Tuesday, September 12, 2006

Artículos publicados en "Odiel" I (OPINIÓN)

Una de las razones por las que inauguré este espacio es poder colgar algunos de los artículos que he venido publicando a lo largo de todo el año en el periódico onubense "Odiel". Aunque parezca mentira, algunos de mis amigos y amigas (no muchos) se han interesado por leerlos y no siempre han podido tener un ejemplar a mano, así que ahí van. Incluyo también los primeros que escribí, ésos cuyo tema era exclusivamente Juan Ramón Jiménez, aun a riesgo de que nadie los lea, pero bueno, así estará la colección completa.
De las Hespérides al Olimpo
(inédito)
Cuando Hércules llegó al jardín de las Hespérides y vio que, además de las tres hermosas ninfas que daban nombre a aquel mítico vergel, custodiaba sus manzanas de oro un dragón de cien cabezas que nunca dormía, decidió que ése era un trabajo para un tipo más grande. Así que fichó al titán Atlas para su equipo, ofreciéndose a sostener mientras tanto la bóveda celestial. Más tarde, Hércules engañó al gigante para que volviese a sostener sobre sus espaldas el inmenso peso de los cielos. Según los antiguos griegos, el jardín de las Hespérides se situaba en el confín occidental del mundo conocido, y eso equivalía a España.
Desde ahí partió a principios de agosto un grupo de héroes que el 3 de septiembre de 2006 conquistó la gloria deportiva para nuestro país. La selección española de baloncesto se paseó por el Mundobasket con una superioridad insultante. Como poseída por unas musas tránsfugas, coronó un campeonato de ensueño aplastando precisamente al equipo griego y, de paso, relegando a la categoría de dioses menores a las todopoderosas, chauvinistas y raperas deidades norteamericanas. “Pepu” fue todo un Hércules (también con sus tragedias interiores), Gasol fue el Atlas que sostuvo el cielo por encima de nosotros para que pudiéramos contemplarlo sin peligro, y Montes, Iturriaga y De la Cruz fueron unas parcas amables que esta vez nos transmitieron y auguraron un espléndido destino.
¿Para qué tanto fútbol? (Sí, sí, por supuesto que me adhiero al tópico de moda). Todas las miradas puestas sobre unos jugadores de fútbol que cada dos años alargan temblorosamente la mano hasta alcanzar la cadena de las ilusiones de todo un país... y hacerlas desaparecer una a una por el retrete nacional. Endiosados y borrachos de poder mediático, social y económico, deberían tomar buena nota de la humildad y la entrega de la España baloncestística. Y aún hay alguno de ellos que se permite el lujo de indignarse ante tanta comparación, como si los millones de euros de su cuenta corriente no compensaran el más mínimo asalto a su orgullo.
La gran labor de Gasol y compañía ha sido, además, merecidamente recompensada con el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. Todo un acierto y, al tiempo, un desquite para aquellos que creemos que el deporte es mucho más que subirse a un aparato con motor de dos, cuatro o mil ruedas. No nos engañemos, el automovilismo podrá tener mucho mérito como práctica, como destreza, como habilidad... pero no es un deporte porque el cuerpo no se cultiva; en todo caso se maltrata, y por eso el piloto necesita tan buena preparación física. Denle a Alonso el Príncipe de Asturias..., no sé, de pasar mucho calor dentro de un mono o algo así; pero al césar lo que es del césar. Que aún nos estamos preguntando muchos por qué el año pasado Rafael Nadal no se alzó con tan prestigioso galardón.
En fin..., al menos este año se ha hecho justicia. Pero aun así, no hay que cansarse de felicitar a nuestros chicos del baloncesto, a nuestros héroes mitológicos que se llevaron de su país unas cuantas manzanas doradas y las trajeron convertidas en relucientes medallas de oro.
El año sin verano
(5-9-2006)

Imagínese que sale a las tres del trabajo y que no hay atascos en la rotonda que precede al puente sobre el Odiel. Y que, una vez en Punta Umbría (o cualquier otra localidad costera de Huelva), está paseando apaciblemente por la orilla del mar sin exponerse a que algún crío le salpique con el agua o le estrelle en la cara algún cuerpo esférico. O que es sábado y está sacando tranquilamente dinero de un cajero automático sin haber esperado antes media hora en una cola. Imagínese que en la tele no reponen ninguna serie antigua ni emiten ninguna gala estúpida del tipo “Murcia que hermosa eres”. Y que, viendo el telediario, se entera de que ya han destituido a otro entrenador de fútbol de primera división. O que en la radio ha disminuido drásticamente la cantidad de empalagosas canciones de salsa, sexistas temas de reguetón o productos submusicales de la factoría insulsa de “Operación Triunfo”.
Muy bien —pensará usted—, pero entonces no sería verano. Efectivamente, no sería verano, pero eso es imposible porque aún estamos a principios de septiembre. Pues no esté tan seguro: hace algún tiempo hubo un año que no tuvo verano. Fue 1816. Apenas unos ecos de aquella singular fecha han llegado hasta nuestros días, sin embargo, para los hombres del siglo XIX fue un asunto difícil de olvidar. Más exactamente, para los hombres del hemisferio norte, la parte de nuestro planeta que asistió atónita al extraño fenómeno climático que provocó, como si del personaje de un cuento infantil se tratase, que el verano pasase de largo aquel año ante las puertas de las gentes de medio mundo. Salvo un breve espejismo de recuperación a lo largo de julio, en la mayor parte de Europa, EE. UU. y algunas otras zonas de la parte septentrional del globo terráqueo sus habitantes pudieron contemplar, y sufrir, nevadas y ventiscas, heladas y temporales en pleno agosto. Las consecuencias, para una economía fundamentalmente agraria, fueron desastrosas y por ello, aquel 1816 no sólo fue recordado como “el año sin verano” sino también como “el año del hambre”.
Los científicos, ya en el siglo XX, han logrado identificar las causas de tan terrible fenómeno natural. Por un lado, 1816 marcó el punto medio de unos de los periodos de baja intensidad magnética del Sol y, además, se dio también la particular circunstancia astronómica de que el astro rey hacía poco que había cambiado su lugar dentro del sistema solar, algo que sólo ha ocurrido tres veces a lo largo de la historia. Ambos factores pudieron influir en el descenso de la temperatura, aunque, la principal causa del mismo fue en realidad la erupción, en abril de 1815, del volcán Tambora en Sumbawa, isla del sur de Indonesia. Esta erupción fue realmente de proporciones inimaginables y, por supuesto, la más grande registrada de todos los tiempos. Cerca de 90.000 personas de la isla y sus alrededores, en el mar de Java, murieron directa o indirectamente por causa de un cataclismo tan potente que cortó la altura del volcán en dos, dejándolo de 4.300 metros en 2.850. El embudo de polvo del Tambora expulsó a la estratosfera 200 megatoneladas de polvo, roca y aerosoles, una nube cuyos letales efectos se prolongaron hasta 1816, impidiendo que los rayos de un ya de por sí debilitado Sol llegasen correctamente a los suelos y a los habitantes de gran parte del hemisferio norte.
“El año sin verano”, un fenómeno planetario único en la historia que fue provocado por causas naturales y en el que el hombre jugó un papel exclusivamente pasivo. Por aquel entonces aún no poseíamos los medios suficientes para contaminar atmósferas y esquilmar recursos del modo tan eficaz como se hizo durante gran parte del siglo XX. Afortunadamente, ya en el XXI, parece que nos dimos cuenta de la enorme gravedad de expresiones como “efecto invernadero” y “cambio climático”. Sin embargo, aún queda mucho camino por recorrer, si no en la concienciación de los habitantes de este planeta, sí en las conciencias de sus gobernantes... Especialmente en la de algún mini-político disléxico y megalómano que sigue utilizando el protocolo de Kyoto para decorar los retretes de una casa aparentemente blanca.

El moderno Prometeo
(28-8-2006)
“En una lúgubre noche de noviembre llegué al término de mis esfuerzos. Con una ansiedad que era casi agonía, dispuse alrededor los instrumentos que me permitieron infundir una chispa vital a aquella cosa muerta yaciente a mis pies. Era ya la una de la mañana y mi candil estaba casi consumido cuando a su débil resplandor vi abrirse los ojos amarillentos de mi obra. Inspiró profundamente y un movimiento convulsivo le agitó las extremidades”. Así, y no con el famoso “¡Vive! ¡Vive!” cinematográfico, daba luz a su criatura subhumana el doctor Victor von Frankenstein. Ello ocurría al principio del capítulo V de “Frankenstein”, obra publicada en 1818 que proporcionó un grande y rápido éxito a su autora: Mary Wollstonecraft Shelley. Aunque escribió varias novelas más, Mary W. Shelley ingresó en las filas de la posteridad casi exclusivamente por la publicación de “Frankenstein” y otras circunstancias excepcionales de su vida parecen, sin embargo, haber sido olvidadas por el lector común.
Esta escritora era hija y esposa, a su vez, de algunas de las más relevantes figuras de las letras británicas. Su padre fue el novelista y ensayista William Godwin, de gran influencia en el progresismo político de su tiempo; y su madre, la escritora Mary Wollstonecraft, publicó en 1792 “Vindicación de los derechos de la mujer”, convirtiéndose así, prácticamente, en la primera autora feminista. Por otro lado, no sólo su infancia estuvo imbuida profundamente en el ambiente literario, sino que, con posterioridad, se casaría con Percy Bysshe Shelley, uno de los más importantes poetas del romanticismo inglés (lo cual le granjearía, de paso, la amistad de otro poeta ilustre: Lord Byron). Y por si todo ello fuera poco, hay que recordar que comenzó a escribir su famosa novela de terror cuando aún no había cumplido los 19 años, algo sólo reservado a la genialidad.
Ya en tiempos más recientes, las muchas adaptaciones cinematográficas e incluso teatrales han provocado que el público, involuntariamente, despojara de su apellido al doctor von Frankenstein para otorgárselo a su monstruo, quien en realidad nunca tuvo nombre. Otro detalle que la sociología literaria ha olvidado es que el título completo de la novela en cuestión es “Frankenstein o el moderno Prometeo”. El de Prometeo es un motivo recurrente de nuestra modernidad, y por eso lo utilizó la autora. No sólo como mito civilizador, ya que éste filántropo titán robó el fuego del Olimpo para regalárselo a los hombres (tras lo cual sería castigado sin piedad por Zeus), sino también como mito creador, genético, puesto que fue Prometeo quien, según la mitología griega, creó a los hombres del barro. Victor von Frankenstein fue, por tanto, un nuevo Prometeo, un personaje que, cómo éste, fue terriblemente castigado por jugar a ser Dios.
Hoy en día ya no se dramatiza tanto con la generación artificial de vida. Obviando la inteligencia artificial de la informática, que podría acabar en un futuro asemejándose “virtualmente” —nunca mejor dicho— a la humana (John Connor nos ampare), los trabajos en clonación y regeneración de tejidos a través de células madre están muy avanzados. De hecho, hace unos días se realizó con éxito en Huelva el primer autotrasplante de células madre procedente de la sangre a un paciente con linfoma. Enhorabuena. Unámonos en todo lo posible a esos aparentemente increíbles avances científicos que salvan vidas humanas sin hacer caso a las estériles y mojigatas diatribas seudofilosóficas de los sectores más reaccionarios. Nadie quiere ser Dios (chico trabajo, como se dice aquí), pero sí podemos ser un poco titanes.

Hecatombes contemporáneas
(11-8-2006)

Hoy en día se entiende una hecatombe en su sentido amplio, como una matanza, catástrofe o desgracia de grandes magnitudes. Sin embargo, originariamente, una hecatombe era el sacrificio de cien bueyes que hacían los antiguos griegos a algunos de sus dioses. La etimología de la palabra es nítida: “hecatón” (cien)—“bous” (buey). En la otra cara de la moneda (del óbolo), encontramos a lo largo del tortuoso camino de la historia de las religiones numerosos ejemplos de dioses astados, en su mayoría símbolos de potencia fecundante y relacionados con la luna y sus influjos debido a la forma en cuarto creciente de los cuernos. Algunos casos representativos, entre muchísimos otros, son las muestras de arte paleolítico rupestre en cuevas españolas y francesas, los numerosos dioses-toro de la antigua Mesopotamia (en el Louvre se encuentra la estatua de uno), el toro o buey Apis de los egipcios (res portavoz del dios creador Ptah), el famoso Minotauro de los cretenses con su no menos famoso laberinto..., e incluso Zeus adoptó la forma de un hermoso toro blanco para poseer a la bella Europa.
En la actualidad del costumbrismo y el folclore de nuestro país también se puede observar este doble proceso de mitificación y sacrificio, sobre todo en la época estival. Por un lado, son numerosos los lugares de la geografía española que incluyen crueles rituales en sus fiestas teniendo por protagonista y víctima a algún animal, especialmente toros, vaquillas o cabras. Sin duda, el más tristemente célebre es el del pueblo zamorano Manganeses de la Polvorosa, cuyas fiestas locales contaban como principal atractivo con el lanzamiento de una cabra desde lo alto de un campanario; eso sí, los lugareños tenían la deferencia de intentar frenar el impacto de la caída recepcionándola con una lona. En algunos pueblos de Galicia se introducían gallos en unas especies de piñatas a varios metros del suelo para que los participantes, montados en burro y con grandes palos las golpearan hasta romperlas. En Terres de l’Ebre (Tarragona) a los “toros de fuego” o “embolats” se les prendía fuego en los cuernos para que el divertimento fuera más vistoso. En Tordesillas (Valladolid), cada septiembre, en un entretenimiento denominado “el toro de la vega”, se echaba un toro al campo donde lo perseguía una multitud de personas, a pie y a caballo, armada con lanzas medievales con hojas de 33 cms. de longitud para clavárselas una y otra vez hasta la muerte.
Afortunadamente, diversas asociaciones para la defensa de los animales han logrado que esos bárbaros espectáculos (pertenecientes a una lista mucho más larga) fuesen prohibidos en su mayoría, aunque para vergüenza de la opinión pública en general y de las autoridades en particular, hay que señalar que dichas prohibiciones son de fecha reciente. Pero es que becerradas siguen celebrándose en muchas localidades españolas durante las fiestas veraniegas; y las becerradas no son más que espectáculos en los que personas corrientes (camareros, oficinistas, amas de casa, estudiantes, carniceros...), por el mero hecho de ser aficionados taurinos, pueden clavar banderillas y matar a espada a toros de muy tierna edad con un escaso grado de eficiencia. Sin embargo, ¿por qué quedarse en las cabras arrojadas desde un campanario o en las becerradas? ¿Qué sentido tienen, en pleno tercer milenio, en una de las sociedades más civilizadas y cultas del planeta, las corridas de toros? ¿Es por la otra cara de la moneda, la mitificación? ¿Porque aún hay un importante sector de la sociedad que tienen mitificado al toro y su mundo? Y si así fuera, que a estas alturas lo dudo mucho, antes que el mito está la humanidad, y hablo también de humanidad en cuanto compasión: una mínima conmoción ante la sistemática tortura de un ser vivo, aunque éste sea un animal y tenga cuernos.
En la última frase de la “Sonata de Otoño”, el marqués de Bradomín, si bien meditando sobre un asunto diferente, terminaba afirmando que “lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto”. El toro es ya un dios demasiado antiguo. Un dios que, con un poco de suerte, ya no conocerán las generaciones de la segunda mitad del siglo XXI, en un país cuyo perímetro no será ya comparado con la piel de ningún animal muerto. Y antes, mucho antes, tendrán que desaparecer todas aquellas crueles prácticas festivas que en ocasiones a uno le hacen pensar que quizá no se es más toro por tener cuernos...

¿Es un pájaro... o un avión?
(30-7-2006)

No, evidentemente... es Superman. Que regresa. Y lo hace, como de entre los muertos, desde la desigual saga protagonizada por Christopher Reeve a finales de los 70 y principios de 80. Segundas partes pocas veces fueron buenas y, en aquel caso, la tercera y especialmente la cuarta (sí, sí, hubo una cuarta, yo también estuve a punto de olvidarlo) fueron realmente desastrosas. Desde entonces, lo más cerca que estuvo “el hombre de acero” de la resucitación audiovisual fue la teleserie “Smalville”, la cual, a pesar de poseer cierto encanto retro camuflado, no pasaba de ser un culebrón teeneger revestido de verde-kriptón. La nueva versión cinematográfica recupera por fin al de los calzones rojos para la gran pantalla. Lois Lane sigue siendo un poco insulsa (aunque ya no fea, gracias a dios), y la cara de Stephan Bender parece clonada de la de Reeve, tanto en su supercaracolillo de reminiscencias folclóricas como cuando Kent se sube las gafitas, pero, en términos generales, no es una mala versión, lo que ya de por sí es un mérito hoy en día.
No obstante, que este film resucite en cierto modo a Superman para el cine, no quiere decir que hiciera falta revenarlo de ninguna otra parte. De este personaje, todo el mundo sigue aún preguntándose por qué lleva la ropa interior por fuera y no por dentro como su propio nombre indica (cuestión incluso de encendidos debates en Internet), y por qué su entorno sigue siendo tan estúpido como para permitirle que se camufle tan eficazmente detrás de unas simples gafas negras como si éstas, en realidad, fueran parecidas a las de Elton John o la Martirio...; pero lo cierto es que, aun así, nunca desapareció de nuestro bagaje cultural común. Y ya lleva tiempo allí. Corría el año 1933 y, mientras un siniestro personaje real que debió serlo sólo de ficción subía al poder en Alemania, nacía un poderoso personaje de ficción que ojalá hubiera sido real por aquella época. Dos muchachos de 19 años, el guionista Jerry Siegel y el dibujante Joe Shuster, crearon entonces la figura de Superman, probablemente inspirándose en una novela de ciencia ficción de escasa calidad publicada en 1930: Gladiator de Philip Wylie (en ella, los experimentos de un excéntrico científico provocaron que su hijo, Hugo Danner, naciera con superpoderes, lo que, ya adulto, le obligó a llevar una doble vida como empleado de banca y como luchador eventual contra el crimen). De cualquier manera, el superhéroe más famoso de todos los tiempos tuvo que pasear varios años su aún poco valorado palmito por varias editoriales reticentes hasta que en junio de 1938 “Action Comics” decidió publicar el primer número de sus aventuras (a cuya portada, por cierto, se hace un explícito homenaje en la nueva versión cinematográfica con la imagen de Superman sosteniendo un coche en un estético aunque forzado picado). A partir de ahí el éxito fue inmediato y ya en 1941, en las vísperas de la entrada de EE. UU. en la segunda guerra mundial, más de 20 millones de americanos leían las hazañas heroicas de tan insigne extraterrestre. Sus ya veinteañeros creadores, sin embargo, no se beneficiarían mucho de tal éxito, puesto que vendieron los derechos de la criatura por unos 130 dólares.
La cuestión es que, desde ese momento, sólo se puede hablar de Superman en términos mitólogicos y mitomaniacos. Quien no perciba, o al menos intuya, la enorme relevancia cultural de este personaje para la segunda mitad de nuestro siglo XX es que ha sido durante todo ese tiempo como una especie de niño burbuja, sordo, mudo y ciego a todas las manifestaciones culturales de la contemporaneidad. Escuchar cómo la gente tarareaba la clásica banda sonora en la sala de cine ante la nueva versión puede aproximarnos instintivamente a este hecho. Sin embargo, desde una perspectiva de análisis mucho más elaborada, basta con acercarse al (también mítico) libro de Umberto Eco “Apocalípticos e integrados”, que en 1968 analizaba con extrema lucidez el por aquel entonces reciente fenómeno de la cultura de masas. En dicho ensayo identificaba a los superhéroes del cómic con una nueva mitología contemporánea de raíces muy antiguas: “El héroe dotado con poderes superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido, desde Orlando a Pantagruel y Peter Pan”. Y en lo referente a la particularidad de Superman decía que, “desde el punto de vista mitopoyético [de la creación de mitos], el hallazgo tiene mayor valor: en realidad, Clark Kent personifica, de forma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por complejos y despreciado por sus propios semejantes”.
Y es que ya lo dijo hace poco un excelso y orondo cantante melódico, posiblemente basándose en el concepto nietzscheano del superhombre o en alguna otra valoración filosófica más profunda: “Yo no soy un superman”. Claro que no, nadie lo es... Sin embargo, adaptando el pensamiento de Eco, cabe afirmar que cualquier atareado contable, sufrido comercial, estresado periodista o deprimido profesor de secundaria de Madrid, Barcelona, Huelva o Paymogo “alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhombre capaz de recuperar años de mediocridad”.

Las amistades peligrosas
(13-7-2006)

En 1782 apareció en París un libro curioso: “Las amistades peligrosas” o “Cartas recopiladas en una sociedad y publicadas para la instrucción de otras sociedades”. Su autor era Pierre-Ambroise Choderlos de Laclos, nuevo noble y oficial del ejército francés que hubo de obtener así en el campo de las letras el reconocimiento que se le negó en el de batalla. A pesar del subtítulo instructivo, el tema de esta novela epistolar giraba alrededor de la seducción, el amor y sus consecuencias con la Francia cortesana y prerrevolucionaria como trasfondo. Obra de enorme y pronto éxito, también lo tuvo duradero porque ya en el siglo XX fue adaptada a los 16 milímetros por prestigiosos directores de cine, como Roger Vadim (1959) y Stephen Frears (1988) bajo el famoso título de “Las amistades peligrosas” (aunque la traducción más exacta sería “Las relaciones peligrosas” —“Les liaisons dangereuses”) o por Milos Forman con el de “Valmont” (1989); por otro lado, existen un par de versiones cinematográficas más modernas y alguna televisiva que no están a la altura de las mencionadas.
Este atractivo y elegante personaje, el vizconde de Valmont, se enzarzaba en un refinado lance de seducción con la copotragonista de la novela y, a su vez, antagonista del vizconde, la marquesa de Merteuil. Ambos personajes, apuestos y decadentes (y ex amantes), competían entre sí por engordar su curriculum seductor con el mayor número posible de conquistas amorosas. A pesar de las muchas versiones, resulta difícil apartar del imaginario colectivo moderno los rostros de John Malkovich y Glenn Close como los intérpretes de tan maquiavélicos tipos en el film de Stephen Frears. Al igual que se antoja inolvidable la lenta y sufrida rendición amorosa de Michelle Pfeiffer en el papel de la presidenta de Tourvel, aquel progresivo abandono a la pasión sensual desde la más estricta, y también sufrida, moral cristiana. Pero lo más suculento de la novela son esas “relaciones peligrosas”, ese microcosmos social en el que sus habitantes no saben de quién pueden fiarse o quién puede traicionarles, quién pretende seducirles o quién ansía amarles con sincero afecto... En definitiva, ¿quién es tu verdadero amigo?
Pero ésta no es una reflexión exclusiva de los ámbitos novelescos y de ficción, ni mucho menos. La realidad personal, cotidiana, también aparece plagada de meditaciones similares y, al fin y al cabo, de amistades peligrosas. ¿Quién no ha tenido alguna vez una relación amistosa o amorosa poco conveniente? ¿Quién no ha tenido algún amigo demasiado aficionado a los rumores y las intrigas “palaciegas”? ¿O quién no se ha dado cuenta en algún momento de que una persona en la que confiaba desde hacía años era en realidad un auténtico bastardo...? Bueno, tampoco hay que exagerar, pero es cierto que la vida está llena de estas pequeñas decepciones y llena también de amistades peligrosas. Y esto le ocurre a usted y a mí, y también a personas mucho más importantes que usted y que yo. Y esto está ocurriendo con el gobierno de la nación y las negociaciones con ETA (y permítaseme el salto...; salte conmigo, como cantaba aquel grupo). Más que amistades, que no puede haberlas, lo que hay entre Zapatero y la banda terrorista son “relaciones peligrosas”, que en realidad, como dije, era la traducción más exacta del título de la novela del oficial francés. Pero es que unas relaciones como ésas no pueden ser de otro modo: ¿no ha de ser peligroso en todos los sentidos tener contacto con delincuentes? Claro que sí, pero no por eso hay que dejar de tenerlo si se quieren arreglar las cosas y si las circunstancias son las idóneas.
Dejemos trabajar a quienes tanto trabajo tienen por delante en un momento histórico tan crucial como éste. Igual habría que permitir desarrollar su labor a cualquier otro partido político que estuviera en el poder. Respeto para todos, siempre, y especialmente para quienes más han sufrido con el terrorismo, pero dejemos trabajar por la paz, aportemos tranquilidad y crítica constructiva, no nerviosismo e insultos. Pienso que son muchos más los españoles que están a favor de la negociación que los que están en contra (y las próximas elecciones deberían corroborar este punto). Pero ante todo dejemos la paz en paz; no enredemos..., como hacían el vizconde y la marquesa.

Asuntos capitales
(23-6-2006)
El otro viernes se representó en Huelva “Salomé” de Oscar Wilde, con dirección de Miguel Narros. Quizá la estética modernista original hubiera sido preferible a la iconografía moderna, algo sofocante, aunque lo cierto es que el público aplaudió durante un buen rato. Wilde compuso este drama entre 1891 y 1892, durante una estancia parisina, lo escribió en francés pensando para el papel de protagonista en Sarah Bernhardt, la actriz más famosa del cambio de siglo. “Salomé” fue como una especie de sombría premonición del posterior descenso a los infiernos del creador de Dorian Gray, porque la censura prohibió inicialmente su estreno por razones “bíblicas”. Y, a pesar de que durante los años siguientes gozó de varios éxitos teatrales, la obra se estrenó finalmente en París en 1896, poco después de la muerte de su madre y justo cuando Wilde se encontraba ya en la cárcel. El afamado y excéntrico escritor irlandés había dado con sus huesos allí gracias al proceso judicial orquestado contra él por el marqués de Queensberry. Éste le había acusado de mantener relaciones sodomitas con su hijo, Lord Alfred Douglas, lo cual, evidentemente, era algo intolerable en una Inglaterra victoriana atestada de armarios apolillados.
Cuando Wilde retomó el motivo de Salomé, la más famosa danzante de siete velos que haya dado la historia hacía ya mucho tiempo que había sido objeto de interés artístico. Desde principios del siglo XVI existen representaciones célebres de este famoso episodio bíblico, como las de Da Vinci, Cranach, Tiziano o, más tarde, Rubens, Tiepolo... Pero es en el siglo XIX, a raíz de la publicación en 1841 de un poema del escritor romántico alemán Heinrich Heine, cuando el mito de la decapitación de Yokanaán (el Bautista) cobra una fuerza inusitada. Era una pieza fantástica titulada “Atta Troll. Sueño de una noche de verano” (“Atta Troll” era el nombre de un gigantesco oso) y, aunque en ella sólo se nombraba de pasada la historia de Salomé, el resto de aquel siglo se llenó de ejercicios de estilo y variantes sobre el tema: Flaubert, Mallarmé, Huysmans... Pero hay que tener muy en cuenta que hasta la “Salomé” de Wilde, el papel principal de esta dramática narración lo había llevado a cabo Herodías, la madre de la bailarina; Herodías, la esposa de Herodes Antipas, la que fuera anteriormente mujer del hermanastro de éste. Herodías fue, así, quien instigó a su hija a pedir la cabeza del Bautista después de la famosa danza, puesto que Yokanaán había censurado en su momento las nuevas nupcias del tetrarca de Galilea con quien había yacido ya en la misma cama de su propio hermanastro.
De hecho, el nombre de Salomé ni siquiera era señalado por Lucas o Mateos en sus evangelios, que sólo hablaban de la “hija de Herodías” y es sólo en las últimas décadas del siglo XIX cuando el mito se conforma tal y como hoy lo conocemos. Gracias a los suntuosos cuadros de Gustave Moreau, que devolvieron el protagonismo a la bailarina y, sobre todo, gracias al drama de Wilde, que introdujo el móvil amoroso por parte de Salomé en la petición de aquella famosa cabeza sobre bandeja de plata. Desde entonces no se entenderá el mito sin su componente amoroso y lúbrico, y así lo desarrollaron autores posteriores, como Richard Strauss en su ópera de 1905 o Pasolini en su mítico largometraje “El Evangelio según san Mateo” (1964).
Y es que la historia y la literatura se han empeñado desde siempre en que los hombres perdamos la cabeza por las mujeres. Y, por lo que parece, si esto se lleva a cabo de forma literal, es mucho más interesante... En el imaginario colectivo occidental aparece también otra hebrea, la piadosa viuda Judit cercenando la cabeza del general babilónico Holofernes y llevándosela en una alforja hacia el campamento israelita. La histérica Reina de corazones de aquel fabuloso “País de las Maravillas” también asalta de vez en cuando nuestro subconsciente con su famoso grito de decapitación a discreción... Aunque ninguna como Salomé, hermosa, febril, sexual, misteriosa... ¿Cuál sería la lúbrica atracción que compartía la bella danzante hebrea con la luna roja del cielo negro de Jerusalén...?

Tiempos de gloria
(14-6-2006)

Corren tiempos de romerías multitudinarias y seculares que exportan hacia todo el mundo una pintoresca imagen relativamente representativa de nuestra ciudad. De homenajes emocionados y masivos a mitos de la lírica folclórica que nos recuerdan que España sigue siendo más cañí que nunca en plena era postmoderna. De estrenos de cinematográficos bestsellers con formato de gincana seudoculturalista y kitsch (y un protagonista, por cierto, inmenso en el sentido literal). De ensayos generales de una orquesta balompédica nacional con demasiada afición por los “cuartetos” de final... Pero, sobre todo, corren tiempos de gloria para el recreativismo.
Quién les iba a decir a Alejandro Mackay y Guillermo Sundheim (con sus nombres de pila españolizados gracias a esa costumbre tan entrañable que se tenía por aquel entonces en España) que, más de un siglo después, su invención deportiva iba a ser el eje alrededor del cual se aglutinara toda Huelva. El doctor Mackay arribó a tierras onubenses a principios de la década de 1880, proveniente de Escocia y doctorado en Edimburgo, convirtiéndose rápidamente en un afamado cirujano. Y Guillermo Sundheim había llegado unos años antes desde el centro de Europa para ejercer el cargo de cónsul de Alemania en Huelva y también para convertirse en uno de los más importantes promotores del desarrollo industrial en la provincia. Ambos fueron los protagonistas principales de la reunión que tuvo lugar a las 22 horas del lunes 23 de diciembre de 1889 en la sede de la Riotinto Company Limited en el Hotel Colón (actual Casa Colón). En aquel sitio y en aquel momento se firmó el acta fundacional del “Huelva Recreation Club”, el que 20 años después llevaría ya su denominación tradicional de “Real Club Recreativo de Huelva”.
Allá por 1889, nuestro amigo Juan Ramón Jiménez asistía al Colegio de primera y segunda enseñanza de San José en Moguer, y probablemente vivía ajeno al profundo cambio socio-económico que afectaba a la capital de su provincia. Sin lugar a dudas, el hecho histórico que marcó todo el último tercio del siglo XIX y principios del XX fue el establecimiento en nuestra ciudad (que lo era desde 1876) de las compañías mineras extranjeras, principalmente británicas. Huelva vivía entonces su propia revolución industrial gracias a sociedades como la mencionada Riotinto Company Limited o The Tharsis Sulphur and Copper Company Limited (parece ser que los ingleses de la primera comenzaron a protagonizar los primeros partidos de “foot-ball” en suelo español contra los escoceses de la segunda). Por esas fechas, otro decano, esta vez de la prensa, hacía varios años que se consolidaba como la publicación más relevante de Huelva, siéndolo hasta su desaparición en 1937: me refiero al famoso diario La Provincia. Se preparaba ya la llegada del cambio de siglo, momento dorado de la prensa y la literatura para toda España y también para su límite sur occidental. Eran tiempos en los que el interés por el fútbol quedaba empequeñecido por la afición a la cultura, al arte, a la literatura (aunque también es cierto que el fútbol sólo comenzaba a dar sus primeros pasos; tan diminutos que compartía popularidad con el críquet en las gradas del Velódromo).
Desde este último punto de vista, es una lástima que hoy en día lo único que mueva apasionadamente a las masas sean los productos subculturales y que del “pan y toros” se haya pasado al “tele-basura y fútbol” (porque pan, afortunadamente, ya hay mucho más que antes; y toros..., bueno, afortunadamente, ya hay muchos menos que antes). No parece lógico, desde la óptica del mérito personal, que tantos miles y miles de euros engorden las nóminas de futbolistas que muchas veces tienen más de las antiguas vedettes que de verdaderos deportistas. Ni que ahora los padres de los niños ya no sueñen con que sus hijos sean “de mayores” escritores o científicos o presidentes del gobierno... No, ahora fabulan con la posibilidad remota pero factible de que se conviertan en futbolistas de éxito, nuevos ricos idóneos para formar parejas socio-estéticamente perfectas casándose con top-models aspirantes a actrices... En fin, tampoco me hagan mucho caso; siempre habrá alguien que tenga que hacer de abogado del diablo, ¿no?... Y, después de todo (guárdenme el secreto), les confieso que yo salté más que nadie cuando Gastón Casas empalmó la volea del tercer gol en Numancia...

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