvo algunos especialmente exitosos que fueron “indultados”, la mayoría recibieron el castigo (o más bien la recompensa) de ser guardados en un gran cubo reservado para esa función. Hasta aquí todo normal; sin embargo, la forma en que la madre del niño agrupó y recogió aquella turbamulta de plástico y color llamó poderosamente mi atención. Tal era el número de juguetes, que había que reagruparlos con una escoba y guardarlos con un recogedor; en definitiva, que había que barrerlos... Efectivamente, el aumento del nivel de vida en los últimos años ha multiplicado escandalosamente el “stock” de juguetes que un niño suele tener en su poder. Cuando yo era un chaval no poseía ni un 10% de la flota juguetera de la que goza mi sobrino (por otro lado, espero que estas reflexiones no sean ningún tipo de envidia inconsciente y retroactiva por mi parte).
Y es que los tiempos están cambiando, como ya advirtió Bob Dylan en los 70. Bueno, la verdad es que desde entonces no han dejado de cambiar casi en ningún momento y, de hecho, en estas postmodernidades que nos circundan no parece que vayan a dejar de hacerlo nunca... Afortunadamente, y sin ánimos de ponerme medallas, en aquel cumpleaños mi regalo fue una edición especial, con dibujos, pegatinas, recortables... de “El Principito”. El dulce humanismo y la desbordante imaginación del famoso relato de Saint-Exupéry me parece un excelente modo de iniciarse en la lectura y el contrapunto perfecto para todo tipo de bestiarios contemporáneos y plasticificados. De cualquier modo, aunque va a ser difícil que mi sobrino preste más atención al libro que al plástico y aunque éste tenga la educación de los mejores padres del mundo (que la tiene), nada cambia el hecho de que los juguetes se apreciaban mucho más cuando eran más escasos.
Eso, por ejemplo, le ocurría a Juan Ramón Jiménez hace más de un siglo. Como miembro de una familia burguesa acomodada, tendría acceso a una serie de lujos que el resto de niños no podría nunca disfrutar, pero también es cierto que para ser feliz no le hacía falta más que un solo juguete: un caleidoscopio. A lo largo de 1933, Juan Ramón publicó una serie de 20 cuadernos de prosa y verso con el título de “Presente” y el número 16 se denominaba precisamente “El Caleidoscopio Prohibido”. En él dibujaba varias estampas de su infancia relacionadas con el mágico uso que de este instrumento hacía el moguereño; mágico porque con el simple hecho de mirar las cosas y las personas a través de su caleidoscopio se desbordaba el torrente de la imaginación del futuro premio Nobel. A “Josefito Figuraciones”, que de este modo se llamaba a sí mismo Juan Ramón en estos escritos, no le hacía falta más. A través de la visión coloreada, giratoria, fragmentaria de su caleidoscopio “Josefito” divisaba “el río Odiel, y luego el mar, y después Cádiz, y más allá, un poco desconocidos y huraños, el Peñón y el estrecho de Gibraltar, y unas islas Filipinas... Y vio a su tío abuelo vestido de almirante, en un barco, rodeado todo de anteojos, banderas, cañones, mariposas disecadas, lanzas largas de madera labrada, cajas de laca, cartas marítimas, sables de honor...”. Y más, mucho más...
No sé si mi sobrino llegará a ser poeta con el tiempo (probablemente terminará queriendo ser futbolista y no le culpo; los futbolistas ganan un “poquito” más que los poetas). Pero sé positivamente que, a pesar de los pesares, posee una gran imaginación y desde luego yo haré todo lo posible por ayudar a que ésta se desarrolle y se expanda, porque el mejor juguete de un niño es la imaginación y no el plástico... Quizá le compre un caleidoscopio para su próximo cumpleaños.

Juan Ramón, un viernes santo

(13-4-2006)

“Viernes santo lluvioso, 1936. Otro viernes santo lluvioso, hace treinta y seis años, 1900, llegaba yo a Madrid por primera vez. Había recibido días antes una tarjeta postal de Rubén Darío y Villaespesa, invitándome a venir. Y, claro, yo me vine a Madrid volando, sin pensar en nada más”. Así hablaba —y escribía— Juan Ramón Jiménez en año tan señalado y trágico para la historia española como aquel negro y odioso de 1936. Era abril, como ahora, y, por tanto, aún no planeaban a cara descubierta sobre los españoles las oscuras sombras de los buitres del fascismo (pero no es éste el tema que nos ocupa). Las palabras citadas fueron publicadas en El Sol el 10 de mayo de 1936, dentro de una serie de artículos que llevaban como título genérico aquella famosa y a veces malentendida máxima juanramoniana de “Con la inmensa minoría”, y tenían como objeto honrar la muerte reciente de un viejo amigo.
Efectivamente, el poeta almeriense Francisco Villaespesa Martín murió el 9 de abril de 1936. Me parece que aquel día era jueves, pero Juan Ramón creería más poético situar su homenaje en un viernes santo. Es precisamente esa pretensión de poetizarlo todo la que le llevó en más de una ocasión a modificar algunos de sus datos biográficos, en un inocente afán de literaturizar su propia vida (como si no fuese ya suficiente con la literatura que llevaba dentro). Así ocurría con su día de nacimiento, que a él le gustaba situar en nochebuena, cuando en realidad se produjo en la noche del 23 de diciembre de 1881. Y así ocurrió con aquel “viernes santo lluvioso” en el que afirmaba haber llegado a Madrid por primera vez. Un pequeño suelto del diario sevillano “El Porvenir” (4-4-1900, p. 1) nos advertía sobre aquella virtual “mentirijilla” juanramoniana y relataba brevemente cómo “[e]n el expreso de esta noche han marchado a Madrid nuestros queridos amigos los jóvenes escritores don Juan R. Jiménez y don Manuel Escalante Gómez. El Sr. Jiménez va a imprimir un libro de poesías que se titulará Nubes, y que llevará un prólogo del poeta americano Rubén Darío”. Efectivamente, en aquel mítico año de 1900 el viernes santo tuvo lugar el 13 de abril y no el 4, que, casualmente, fue otro jueves.
Pero, ¿qué más da? La relevancia de aquel viaje sigue siendo la misma independientemente de la desmemoria o de la fantasía del poeta moguereño. Durante el escaso mes y medio que permaneció en la capital se insertó decididamente en los círculos de la “gente nueva” gracias a Darío y, sobre todo, a Villaespesa. Dividió aquel libro de poesías titulado originariamente “Nubes” en dos: los ya famosos “Ninfeas” y “Almas de violeta”, libros modernistas, aunque el último menos que el primero (libros que, por cierto, se han dejado fuera de la gran empresa editorial que ha supuesto recientemente la publicación por Espasa de su “Obra poética” —craso error). Aunque Juan Ramón regresó pronto, desencantado y precipitadamente de aquel indispensable viaje al centro de la España literaria, allí conoció lo peor y lo mejor de la “gente nueva” y del modernismo. Y, dentro de lo mejor, entendió perfectamente (o al menos lo entendería con el tiempo) que la poesía y el hombre son por definición universales y que había que abrirse al exterior. Podría decirse que fue entonces cuando, contagiado por el cosmopolitismo del movimiento modernista, comenzó a sentirse aquello que más tarde afirmaría ser con orgullo: un “andaluz universal”. Desde su tierra, Moguer, pero hacia el mundo... o el universo. Una actitud digna de ser imitada: tener claras las raíces pero también que somos ciudadanos del mundo, que, por insustituibles y significativas que sean algunas cosas, no todo son palios y tamboriles (no es menos onubense quien dirige, desde Huelva, su mirada hacia el mundo).
Este afán de universalidad fue lo que, por ejemplo, a partir de 1915 llevó a Juan Ramón a la India, poéticamente hablando, claro. Desde entonces, junto a Zenobia, permaneció dedicado varios años a la traducción de parte de la obra de Rabindranath Tagore, el premio Nobel de literatura nacido en Calcuta, el poeta de “las lunas nuevas” que intentó que Oriente y Occidente se dieran la mano a través de la paz y la poesía (la historia es cíclica y ahora no nos vendría mal un nuevo Tagore). Poco después, Juan Ramón hubo de responder a los comentarios de quienes veían influencias de Tagore en Platero y yo, libro escrito años antes de que el de Moguer conociera la obra del de Calcuta. Y él se defendía, cómo no, desde lo local hacia lo universal: “En lo que yo me parezco a Rabindranath Tagore, ¿no será en las palabras, giros, acentos míos, que yo le he puesto al traducirlo con mi mujer? ¿No será en la semejanza de mi Andalucía con su Bengala?”.


“Besos de oro”, libros perdidos, eclipses de Sol

(29-3-2006)

Les voy a contar un cuento... (de hadas, no al modo de los políticos): En un lejano país, un niño y una niña abandonados se encontraron en pleno bosque e instintivamente unieron esfuerzos para sobrevivir gracias a la caridad de los lugareños de aquellos sitios por donde pasaban, ya que viajaban siempre siguiendo el sol. Una vez tocados por la adolescencia, el amor surgió entre ellos. Fueron, así, felices hasta que sobrevino el momento en el que no recibieron tantas limosnas y el hambre llegó a desesperarlos casi hasta el borde de la muerte. Entonces, se les apareció un hada compasiva prometiéndoles que cada vez que uno de los dos abriese la boca, vertería por ella una moneda de oro. Con tal poder, los huérfanos enamorados no tardaron en convertirse en los príncipes más ricos de la zona. No obstante, sus banquetes y la prodigalidad de los mismos eran tan famosos como la melancolía que embargaba a los nuevos príncipes. El hada que les confirió el don aquel, al percatarse de su tristeza, se les apareció una noche en la alcoba de ambos para pedirles explicaciones. Ellos le dijeron que “es grato por extremo calentarse cuando hace frío, comer cuando se siente hambre; pero hay algo más grato todavía, y es besarse cuando se tiene amor. Y desde que somos ricos no gozamos de tal ventura, porque apenas entreabrimos los labios para dar un beso, salen repugnantes doblones y lo que besamos es oro”. El hada anunció que les retiraría el poder, pero que perderían también todas las riquezas acumuladas al mismo tiempo que desaparecía en los jóvenes la capacidad de generarlas. Ellos dijeron que no importaba, y al tocarlos con su varita, halláronse en un cobertizo, por cuyas grietas entraba libremente el aire helado, hambrientos, medio desnudos, tiritando de frío como pobres pajarillos sin nido y sin plumas... ¡pero cuán felices pudiendo cambiar besos de amor!
Supongo que ahora esperarán por mi parte el despliegue de una moraleja actualizada. Pues no. Este cuentecillo ha sido simplemente la excusa introductoria para volver a hablar de Juan Ramón Jiménez, que es el motivo que me viene trayendo últimamente a las páginas de este periódico. Dicho relato, que les he resumido brevemente, llevaba por título, como ya imaginarán, “Besos de oro”, y lo creó el escritor parnasiano francés Catulle Mèndes. Una traducción del mismo apareció en el diario sevillano “El Baluarte” el 14 de octubre de 1898, y allí lo leyó con toda seguridad Juan Ramón, que a la sazón estudiaba en Sevilla. Y en él se inspiró para titular el que iba a ser su tercer libro, del cual tenemos noticias por su correspondencia y por algunos poemas publicados en prensa, y que, efectivamente, debía llamarse “Besos de oro”.
Desgraciadamente, la crisis nerviosa por la que fue internado en un sanatorio francés, como les comenté en el anterior artículo, le llevó a desestimar la publicación de tal obra e incluso a destruir gran parte de la misma allá por 1901. Una lástima. En este libro perdido —que prometo intentar reconstruir algún día— Juan Ramón había atemperado los excesos formales de su primer modernismo y había madurado sus composiciones modernistas hacia una vertiente más profunda, entre simbolista y mística. De hecho, si el título de “Besos de oro” estaba inspirado de forma directa en Mèndes, su contenido bebía claramente —nunca mejor dicho— de “Las ánforas de Epicuro”. Éste era el nombre que Rubén Darío, por aquel entonces amigo y maestro del moguereño, había dado a un proyecto de libro formado por sonetos que finalmente fue incluido en la edición parisina de “Prosas profanas” (1901). En “Las ánforas...” Darío desarrolló su veta simbolista-ocultista y encerró lecciones sobre la poesía, la naturaleza o el erotismo, fundiendo de forma sincrética elementos católicos, paganos o pitagóricos.
Yo, personalmente, me quedo con lo pitagórico, porque disfruto pensando que en la matemática de los planetas rige un principio musical y, por extensión, poético. Me gusta creer que en la orquesta del universo dirige una fuerza poética, superior, con su cósmica batuta, y nuestro planeta puede ser una nota, un acorde, quizá un arpegio... Y para cuando, ebrio de prosaísmo contemporáneo, dudo de mi pitagorismo, me entretengo cavilando sobre cómo, media hora después de morir Bécquer en Madrid, el 22 de diciembre de 1870, algunos observatorios astronómicos españoles registraron en sus telescopios un eclipse total de sol.

El Doctor Lalanne y las leyendas urbanas

(22-3-2006)

No quisiera convertir en un hábito eso de nombrar a gente que me encuentro por la calle (como hice un par de artículos atrás), pero en el fondo los periódicos son callejeros, están hechos para el hombre de a pie... La cuestión es que hace algún tiempo me encontré con un conocido que estaba al tanto de mis investigaciones juanramonianas y me interrogó acerca de cuánto había de cierto en aquello de que el autor de Platero era homosexual (bueno, la perífrasis es mía). Le dije que nada, sin apenas prestarle atención. Pero cuando me crucé con otro que insistió sobre el mismo tema, empecé a sospechar. Y cuando un tercero me dijo algo parecido, ya fue demasiada redundancia (y eso que aún no se había estrenado en Huelva Brokeback Mountain).
Claro, ¿cómo no? Poeta y homosexual son palabras sinónimas... Para quien no haya captado la ironía, en primer lugar, quizá sea interesante recordar que sí, que muchos de los máximos representantes de la literatura universal fueron homosexuales: García Lorca, Oscar Wilde, Verlaine...; y una cosa no tiene que ver con la otra. Y en segundo, tengo que decirles que la homosexualidad de Juan Ramón es, en realidad, una leyenda urbana más (entiéndase la expresión en su acepción sui generis). Quizá sublimada por referirse a un mito literario, pero leyenda urbana al fin y al cabo, como aquello de que a Ana Obregón se le estalló un pecho de silicona por el efecto despresurizador de la cabina de un avión o lo de que las latas de Coca-Cola hay que esterilizarlas antes de consumirlas porque en su abertura contienen matarratas potencialmente también “matahumanos”.
En mayo de 1901, debido a una crisis nerviosa aguda, un veinteañero Juan Ramón ingresó en la Maison de Santé du Castel d’Andorte, un sanatorio de Le Bouscat, pueblecito cerca de Burdeos. Allí descubriría el camino hacia su verdadera poesía después de los primeros excesos modernistas, pero eso es otra historia; al menos no es la historia que ahora nos ocupa. Lo que interesa aquí es que en aquella “mansión de sanidad” el de Moguer fue tratado por el doctor Gaston Lalanne, un prestigioso alienista (que era como se llamaba entonces a los psiquiatras)... ¿Y por qué es eso lo que interesa aquí y qué tiene que ver con Brokeback Mountain y los pechos de Ana Obregón?, se preguntarán ustedes. Por lo pronto, en la ficha médica del poeta, redactada el 7 de septiembre de 1901 por el doctor Lalanne, se podía leer: “Se ha entregado a los placeres sexuales”. Entiéndase que con mujeres, y entiéndase también, como apuntaba el profesor Jorge Urrutia, que ello probablemente habría ocurrido durante cierta fase bohemia y de esparcimiento perteneciente a su época de estudiante de pintura en Sevilla (de la que luego se arrepentiría mucho, todo hay que decirlo).
Pero es que, además, en los poemas y apuntes manuscritos que el moguereño escribió a lo largo de su estancia bordelesa, hay referencias a varias mujeres nativas de las que se enamoró. Él era así, tenía una sensibilidad hipertrofiada para la poesía y para el amor y, de joven, le costaba tan poco enamorarse como respirar, y casi respiraba con la misma frecuencia que se enamoraba o hacía poesía. Y, dentro de esa espiral poético-amorosa, en Le Bouscat fue a protagonizar un bello —y adúltero— idilio con Madame Lalanne (a la que el poeta evocaría en sus poemas bajo el seudónimo de “Jeanne Roussie”); en una extensión del tratamiento psiquiátrico que es de suponer desconocía el doctor Lalanne... Un año después, dentro de una extraña especialización romántica en dispensarios mentales, nuestro poeta protagonizó un suceso similar, puesto que en 1902, ingresado en el Sanatorio del Rosario de Madrid, creyó enamorarse de la hermana Sor Amalia Murillo. Ésta parecía corresponderle, o al menos eso se desprende de que la trasladaran súbitamente a otro sanatorio poco después de la llegada de Juan Ramón.
En fin, creo que queda suficientemente contestada la triple pregunta del principio. Pero tampoco me gustaría que se interpretase esta exposición como un alarde de machismo, ni que el tono jocoso que a veces uso para hacer más distendidos estos articulitos se entienda como una frivolidad acerca de la vida y la obra juanramonianas. Nada más lejos de mi intención que presentar a un Juan Ramón frívolo. Y nada más cerca que resaltar la infinita capacidad de amar la belleza que poseía... Por si alguien duda de mis palabras, qué mejor que hacer uso de las suyas para ilustrar esto último. Una de las partes de Laberinto, obra de 1913, estaba adornada con la siguiente dedicatoria: “A Jeanne Roussie./ «La romántica»/ que, entre el vaho verde/ del jardín regado,/ se paseaba conmigo,/ a la luna de junio,/ con las ramas de los sauces/ en los ojos”.

El primer poema de Juan Ramón Jiménez o el terror jesuítico

(7-3-2006)

“Aquí yace de un hipócrita/ el cuerpo malvado y necio/ que por no sufrir desprecio/ bueno quiso aparecer.//Teniendo manchada el alma/ con la lepra del pecado/ ahora ya está condenado/ a las penas del infierno”. Este fatalista y melodramático poemilla es el documento poético juanramoniano más antiguo que se conserva sin dudas de atribución. Permanece estampado en una de las páginas del Manual de Retórica y Poética de sus estudios de bachiller al lado del monograma del nombre de Jesús (JHS) y de algunos dibujos. Está firmado “J. R. J.”. La primera conclusión que se puede sacar al respecto es que consuela comprobar cómo los genios literarios emborronaban el material escolar al igual que todo hijo de vecino, y la segunda, que también eran capaces de componer mala poesía, aunque fuera en sus años mozos. Por aquel entonces, el de Moguer tenía 13 años y cursaba 4º de bachillerato en el jesuita Colegio San Luis Gonzaga de El Puerto de Santa María. Hacía año y medio que se había trasladado hasta allí desde el Instituto Provincial de Enseñanza Media de Huelva, posiblemente porque su padre don Víctor juzgaba de mayor calidad la educación religiosa; algo que, al margen de consideraciones morales, fue objetivamente cierto durante todo el siglo XIX e incluso más.
En cuanto al poema citado, era una especie de fabulilla moderna que le debía mucho al ídolo poético de la época, Ramón de Campoamor, pero sobre todo a otro peso pesado del fin de siglo XIX: Tomás de Kempis. Este monje y místico alemán, nacido hacia 1379, escribió desde su celda de un monasterio en los Países Bajos la Imitación de Cristo y menosprecio del mundo. Dicho librito llegó a convertirse en el devocionario cristiano más importante de la historia, lo que hoy llamaríamos un best-seller, y su popularidad fue grandísima en la segunda mitad de la centuria decimonónica. La profunda espiritualidad de la Imitación... y sobre todo su mensaje moral fundamentalista marcaron al joven Juan Ramón y su primera poesía. Y, en particular, el sello de Kempis es evidente en este “proto-poema” juanramoniano; no en vano, en su devocionario se dedica todo un capítulo, el XXIV, al tema del Infierno. Se titula “Del juicio y de las penas de los pecadores” y refiere de un modo muy gráfico las penas reservadas a los impenitentes de todo tipo.
Muchas religiones han querido basar sus victorias doctrinarias en el miedo al Infierno, y en especial la cristiana (religión de éxito), con su concepto dantesco de los lugares infernales: interminables ríos de fuego e insondables pozos de azufre con temperaturas considerablemente más altas que las aguas termales de un balneario, y un amplio y variopinto catálogo de refinadas torturas. Unos procesos nada analgésicos encaminados a producir de forma exponencial el efecto contrario al de las aspirinas y que asustaban más en tanto que en ciertos periodos de la historia eran aplicados regularmente por las autoridades locales sin necesidad de traslado a destino ultraterreno alguno.
Los jesuitas, como toda orden religiosa, entendían lo suyo sobre adoctrinamiento y propaganda, y casi se podría decir que doblemente, por aquello de que estaban organizados a la manera de un ejército. Tal eficiencia la comprobó en sus carnes el adolescente Juan Ramón... Bueno, más que en sus carnes lo comprobó en su “miedo a las carnes”, porque gracias a este periodo de bachiller el moguereño estuvo durante mucho tiempo dominado por una especie de psicomaquia entre el espíritu y la carne; es de suponer que con un bonito telón de fondo infernal. Graciela Palau de Nemes, una autora que prácticamente inauguró la moderna crítica juanramoniana, decía sobre esta etapa jesuítica en su Vida y Obra de Juan Ramón Jiménez (1974), que “del San Luis Gonzaga se llevó, con el grado de Bachiller, una gran preocupación por el alma y el cuerpo: una obsesión con la carne y un ansia incomprensible de pureza”.
No nos cabe la menor duda. Sólo hay que echar un vistazo al primer poema de Juan Ramón, tan marcado por ese terror psicológico que a veces se obstinan en ejercer las religiones. Qué diferencia tan abismal con la libertad y la perfección de su obra Espacio. Claro, también hay 48 años entre un poema y otro. Afortunadamente, aunque sufrió mucho tiempo su particular psicomaquia espiritual, el poeta no tardó tanto en sustituir (quid pro quo?), el miedo al infierno por la divinidad de la poesía al “calor” —nunca peor dicho— del modernismo novecentista. Un cambio quizá no muy devoto, pero al menos sí más agradable.

Juan Ramón y los Juegos Florales
(23-2-2006)
Una buena amiga mía me felicitó nada más leer el anterior artículo que publiqué en las páginas de este periódico. Creía ella que estaba bien eso de hacer hincapié en la conflictiva relación de Juan Ramón con Huelva ahora “que tanta gente se pone medallas y alaba al poeta como si fuera su padre”; así me lo dijo. La verdad es que me sorprendió el comentario. Yo no entiendo de política (o al menos eso intento) y epatar, en el sentido francés, me aburre un poco. Me dedico, a veces, a intentar saber cosas que se desconocen o no se conocen muy bien, y desde hace algún tiempo, esas cosas tienen que ver con Juan Ramón. Si éste no se llevaba muy bien con Huelva allá por 1900, no es algo que deba ofender a nadie: es simplemente un dato curioso que es interesante reseñar. Además, fueron nuestros antepasados los que no se portaron muy bien con el moguereño, no nosotros y, aparte de que era normal que no se prestase mucha atención a un anónimo poeta de 19 años, también es cierto que ya en 1912 se le intentó hacer en nuestra ciudad el primer homenaje importante... Aunque no lo es menos que el ya por entonces consagrado vate lo rechazó humildemente.
De cualquier modo, cómo todo esto vino a cuento del episodio, apenas insinuado en mi último artículo, de los Juegos Florales y el Ateneo, me gustaría hablar un poco más sobre el mismo: A partir de la segunda mitad del siglo XIX se había puesto de moda en gran parte de España la recuperación de la tradición medieval de los Juegos Florales o “Fiestas del Gay Saber” (con perdón para los homófobos desconocedores de la etimología de ciertas palabras). Y dichos eventos normalmente eran organizados a finales de este siglo por las asociaciones culturales conocidas como ateneos. Tanto Cádiz, ciudad donde Juan Ramón estudió parte del bachillerato, como Sevilla, localidad donde intentó estudiar Leyes, poseían su propio ateneo y, de hecho, el futuro autor de Animal de fondo era socio del Ateneo hispalense desde 1898. Por tanto, parece lógico que el inquieto joven moguereño deseara una institución similar para su ciudad y no dudó en embarcarse en una campaña periodística en favor de la misma. Lo hizo desde la tribuna de El Odiel (casualidades de la vida y de la prensa), diario dirigido por su buen amigo Tomás Domínguez Ortiz, joven periodista y escritor que, con el tiempo, se convertiría en el presidente más longevo de la Junta de Obras del Puerto.
Tanto se interesó el de Moguer en este tema, que fue capaz de moverse de la comodidad de su pueblo para figurar en el único acto cultural onubense documentado al que asistió durante el fin de siglo (quizá también el primero y el último). Me refiero a la reunión que se celebró en el Círculo Mercantil y Agrícola el 31 de enero de 1900 para tratar sobre ello y en la que “el joven escritor don Juan R. Jiménez, iniciador de la idea, expuso la conveniencia de fundar un Ateneo o Liceo cuya inauguración podría hacerse con la celebración de los «Juegos» en el próximo verano” (La Provincia, 2-2-1900, p. 2). Aunque se nombró una comisión al efecto, no hubo ateneo hasta 1907, y además fue un desastre que sólo duró tres años. Y, aunque los primeros y, probablemente, únicos Juegos Florales de la historia de Huelva se celebraron en la noche del 4 de septiembre de 1902 y fueron todo un éxito, nadie se acordó de Juan Ramón. En el discurso inaugural de José Marchena Colombo, presidente de la Academia de Música y de la comisión organizadora de los Juegos, se atribuía la iniciativa, injustamente, al alcalde José Coto Mora. Y los méritos se repartían entre éste y su Ayuntamiento, la Sección literaria de la Academia de Música y, sobre todo, Antonio López Muñoz, político y escritor onubense mantenedor del evento.
Tampoco es que aquella omisión fuera ningún crimen..., pero un poco sí que molesta.

Nogales, Juan Ramón y el soneto perdido
(10-2-2006)

Es mítica, aunque bastante exagerada, la misantropía de Juan Ramón Jiménez. Y también es cierto que la famosa frase “con la inmensa minoría”, que comenzara emplear a mediados de 1930, normalmente ha sido mal interpretada. Pero no lo es menos, aunque nos duela un poco en nuestro corazoncito de onubense, que Juan Ramón no se llevó nunca excesivamente bien con Huelva. De hecho allá por 1900, cuando contaba apenas con 19 años, su relación con la capital de la provincia era especialmente conflictiva. En una carta de febrero de 1900 dirigida a Timoteo Orbe, amigo y escritor vasco afincado en Sevilla, diría esto con respecto a Huelva: “Yo no salgo, amigo mío; yo no salgo de casa; no hay quien hable sino de toros o toreros. Esto es insufrible”.
No obstante, justo es decir que antes de romper con ella intentó tímidamente integrarse en la oficialidad literaria y cultural de la burguesía huelveña. Lo intentó reclamando ante la opinión pública que se crease un ateneo y que se celebraran los primeros Juegos Florales onubenses a finales de 1899. No le hicieron mucho caso y de ahí las palabras despectivas citadas. Fue entonces cuando se produjo su ruptura con Huelva, la cual quizá se escenificó el 9 de febrero de 1900 en el Hotel Madrid, donde se celebraba unos de los múltiples homenajes dirigidos a José Nogales y Nogales, periodista y escritor onubense que acababa de ganar, contra todo pronóstico, el concurso de cuentos organizado por El Liberal de Madrid. Lo hizo con un relato entre naturalista y regeneracionista titulado “Las tres cosas del tío Juan” y dejando en la cuneta a glorias literarias presentes y futuras como la Pardo Bazán y Valle-Inclán.
A ese homenaje, tendría pensado asistir Juan Ramón, pero probablemente el desencanto con la mala acogida que tenían sus ideas en la capital produjo un cambio de opinión. Así que se quedó en casa pero mandó un soneto para que fuera leído en el evento en honor a Nogales, al que parece que admiraba por aquel entonces. Desgraciadamente, tal poema no fue publicado en la prensa local, lo que daba una idea de lo poco que se valoraba a este jovencísimo Juan Ramón, puesto que en los diarios y revistas onubenses de la época se reproducían pésimas poesías de cualquier funcionario que tuviese tiempo libre y ganas de emborronar cuartillas. Hubiese sido interesante poder leer aquel soneto perdido; sólo por curiosidad, porque no debía de ser muy bueno.
Pocos días después, el 14 de febrero, se celebró otro homenaje a Nogales, esta vez en el Hotel de Inglaterra de Sevilla. Parece ser que Juan Ramón sí que asistió al homenaje sevillano, terminando de escenificar así su desencuentro con Huelva. En fin, es una lástima que nuestros antepasados no tratasen mejor al joven moguereño, quizá así nuestra ciudad podría haber sido otra especie de “blanca maravilla”.

Francisco Jiménez & Cía.

(4-2-2006)

Allá por 1898 Juan Ramón Jiménez comenzó a escribir poesía y a publicarla en la prensa para darse a conocer, tal y como hace casi todo escritor “novel”, esté o no predestinado a transformar en “b” la “v” de dicha palabra... Por aquel entonces, La Provincia, el más importante y veterano periódico de Huelva, publicaba en su cuarta y última página este anuncio entre otros: “Cognac Fino de Moguer (Andalucía) F. JIMÉNEZ Y Cª. MOGUER. Competencia con las mejores marcas extranjeras, absoluta pureza y elaboración esmerada. Pídase en Hoteles, Cafés, tiendas de licores y vinos. Se conceden representaciones y depósitos”.
Ese cognac fino salía de las bodegas que tenía en Moguer el padre de Juan Ramón, don Víctor, pero era distribuido por una empresa que llevaba el nombre del hermano de éste: “Francisco Jiménez y Cía”. En realidad, dentro de esta razón social, los tres socios principales eran los dos hermanos nombrados y un tercero, Gregorio. De hecho, la empresa se llamó anteriormente, en 1881, “Gregorio Jiménez y Cía”, y, un poco antes, en 1878, “Víctor Jiménez” a secas. Bajo sus diferentes denominaciones, la firma de los Jiménez siempre se dedicó a lo mismo, a los negocios de banca y a la compra venta de géneros y efectos del país y extranjero, llegando a ser una de las entidades comerciales más poderosas de Huelva y su comarca en la última década del siglo XIX.
Al tiempo que don Víctor se ocupaba de las bodegas moguereñas, sus hermanos, banqueros y comerciantes, llevaban los negocios desde la capital de la provincia. Ya en otro artículo advertí sobre la gran relevancia social de Gregorio y Francisco Jiménez en la Huelva del fin de siglo. Por ello, merece la pena dedicar unas líneas a estos dos personajes que colaboraban activamente en el progreso socioeconómico onubense mientras su sobrino más inquieto se dedicaba a soñar con la gloria poética allá en Moguer. Junto a don Víctor, y algunos otros miembros de la burguesía local, fueron promotores (1861) y fundadores (1863) del Círculo Mercantil y Agrícola, y también socios fundadores de la Real Sociedad Colombina en 1880. Por su parte, Gregorio fue concejal por el Partido Liberal en 1885 y presidente de de la Asociación de Caridad Onubense, al menos desde 1901 y hasta 1904.
Sin embargo, mucho más importante dentro de la burguesía onubense se puede considerar a Francisco, que desde 1892 fue el jefe de una de las dos facciones en las que estaba dividido por aquel entonces el Partido Liberal de Huelva, recibiendo el apoyo expreso del mismísimo Sagasta. Antes, había ejercido como alcalde en 1874, concejal en 1879 y diputado provincial en 1882. Pero, además, desde 1861 a 1904, fue el dueño del Teatro Principal y después del Teatro Colón, prácticamente los dos únicos locales públicos dedicados a las artes escénicas durante el fin de siglo. Es una lástima que Juan Ramón no se hubiera dedicado a la dramaturgia..., sus comienzos literarios hubieran sido mucho más fáciles.

Juan Ramón: Por el principio...

(27-1-2006)

No hace mucho me pareció interesante advertir, al calor del estreno de las conmemoraciones del trienio juanramoniano, sobre lo poco que se sabía acerca de la prehistoria poética del creador de Platero. Qué menos que intentar recoger yo mismo el guante de dicho envite e informar de vez en cuando en lo relativo a muchos aspectos desconocidos de este primer Juan Ramón. Quizá sea conveniente comenzar por el principio...
Y el principio es que al onubense más universal que haya existido jamás le faltó muy poco para nacer en La Rioja. ¿Se imaginan a un Juan Ramón Jiménez riojano? Bueno, mejor dicho, para no ofender a ningún norteño: ¿se imaginan a un Juan Ramón Jiménez no moguereño y, por tanto, no huelvano? Yo no..., menudo trienio nos esperaría. Pues, como les digo, estuvo a punto de nacer en La Rioja, más exactamente en un pueblecito llamado Nestares de Cameros.
Allí nacieron sus abuelos y allí nacieron sus tíos y su padre: Víctor Jiménez y Jiménez. Pertenecían a la burguesía local y eran propietarios y comerciantes, pero no tendría que irles muy bien las cosas allá por su tierra natal porque hay constancia de que Eustaquio Jiménez, el mayor de los hermanos, estaba ya en Huelva en 1851. Después de éste, la inmigración de la familia fue escalonada pero firme desde 1856. Aparte de un par de primos (y entiéndase bien la frase), fueron llegando a nuestra ciudad, por este orden, Juan, Víctor, Gregorio y Francisco Jiménez, y en un principio se alojaron en la misma pensión situada en el nº 10 de la calle de la Placeta. La capital de nuestra provincia debía de ser entonces bastante permeable a la inmigración burguesa (que se lo digan a los ingleses), porque todos se integraron perfectamente en el tejido social onubense, en especial, los dos últimos. De hecho, Francisco Jiménez no tardó demasiado incluso en ser alcalde; lo hizo sólo por un año, 1874, dentro de las filas del Partido Liberal. De las peripecias de ambos hermanos en muchos de los más importantes eventos comerciales, sociales y políticos de la Huelva del fin de siglo, merece la pena hablarse más detenidamente en otro momento.
Pero, por ahora, quedémonos con el detalle de que mientras ellos se establecieron en Huelva, su hermano Víctor decidió pronto trasladarse a Moguer, probablemente para diversificar los negocios de la familia. Y con este otro: que, de no ser así, quizá aquel burrito “pequeño, peludo y suave” que tenía en los ojos “dos espejos de azabache” o no hubiera existido o podría haber trotado alegremente por las calles de Huelva. ¿Se lo imaginan...? Supongo que no, ni eso ni un Juan Ramón Jiménez riojano.

La prehistoria poética de Juan Ramón Jiménez

(7-1-2006)

Nuestro andaluz universal nació el 23 de diciembre de 1881 (aunque él disfrutaba más contando que había nacido el 24, por aquello de la Nochebuena) y publicó sus dos primeros libros (así, de una vez, como en un parto de gemelos) a mediados de septiembre de 1900. Ese periodo de tiempo, que va desde que Juan Ramón vio la luz en aquella “blanca maravilla” de Moguer hasta que publicó en Madrid dos libros de poemas modernistas titulados Ninfeas y Almas de violeta, es lo que alguien llamó con acierto “la prehistoria poética de Juan Ramón Jiménez”, probablemente la fase de su vida y obra más desconocida, tanto para el gran público como para el erudito, a pesar de ser más interesante de lo que se pudiera pensar en un principio.
Está claro que la poesía “prehistórica” juanramoniana, la mayoría aparecida en periódicos y revistas del fin de siglo, no está indicada para la fruición lírica ni mucho menos; se lo digo yo, que la he estudiado a fondo. Sin embargo, creo que sus avatares vitales de entonces sí pueden ser llamativos para el lector onubense. ¿Sabían, por ejemplo, que entre 1899 y 1900 Juan Ramón colaboró con cartas y poemas en un periódico llamado precisamente El Odiel? ¿Que abandonó sus estudios de pintura en Sevilla a finales de 1898 porque su maestro era demasiado aficionado a la jarana y a la pandereta? ¿O que a principios de 1894 el futuro poeta se trasladó a El Puerto de Santa María para estudiar con los jesuitas después de haber estado matriculado dos años en el Instituto Provincial de Enseñanza Media de Huelva?
Seguro que más de uno, al leer mis interrogantes, comprobará orgulloso que ya lo sabía, pero serán los menos. Además, éstos constituyen sólo tres ejemplos, y quizá de los menos sugerentes, entre muchos aspectos atractivos de este Juan Ramón “prehistórico” que, al contrario que sus tíos banqueros, Gregorio y Francisco, nunca llegó a integrarse en el tejido social onubense, enfurruñado como estaba porque no le dejaron organizar unos Juegos Florales en Huelva para el año 1900 y deseando huir a Madrid para encontrarse con Darío, Villaespesa y otro amigos modernistas... Al final marchó en tren el 4 de abril de aquel año, desde Sevilla, y acompañado por un amigo suyo gaditano, Manuel Escalante, un extraño personaje, pésimo poeta y director de revistas literarias al que unas semanas después la policía quiso detener por un turbio asunto económico, probablemente una estafa, ante la indignación del moguereño...
En fin..., todo un mundo, prehistórico quizá, pero igualmente válido y atractivo que el resto. Todo un mundo que podría ser interesante conocer, y qué mejor momento que ahora... ¿O habrá que esperar otros cincuenta años?