Saturday, May 26, 2007

EL SILENCIO DE ÁYAX

El "silencio de Áyax" pretende ser una sección para la reflexión y el ensayo, en la que tengan cabida las diferentes manifestaciones de la condición humana en su relación con el arte y la cultura.

Bienvenidos al otro lado

¿Ha tenido alguna vez la sensación de que los ojos que le interrogan fijamente desde la otra cara del espejo no son los suyos...? Acompáñenos en este curioso viaje hacia "el otro lado".

Cuando a finales de los 60 ‘El Rey Lagarto’ (Jim Morrison) se contorsionaba bajo los acordes de su rock psicodélico, con el ácido lisérgico susurrándole al oído entre las sombras del escenario, e invitaba a sus seguidores a viajar hacia ese “lugar donde no hay límites” ni se “necesita razón alguna”..., dándoles la “bienvenida al otro lado”, hacía ya tiempo que los hombres buscaban el reverso de las cosas y de sí mismos.
Borges nos recordaba en El libro de los seres imaginarios (1957) que hace miles de años, en la China legendaria del Emperador Amarillo, había gentes y animales que vivían al otro lado..., al otro lado del Espejo. Entonces existía todo un mundo paralelo del nuestro al que se accedía a través de los espejos. Sin embargo, los habitantes del Espejo eran belicosos y un mal día decidieron invadir a sus vecinos. Afortunadamente, las artes mágicas del Emperador hicieron inclinar la balanza de su parte y, además, este lanzó un hechizo a través del cristal contra aquellos seres especulares: “los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres; los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles”.
También cuenta la leyenda que con el paso del tiempo, otro mal día, los habitantes del Espejo “despertarán de su mágico letargo”. Primero, “percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro”, y después irán despertando el resto de formas, que gradualmente diferirán de nosotros y nos dejarán de imitar para, finalmente, romper “las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas”. Es posible comprobar con esta fábula, en la que queda patente la agresividad de los seres especulares, que el carácter salvaje que se le suele atribuir al otro lado, en sus diferentes manifestaciones, es un tópico muy antiguo.
Probablemente, la más célebre estancia de alguien al otro lado del Espejo es la que protagonizó una niña inglesa de 10 años en la segunda mitad del siglo XIX. Evidentemente, me estoy refiriendo a Alicia, a quien el reverendo Charles Lutwidge Dodgson (también conocido como ‘Lewis Carroll’) envió A través del Espejo en 1871; ‘lo que Alicia encontró allí’ (Through the Looking Glass and what Alice found there) es, en principio, más agradable que los enemigos especulares del Emperador Amarillo.
Sin embargo, no olvidemos que, a un nivel extratextual, tanto el País de las Maravillas (que el escritor dio a conocer seis años antes) como el Mundo del Espejo no suponían otra cosa que el lado salvaje del propio Carroll, quien por su triple condición de matemático, eclesiástico y tartamudo tenía una vida diametralmente opuesta no sólo a lo que representan cualquiera de esos dos mundos, sino también a cualquier tipo de emoción extraordinaria.
Además, también conviene recordar que la trama de A través del Espejo se basa íntegramente en una partida de ajedrez, un juego que, como se sabe, es en el fondo (y en la superficie) la escenificación de una batalla. Tampoco olvidemos algunos episodios violentos como la encarnizada pelea del Unicornio (Escocia) y el León (Inglaterra) en el capítulo VII, violencia que es mucho más intensa (al menos desde el punto de vista verbal) en Alicia en el País de las Maravillas, especialmente en el capítulo XII con la famosa y reiterativa exclamación de la Reina de Corazones: “¡Que le corten la cabeza!”.
Otro espejo igualmente famoso pero mucho más pasivo y neutro es el del cuento ‘Blancanieves’, historia que recogió por primera vez el italiano Giambattista Basile en El cuento de los cuentos (1634) y que se dio a conocer sobre todo con los hermanos Grimm a principios del siglo XIX. La frase de la envidiosa y malvada madrastra de Blancanieves (“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”) es sin duda una de las interrogaciones más recordadas de la narrativa infantil. Sin embargo, en tal ocasión el papel de este espejo (que contesta casi invariablemente “Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella”) es sólo de instrumento medidor y destinado a constatar grados de belleza presentes o remotos. Aunque también es cierto que, interpretando laxamente la relación entre la bella Blancanieves, su malvada madrastra y el locuaz espejo, podría pensarse que, al fin y al cabo, es un espejo quien sigue separando dos lados diametralmente contrapuestos: el de la bondad sin medida de la niña y el de la desmedida malignidad de su madrastra.
Por otro lado, un enfoque escatológico o cósmico muy interesante de la cuestión especular es la que hacía Borges en otro de sus ensayos, “El espejo de los enigmas”, recopilado en Otras inquisiciones (1952). En él reflexionaba sobre la exégesis simbólica de la Biblia y tomaba como base la hipótesis de Arthur Machen de que “el mundo externo —las formas, las temperaturas, la luna— es un lenguaje que hemos olvidado los hombres, o que deletreamos apenas...”, y la de Thomas de Quincey de que “hasta los sonidos irracionales del globo deben ser otras tantas álgebras y lenguajes que de algún modo tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su sintaxis, y así, las mínimas cosas del universo pueden ser espejos de secretos mayores”.
Pero Borges se basaba sobre todo en los textos del francés Leon Bloy, que a su vez lo hacía en un críptico versículo de San Pablo, “Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum” (Corintios I, 13, 12), cuya traducción más o menos libre es esta: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; más entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; más entonces conoceré como soy conocido”.
De las muchas interpretaciones que hizo Bloy a lo largo de su vida y de su obra conviene resaltar dos. Una es de una misiva escrita en mayo de 1904 y en ella el francés decía al respecto que “vemos todas las cosas al revés. Cuando creemos dar, recibimos, etc. (...). Nosotros estamos en el cielo y Dios sufre en la tierra”. Y más concluyente es aún la idea expuesta en otra carta, esta de mayo de 1908: “Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo”. Por tanto, y en definitiva, Bloy también colocaba dos realidades absolutamente opuestas a cada lado del Espejo y una de ellas, especialmente dañina y capaz de causar dolor.
Pero ahondando más en la materia, podría afirmarse que todos esos mundos extraños y salvajes que están al otro lado del Espejo no son más que metáforas de ‘los otros lados’ que en realidad llevan las personas en sí mismas. La literatura está llena de ejemplos al respecto, especialmente la literatura de misterio. Licantropías aparte, el más paradigmático es sin duda El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde, novela publicada en 1886 por Robert Louis Stevenson, autor que pasó a los manuales sobre literatura universal gracias a las aventuras de La isla del tesoro, aparecida tres años antes. En la primera de estas novelas, el bien y el mal se unen en una sola persona, el médico Henry Jeckyll, que descubre una sustancia química capaz de transformarle, primero a voluntad y después incontroladamente, en el monstruo conocido como mister Hyde.
Otro galeno ilustre con una cara salvaje y monstruosa es el doctor Victor von Frankenstein, protagonista de la novela publicada en 1818 por Mary Wollstonecraft Shelley que las versiones cinematográficas del siglo XX convirtieron en mito del terror: Frankenstein o el moderno Prometeo. Más concretamente, mitificaron al monstruo innominado al que la tradición moderna adjudicó el nombre de su creador: ‘Frankenstein’. Aunque esta criatura es una creación producto de los experimentos del médico suizo, parece fácil deducir que en el fondo, al menos literariamente hablando, es su alter ego violento, capaz, como el doctor, de amar y demostrar sensibilidad y buenos sentimientos pero, al mismo tiempo, también de asesinar de forma cruel cuando las circunstancias lo requieren.
Un caso muy interesante en este sentido, porque mezcla el reverso humano con el otro lado de algo muy parecido a un espejo, un cuadro, es el de El retrato de Dorian Gray (1891). “Al entrar, encontraron, colgado en la pared un espléndido retrato de su amo, tal como le habían visto últimamente, en toda la maravilla de su exquisita juventud y su belleza. Tendido sobre el suelo había un hombre muerto, en traje de etiqueta, con un cuchillo en las manos. Estaba ajado, lleno de arrugas y su cara era repugnante. Hasta que no examinaron sus anillos no reconocieron quién era”. Era Dorian Gray, que instantes antes había apuñalado su propio retrato...
Así termina la decadentista historia urdida por Oscar Wilde en su novela, en la que un dandy decimonónico, gracias a una extraña suerte esotérica difícil de explicar, logra permanecer indefinidamente joven mientras su retrato envejece. En esta ocasión, el lado oscuro e irracional es reversible y, mientras el retrato absorbe lo malo de Dorian, este se queda con lo bueno; al menos a un nivel físico, porque en el moral podría decirse lo contrario, ya que el protagonista del relato aumenta su crueldad interior de forma proporcional al incremento de su belleza externa.
Incluso en lo ejemplos ‘buenos’ de doble personalidad, la de los superhéroes (esa rica y nunca suficientemente valorada mitología postmoderna), el otro lado conlleva su dosis generosa de rebeldía y desinhibición. Está claro que la faz superheroica siempre es una ampliación en bondad con respecto a la identidad secreta, pero también lo es en cuanto a radicalidad o extroversión. Citemos al binomio superheroico por antonomasia de la segunda mitad del siglo XX: Superman y Spiderman.
El primero, creado por Joe Shuster y Jerry Siegel, vio la luz en 1938, en el número 1 de Action Comics y no tardó mucho en convertirse en el paradigma superheroico de Occidente. En su vida cotidiana, Superman es el tímido, pacato e introvertido periodista Clark Kent. Sin embargo, cuando surge algún problema en su ciudad, Metrópolis, su personalidad se transforma y se hace mucho más audaz tanto en el desempeño profesional contra ‘los malos’ como en sus relaciones personales.
Y algo parecido ocurre con Spiderman, personaje creado en 1962 por Stan Lee (el famoso gurú de la compañía Marvel) y Steve Ditko para el número 12 de Amazing Fantasy. Utilizando el lenguaje típico de este tópico, ‘por el día’ Spiderman es Peter Parker, un timorato y enclenque estudiante de Química, y ‘por la noche’ se convierte en el Hombre-Araña, un superhéroe ágil y fuerte en lo físico e incluso mordaz e ingenioso en lo verbal.
Un lado aún más inquietante de ese otro lado del que estamos hablando es el Doble, pero no ya el reflejo físico de uno mismo en un espejo ni el reverso metafórico de su alma, sino la presencia real y efectiva de una persona que es exactamente idéntica a otra sin que les vincule lazo alguno de parentesco. Como también señaló Borges en El libro de los seres imaginarios, varias tradiciones sajonas recogen la existencia del Doble como un ser que anuncia la muerte de su igual.
En Alemania lo llaman ‘Doppel-gaenger’ y en Escocia ‘Fetch’, que significa literalmente ‘buscar’, ya que, según parece, el Doble viene a buscar a los hombres para llevarlos a la muerte. Borges localizó el tópico también en la “trágica balada ‘Ticonderoga’ de Robert Louis Stevenson” y en “el extraño cuadro How they meet themselves de Rosseti”, en el que aparecen “dos amantes que se encuentran consigo mismos, en el crepúsculo de un bosque”. Considerando todas las reflexiones hechas aquí, es curioso el esquema de este último ejemplo del artista prerrafaelita inglés, puesto que vemos en él un cuadro, que al fin y al cabo es un espejo del alma del pintor, y dentro del lienzo un reverso más: el de los dobles de los amantes, reflejo cuádruple.
No en vano, el propio Dorian Gray, apenas unas páginas antes de terminar la novela que protagoniza, rompe un espejo, irritado por la belleza artificial que ve en sí mismo, y justo al final califica al ominoso retrato que guardaba todas sus imperfecciones de esta forma: “Porque era un espejo injusto aquel espejo de su alma en que se miraba”. Efectivamente —y pregúntenselo alguna vez cuando estén frente a Él—, el Espejo sigue siendo una puerta hacia otros mundos extraños y propios a un tiempo y hacia nuestro propio interior, ya que en el fondo (¿en el fondo del espejo?) esos otros lados salvajes reflejan una parte más o menos reveladora de nuestra alma.

Odiel Información (17-9-2007, pp. 10-11).

La "mujer" de rojo (Parte 1)

Si alguna vez tuvo usted un sueño subido de tono en el que aparecía una mujer tocada con una caperuza roja, tranquilo, descargue su conciencia, porque no fue culpa suya...


Al evocar el personaje de Caperucita Roja, todos dibujamos en nuestras mentes (quizá en aquellos pequeños rincones de nuestra psique donde aún conservamos algo de inocencia infantil) una cándida y dulce niña tocada con una caperuza de color rojo que fue gravemente ultrajada por un fiero lobo mientras desempeñaba la noble misión de abastecer a su querida abuela. Tal ha sido el poder y la fascinación de esta narración tradicional, extraída de lo más profundo de la literatura oral europea, que ha conseguido sin esfuerzo y de forma indiscutible ser considerada el más famoso cuento popular de todos los tiempos.
Sin embargo, y precisamente por eso, es un historia que ha dado de sí mucho más de lo que el lector (u oyente) común puede imaginar, puesto que seguro que hay quien desconoce que durante décadas Caperucita pasó por ser poco menos que una buscona gracias a Perrault, que en algunas versiones orales la inocente niña se come la sangre y la carne de su abuela o que casi llegó a conquistar Etiopía para el ejército fascista de Benito Mussolini.
Pero comencemos por el principio. Para aquellos que han estudiado a fondo la cuestión, el origen exacto de este cuento continúa siendo una incógnita, puesto que narraciones basadas o inspiradas en el mismo tema, se pueden encontrar no sólo en el folclore europeo, sino también en la tradición del Lejano y Medio Oriente y en África. Por ello, averiguar cuál de esas narraciones es la original y cuáles las imitaciones constituye una tarea difícil, por no decir imposible, de conseguir.
El primer precedente en la cultura europea lo tenemos en un libro escrito en latín, del año 1023, cuyo título es Fecunda Ratis (La barca de la fecundidad). Su autor es Egberto de Lieja y en uno de sus pasajes aparece una niña en compañía de lobos vistiendo ropas de color rojo muy importantes para ella. El tema de este libro es el amor galante, tal y como se puede comprobar en algunos de sus versos: “Cinco son los resortes del amor fogoso:/ vista, conversación, contacto, besos entre los enamorados/ y, finalmente, la cópula, coronación de la enconada guerra”. Este detalle temático es muy significativo, ya que incardina la primera referencia escrita dentro de una obra de tono erótico, lo que prefigura la fuerte connotación sexual de algunas versiones del cuento.
Puesto que en El cuento de los cuentos (1634-36) del napolitano Giambattista Basile podemos encontrar versiones de ‘Cenicienta’, ‘El gato con botas’, ‘Blancanieves’ o ‘La bella y la bestia’, pero no de nuestra ‘mujer de rojo’, hemos de esperar un poco más, hasta 1697, para que Charles Perrault ponga por primera vez en negro sobre blanco la historia de Caperucita Roja (‘Le Petit Chaperon Rouge’), fijando además un elemento, el de la caperuza roja, que no suele encontrarse en las versiones orales.
Perrault publicó sus Histoires ou Contes du temps passé (conocidas como Cuentos de antaño) bajo la firma de su hijo, Pierre Perrault Damancourt, puesto que en la Francia de la época, y más para un reputado filólogo como él, los cuentos en prosa de origen oral no gozaban de ningún prestigio a nivel literario. Esta estrategia no tardó mucho en ser descubierta, aunque, afortunadamente, el enorme éxito de los Cuentos de antaño terminó por dignificar el género del cuento popular y a Perrault, finalmente, la historia le conocería por ello y no por sus obras eruditas ni por ser uno de los principales protagonistas de la ‘Querella entre los antiguos y los modernos’, importante disputa filológica de la Francia cortesana de finales del siglo XVII; ni siquiera por ser durante veinte años el hombre de confianza de Colbert, el famoso ministro de Luis XIV.
Por otra parte, a pesar de que fue la primera versión escrita de este cuento universal y de su enorme éxito, no ha sido la que ha perdurado hasta nuestros días, principalmente por dos razones. La primera tiene que ver con la forma en que termina la versión perraultiana, ya que en esta no hay final feliz y tanto la abuela como la nieta acaban sus días formando parte íntima de los procesos digestivos del lobo. Imaginen la cara de los niños de hoy en día al escuchar esto.
Como señala el psicoanalista austriaco Bruno Bettelheim en su célebre estudio Psicoanálisis de los cuentos de hadas (cuya primera edición española es de 1977), “parece que muchos adultos creen que es mejor atemorizar a los niños para que se porten bien antes que liberar sus ansiedades, que es una de las funciones de un cuento de hadas”. Efectivamente, el relato de Perrault culmina con la victoria del lobo y, de este modo, carece de la huida, la superación y el alivio de otras historias. Su intención era que ‘Le Petit Chaperon Rouge’ fuera, más que un cuento de hadas, una historia admonitoria, de advertencia (conte d’advertissement) ante actos reprobables, una historia que atemoriza deliberadamente al niño con un final ansiógeno.
La otra razón tiene que ver con las notables connotaciones sexuales de esta versión, las cuales comienzan desde la propia caracterización de la niña, a la que el autor adornaba con una caperuza roja, pero no una cualquiera, sino un ‘chaperon rouge’, un sombrerito a la moda en tiempos de Perrault. Sin embargo, este no sólo quiso ‘poner guapa’ a la niña, sino que también le otorgó un comportamiento de lo más libertino para ‘su edad’. Cuando Caperucita es invitada por el lobo, que suplía el lugar de la abuela, al lecho de esta, la niña, ni corta ni perezosa, se desnuda antes de llevar a cabo tal sugerencia. Esta acción se ve reforzada con el comienzo del famoso intercambio de observaciones y explicaciones del clímax del cuento: al comentario de la niña “¡Abuelita, qué brazos más grandes tienes!”, el lobo responde que “son para abrazarte mejor, hija mía”, detalle anatómico que, por otro lado, no aparece en ninguna otra versión registrada.
“Podemos pensar”, explica Bettelheim, “que Caperucita es tonta o bien que quiere que la seduzcan porque, en respuesta a esta seducción tan evidente y clara, no hace ningún movimiento para escapar ni para oponerse a ello. Con todos esos detalles, Caperucita Roja pasa de ser una muchacha ingenua y atractiva, a la que se convence de que no haga caso de las advertencias de la madre y de que disfrute con lo que ella cree conscientemente que son juegos inocentes, a ser poco más que una mujer que ha perdido la honra”. No olvidemos tampoco que algunos autores como el alemán Erich Fromm (El lenguaje olvidado, 1971) van más allá e identifican simbólicamente la caperuza roja con la sangre menstrual, situando a la protagonista en edad ‘de merecer’, lo que aumentaría la significación erótica ya implícita en todo el relato.
El técnico teatral y escritor chileno Hugo Cerda, en otro clásico sobre la materia (Ideología y cuentos de hadas, 1985) apuntaba la cuestión en este sentido: “Algunos autores han destacado el desarrollo y la evolución netamente sadista de Caperucita roja, la cual ha sido explicada como un símbolo de la violencia o agresión sexual, que en el caso del cuento, se convierte en una especie de simulacro simbólico de la conquista y el acto sexual. Según estos estudiosos, el autor del cuento se regocija en pintarnos inicialmente un cuadro extremadamente idílico y bucólico de Caperucita para hacer más morbosamente interesante el final, esto es, el instante en que el Lobo se acuesta con Caperucita, a quien posteriormente devora”.
Todo este componente sexual de la versión de Perrault se ve además reforzado y explicitado en la moraleja en verso que el francés colocó al final del cuento: “Vemos aquí que los adolescentes/ y más las jovencitas/ elegantes, bien hechas y bonitas,/ hacen mal en oír a ciertas gentes,/ y que no hay que extrañarse de la broma/ de que a tantas el lobo se coma./ Digo el lobo, porque estos animales/ (...) persiguen a las jóvenes Doncellas,/ llegando detrás de ellas/ a la casa y hasta la habitación”. Perrault resolvía así la metáfora dejando claro que el Lobo es el hombre seductor y galante, muy de moda en la Francia de entonces (popularizado un siglo más tarde por Las amistades peligrosas de Choderlo de Laclos y su libertino vizconde de Valmont), que busca ‘comerse’ a las jovencitas aunque con una intención muy diferente a la de ingerirlas.
En este sentido, es evidente que el destinatario de la Caperucita de Perrault era un público cortesano, que probablemente no había visto un lobo en su vida, algo que no tiene nada que ver con las versiones populares, en las que el Lobo cumplía la función de desalentar a los niños de cometer acciones imprudentes, como es el caso de atravesar solos un bosque. El Lobo en este caso debe entenderse como un peligro real y no metafórico. En efecto, sabemos que entre finales del siglo XV y principios del XIX, los ataques de los lobos a los niños (sobre todo pastorcillos niños y púberes) no eran infrecuentes, sobre todo en las regiones alejadas de las grandes vías de comunicación (al contrario que ahora, Europa era entonces un gran bosque); por ejemplo, el primer caso documentado en Lombardía de una agresión similar se remonta al año 1490. Precisamente, esta peligrosidad del lobo determinó su matanza en toda Europa durante los siglos mencionados.
Regresando al cuento, cabe preguntarse cómo llegó a ser la versión perraultiana esa mucho menos cruel que todos escuchamos alguna vez antes de dormirnos. Después de casi un siglo de éxito incontestable (e inesperado) en Francia, Caperucita Roja emprendió un curioso viaje a finales del siglo XVII de la mano de los hugonotes exiliados, que llevaban consigo el repertorio de cuentos galos. Estos protestantes franceses tuvieron que huir a causa de las Guerras de Religión, recalando en países no católicos como Inglaterra, Suiza, Países Bajos, Norteamérica y Alemania.
Particularmente en este último país, los cuentos de Perrault se fundieron con el sustrato local popular, lo que propició que, a principios del siglo XIX los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm recogieran, junto a otros cuentos, la versión popular alemana de ‘Caperucita Roja’, inspirada directamente en la de Perrault. Lo hicieron en su mítico primer volumen de los Kinder-und Hausmärchen o Cuentos de niños y del hogar, publicado en 1812.
La versión de los Grimm ya es mucho más parecida a aquella que ha predominado en la actualidad. La ‘Caperucita Roja’ de los Grimm integra y amplia la de Perrault y, afortunadamente (al menos para los niños oidores de cuentos) acaba con un final feliz; de hecho, acaba con dos, ya que los alemanes, en su afán documental, recogieron una especie de epílogo en el que Caperucita se cruza con otro lobo, pero esta vez, con la lección bien aprendida, va corriendo hasta la casa de su abuela para tender entre ambas una trampa y matarlo. Este epílogo poco atractivo no ha pasado a la posteridad y sí el primer final de los Grimm, en el que un intrépido cazador (que pasaba por allí) se encarga de abrir la barriga del Lobo mientras este duerme para extirpar de una pieza tanto a la nieta como a la abuela. Acto seguido, Caperucita llena el vientre lobuno de piedras que le terminarían provocando la muerte al despertar gracias al golpe que se da en su huida debido ese sobrepeso inducido.
No obstante, hay que señalar que, ya fuera por el boca a boca de la tradición popular alemana o por una pedagógica decisión de los Grimm, su nuevo final surgió por contaminación de otro cuento alemán de origen francés: ‘El lobo y los siete cabritos’. En este, como todos sabemos, un lobo asedia a siete cabritillos a la puerta de su casa haciéndose pasar por su madre. Cuando consigue engañarlos, se come a todos menos uno que espera escondido a la madre para que ambos, al igual que ocurre en ‘Caperucita Roja’, rajen al Lobo, salven a las víctimas e introduzcan unas cuantas piedras en su estómago que le harían ahogarse en una fuente cercana, también por un exceso de peso.
De paso, observamos aquí el origen ancestral de todos estos cuentos, ya que es imposible soslayar el parecido de este desenlace con aquel relato mitológico de Cronos devorando a sus hijos, en el que Metis, su primera esposa, le engaña dándole una piedra envuelta en un paño en lugar de entregarle a Zeus, quien, una vez mayor, vuelve para destronar a su padre y obligarle a vomitar de una pieza a sus hermanos y futuros dioses olímpicos.
Y hablando de comer cosas que harían vomitar incluso a la madre de los siete cabritos, poca gente sabe que en muchas de las versiones orales Caperucita practica el canibalismo, y nada menos que con la abuela (que ya hay que tener ganas), aunque en su descargo hay que decir que lo hace de forma involuntaria. Según relata Valentina Pisanty en su libro Cómo se lee un cuento popular (1995), “con el fin de salvar lo que quedaba de la tradición oral, varios estudiosos del folclore, a partir del siglo XIX recogieron testimonios directos por boca de varios narradores populares y registraron por escrito algunas de las versiones orales aún corrientes para catalogarlas y compararlas. De las 35 versiones orales recogidas de la tradición campesina francesa en cuanto al relato de ‘Caperucita Roja’, 20 son totalmente independientes de la de Perrault”. En varias de ellas, el Lobo impostor invita a la niña a comer algo de carne y vino, que son en realidad el cuerpo triturado y la sangre de la abuela, algo que se hace aún más horripilante por el añadido de detalles como los dientes de la abuela que quedaban pegados a la carne y que el Lobo justifica como granos de arroz o como judías verdes.
Quizá el aspecto perturbador que aún advertimos en ciertos cuentos es un residuo de la tradición popular y refleja la crueldad de la lucha por la supervivencia de los más humildes. Se ha observado que, más que un elemento simbólico, la explícita mención del canibalismo que encontramos en muchas versiones populares del cuento debe interpretarse de manera realista. Los casos históricamente documentados de canibalismo en la Europa de los siglos XVIII y XIX confirmarían esta hipótesis. Se puede constatar así cómo los campesinos que contaban los cuentos no tenían necesidad de símbolos y de códigos secretos para hablar de sexo y violencia. De hecho, la mayoría de las versiones antiguas de los cuentos infantiles está plagada de truculentos detalles y sangrientas referencias que, lógicamente, desaparecieron hace tiempo de aquello que se narra a los niños.
Sin ir más lejos, en la versión de los hermanos Grimm de otro de los platos fuertes de la narrativa infantil, ‘La Cenicienta’, las hermanastras se amputan sin dudarlo –y sin anestesia– porciones de sus pies para poder encajar en el famoso zapatito de cristal y, para colmo, al final del cuento dos palomas les sacan los ojos a picotazos, de modo que, “como castigo por su maldad y falsedad, quedaron ciegas para el resto de sus vidas”.

Odiel Información (24-6-2007, pp. 20-21).

La "mujer" de rojo (Parte 2)

El viaje narrativo de la historia de Caperucita Roja y su relación amor-odio con el malvado Lobo es tan variado como las épocas y los lugares por los que ha transitado.

Pero retomemos el viaje de la Caperucita de Perrault para terminar de esbozar la evolución del ‘Cuento’ por antonomasia. En 1729 Robert Samber tradujo el texto de Perrault al inglés, haciéndolo así disponible al público anglófono. A Estados Unidos llegó a través de los chapbooks de las colecciones para niños; la primera versión norteamericana documentada se remonta a 1796. Ambas versiones se mantienen fiel al original de Perrault salvo por la omisión de la moraleja y por alguna variación más acorde con el sentido del pudor anglosajón, como que el lobo no se mete en la cama desnudo, sino con el camisón de la abuela, un ejercicio de travestismo muy emblemático de las versiones modernas y que recogerán los Grimm. Estos, además de fuentes populares, también hubieron de inspirarse en la primera traducción alemana de la versión perraultiana (en 1790), así como en la primera adaptación teatral de esta historia, llevada a cabo en 1800 por el escritor romántico alemán Ludwig Tieck en clave de alegoría política y denuncia de la invasión napoleónica, y que introducía otro de los personajes básicos de las versiones actuales: el cazador que mata al Lobo y salva a sus víctimas.
En el drama de Tieck, Caperucita representa a la juventud alemana, que primero se siente atraída por los ideales de la Revolución Francesa de 1789 –el Lobo_–, pero luego se retrae horrorizada frente a la barbarie de la revolución: la caperuza roja sería una clara referencia a la moda alemana de ponerse el gorro frigio en homenaje a los ideales de la revolución jacobina. Esta no es la única interpretación simbólica que se ha hecho de la historia de Caperucita Roja. Algunos autores han interpretado la caperuza roja con el rojo del alba, con lo que la niña sería la aurora que cada día muere por efecto de la salida del sol, que no es otro que el Lobo. A pesar de que este siempre ha sido un animal relacionado con la noche, su raíz latina (‘Lupus’) lo entronca con la palabra Luz (‘Lux’) y, además, en alguna leyenda védica (hindú) el Sol se transforma en lobo para poder casarse con la diosa Saranyu. Existen otras muchas interpretaciones simbólicas del cuento, incluso cristianas (en la que, por supuesto, el Lobo sería Satanás y el Cazador el Ángel de la Guarda), pero es más interesante retomar la evolución de ‘Caperucita Roja’.
De los Grimm en adelante, el viaje narrativo de la –a veces_– mal avenida pareja de cánido y púber (sólo a veces también esto último) adquirió connotaciones bastante variopintas según la época en la que fue difundido. Al principio, la versión de los Grimm suplantó a la de Perrault y fue adoptada por la mayor parte de las colecciones infantiles desde 1812 hasta la primera guerra mundial; los únicos cambios introducidos por los autores del siglo XIX iban en la dirección de una nueva atenuación de los contenidos. Al contrario que ocurría con Perrault, que cargaba las tintas sobre la sexualidad de la niña, la tendencia principal en Europa y América fue transformar a la heroína en un modelo de virtud femenina importunada que necesita la intervención de auxiliadores masculinos.
Pero, sobre todo, la versión del cuento cambiaría de un modo u otro en función de la utilización interesada que se le quería dar. Ya en 1895 la niña de rojo protagonizó su primera campaña publicitaria para la empresa de detergentes Star Soap, en Zanesville (Ohio). En este sentido, el ejemplo más rocambolesco es el de ‘Cappuccetto Rosso nell’Africa Orientale’, publicado por Armando Lodolini en 1936, en plena Italia fascista. Cappuccetto Rosso es una pequeña italiana que, después de haber escapado del lobo (la Caperucita Roja italiana, al contrario que la extranjera, no podía ser “tan boba como para confundir al lobo con su abuela”), se encuentra con un pelotón de soldados italianos que se dirigen a Abisinia (Etiopía) y, por error, embarca con ellos. Lejos de amedrentarse, una vez que está en el África Oriental, se une al combate con sus compatriotas italianos y, después de haber tomado como rehén a una joven nativa (a la que llama la ‘Cenicienta abisinia’), consigue capturar nada menos que a 2.000 soldados enemigos. Teniendo en cuenta que en la portada de la versión fascista de ‘Pinocchio’ aparece este obligando a beber veneno a la marioneta de Rasputín, la versión totalitaria de Caperucita casi se antoja dulce e inocente (al menos cogía a los prisioneros vivos).

Afortunadamente, en lo que quedaba de siglo XX las diferentes versiones de ‘Caperucita Roja’ recuperarían su carácter pedagógico. Además, a partir de los años 50, se puede apreciar un intento, por parte de algunos escritores dedicados al público infantil, de trastocar el orden tradicional del cuento y su estilo narrativo, con el fin de descolocar las expectativas consolidadas de los lectores, como es el caso de ‘Il Lupo buono’ (1974) de Italo Terzoli y Enrico Vaime. En ‘El Lobo bueno’ la historia la cuenta el Lobo Miguel en un juicio: el joven e incauto Miguel camina por el bosque tranquilamente tarareando el Only you cuando se cruza con Caperucita Roja. Esta le pide el favor de que la acompañe a ver a su abuela, a lo que Miguel, titubeante, termina respondiendo afirmativamente. Una vez en casa de la abuela, Miguel es invitado a tomar té y, cuando todo transcurría apaciblemente, llega un cazador furioso porque lo han importunado mientras intentaba robar a la abuela, a quien apunta con su fusil. El noble Miguel se lanza en defensa de la viejecita, pero al hacerlo le sirve de ‘escudo lobuno’ y es herido. Hasta aquí, el resumen de los hechos, que el inocente Miguel ha terminado exponiendo ante un tribunal, ya que los hombres no creen su versión. Finalmente, el juez tampoco da crédito al lobo y da por buena la versión del cazador, quien, en un giro inesperado resulta ser Perrault disfrazado. De esta retorcida y surrealista estratagema proviene la inmerecida fama del Lobo coprotagonista del cuento.
De cualquier modo, la versión más extendida, también en la actualidad, sigue siendo aquella que todos conocemos y que funde y atenúa las adaptaciones de Perrault y de los Grimm. Y en cuanto a las versiones adultas, hay un sinfín de reelaboraciones paródicas, ejercicios de estilo, cuentos satíricos e incluso eróticos cuya reseña obligaría a escribir, como mínimo, otro artículo de parecidas dimensiones a este. Por eso, concluyamos aquí con un último recuerdo empático y entrañable para ese Lobo que no siempre quiso devorar a niñas y para esa Caperucita que a veces deseó que se la comiera el Lobo.

Odiel Información (24-6-2007, p. 18).

El Borametz y la Mandrágora

El mundo de las bestias y los seres fabulosos es fundamentalmente ecléctico. Un simple repaso a cualquier bestiario medieval nos aleccionará acerca de la impresionante capacidad de hibridación que tenía este tipo de seres. Sin ir tan lejos en el tiempo, Flaubert describió en su obra póstuma La tentación de San Antonio (1874) todo un completo catálogo de lo bestial, del cual lo que sigue es sólo un pequeño ejemplo: “cabezas de caimanes sobre pies de corzo, búhos con colas de serpiente, cerdos con hocico de tigre, cabras con grupa de asno, ranas velludas como osos, camaleones grandes como hipopótamos, becerros con dos cabezas, una que llora y otra que muge, fetos cuádruples sujetos por el ombligo y que bailan como peonzas, [y] vientres alados que giran como mosquitos”;

Estas, en realidad, son las menos conocidas de las muy heterogéneas criaturas que tentaron al santo ermitaño en el desierto de Tebas. En dicha relación existe un denominador común: la hibridación siempre se produce dentro del reino animal. Incluso ilustres criaturas fantásticas producto de la conjunción de animales y humanos, como sirenas, centauros o el mismísimo Minotauro, siguen debiendo su doble origen al reino animal. ¿Y el vegetal? ¿Se ha cruzado alguna vez con el reino animal? La respuesta es sí. Éste es el caso del borametz y de la mandrágora.
‘Borametz’ es la palabra rusa utilizada para nombrar al cordero vegetal, extraño ser descrito por numerosos viajeros que lo sitúan en la Tartaria (nombre asignado durante la edad media a la parte central de Eurasia, desde el río Dniéper por el oeste hasta el mar del Japón por el este). Básicamente, como narra el viajero Odorico de Pordenone y recoge Henri Cordier en Recueil de voyages et de documents pour servir à l´histoire de la Géographie (1890), su descripción es ésta: “...en las montañas caspias crecen unos frutos maravillosamente grandes. Cuando están maduros, se les abre y se encuentra una bestezuela de carne viva, como un corderito, y se comen esos frutos y esas bestezuelas”. Claude Kappler, en su libro Monstruos, demonios y maravillas a fines de la edad media (1986), nos llama la atención sobre el hecho de que esta fabulosa criatura no preocupa exclusivamente a los viajeros y nos recuerda cómo el conocido historiador Huizinga, en un su obra El otoño de la Edad Media (un clásico de la historiografía), señala que Luis XI mantiene “correspondencia con Lorenzo de Médicis acerca de un agnus dei, un producto vegetal llamado también agnus scythicus, que pasaba por ser tan raro como milagroso”. Destaca también Klapper una breve enumeración de viajeros que han tratado en sus obras a tan curioso ser: “La citada planta-animal interesará mucho a los viajeros hasta el s. XVII: el barón Sigmund de Herberstein, que hizo un viaje a Rusia (de 1511 a 1526) y dejó una relación latina de su itinerario; Olearius, autor de un Voyage de Moscovie aparecido en 1636; Jean Struyss, que visitó el país treinta años después. Henri Cordier cita fragmentos de todos ellos en sus notas a Odorico”. Dice, por último, Kappler que esta planta no deja de tener algún fundamento real, ya que corresponde a un vegetal catalogado en Botánica entre las plantas polípodas. Como advierte Borges en El libros los seres imaginarios (1957), también se la solía llamar “polypodium borametz” o “polipodio chino”, “[s]e eleva sobre cuatro o cinco raíces; las plantas mueren a su alrededor y ella se mantiene lozana; cuando la cortan sale un jugo sangriento. Los lobos se deleitan en devorarla. Sir Thomas Brown la describe en el tercer libro de la obra Pseudoxia Epidemica (Londres, 1646)”. Señala, amén de la mandrágora —en la que me pararé a continuación—, otros ejemplos de mezcla entre lo vegetal y lo animal, como “la triste selva de los suicidas, en uno de los círculos del Infierno, de cuyos troncos lastimados brotan a un tiempo sangre y palabras, y aquel árbol soñado por Chesterton, que devoró los pájaros que habían anidado en sus ramas y que, en primavera, dio plumas en lugar de hojas”.

No obstante, el más famoso e importante cruce entre el reino animal y el vegetal es sin lugar a dudas la mandrágora, mágica planta cuya raíz se supone constituida por un diminuto ser con forma humana. Es en realidad una planta de la familia de las Solanáceas cuyo nombre científico es Mandragora officinarum. Sus hojas son grandes, ovales, onduladas y de color verde oscuro y suelen agruparse en forma de roseta alrededor de un tallo muy corto. Las flores son blancas o azul violáceo, con cinco sépalos y cinco pétalos lobados y su fruto es una baya oblonga. Toda la planta despide un olor fétido y es nativa de la región Mediterránea y el Himalaya, y especialmente de Grecia. De esto último provenga quizá el detalle de que las primeras noticias suyas las tengamos en testimonios de la Antigüedad clásica; de hecho, su nombre procede del griego (μανδραγόρας) y significa algo así como “dañino para el ganado”. A pesar de que hoy en día apenas se usa como tal, es también una droga, siendo su principio activo la atropina, aunque también contiene cantidades menores de escopolamina. Karina Malpica en su investigación Las drogas tal cual... apunta algunas características más de esta planta:

“Se administra en forma oral. Como contiene principalmente atropina, se comporta de manera similar a la belladona: en dosis bajas bloquea los receptores de la acetilcolina deprimiendo los impulsos de las terminales nerviosas; mientras que en dosis elevadas, provoca una estimulación antes de la depresión. En la medicina antigua las hojas de mandrágora hervidas en leche se aplicaban a las úlceras; la raíz fresca se usaba como purgante; y macerada y mezclada con alcohol se administraba oralmente para producir sueño o analgesia en dolores reumáticos, ataques convulsivos e incluso de melancolía. En tiempos de Plinio se empleaba como anestésico dándole al paciente un pedazo de raíz para que la comiera antes de realizar una operación”.

Efectivamente, por aquel entonces la mandrágora era utilizada en medicina como anestésico y analgésico, aunque sin dejar de estar asociada a múltiples supersticiones. De hecho, Plinio llegaría a decir, quizá un poco enigmáticamente, en su Historia Natural (77 d. C.) que “[l]os osos, cuando han probado los frutos de la mandrágora, lamen hormigas”. Pero su carácter esotérico y misterioso comenzaría pronto a motivar que esta planta se acercase cada vez más al terreno de la magia y la brujería y se alejase del de la medicina. Coincidiendo con el auge de las prácticas mágicas durante la Edad Media, se produjo una intensa reactivación de las características legendarias de la mandrágora. Su raíz gruesa, larga y generalmente dividida en dos o tres ramificaciones de color blancuzco ha podido inducir a la gente a pensar que tenía forma humana y esto último contribuyó a cimentar una extensa y aceptada leyenda sobre su génesis, características y propiedades prodigiosas. Dicha leyenda conservaría su vigencia hasta no hace mucho y, por ejemplo, el francés Collin de Plancy diría de ella en 1842 en su Diccionario Infernal que “[l]os antiguos atribuían grandes virtudes á la planta llamada mandrágora, tal como la de procurar la fecundidad de las mujeres. Las más excelentes de estas raíces eran las que habían sido rociadas con orina de un ahorcado, pero no se podían arrancar sin morir, y para evitar esta desgracia, ahondaban la tierra en todo el rededor de la raíz, ataban el extremo de una cuerda en ella, y el otro extremo al cuello de un perro; y enseguida, haciéndole á latigazos huir de allí, arrancaba la raíz; el pobre animal moría en esta operación, y el dichoso mortal que tenía entonces esta raíz no corría ningún peligro, y poseía un tesoro inestimable contra los maleficios”.
Constantino di Maria, en su Enciclopedia de la Magia y la Brujería (1967), engloba a la mandrágora dentro de un grupo de “plantas de conocida acción estupefaciente o alucinante” que aún hoy se designan con el apelativo de “hierbas de bruja” o “hierbas del Diablo” debido a su frecuente uso en brujería (belladona, estramonio, cáñamo índico...) y da una versión más ajustada a la tradición literaria de la mandrágora:

“La mandrágora, planta conocida no sólo por la botánica y por la farmacología, sino también por la literatura, era una de las plantas que formaban parte de la composición de los filtros mágicos. Las más sombrías y lúgubres leyendas pueblan la historia de esta planta, que se suponía lograba su máxima eficacia si era recogida debajo de un horca, a los pies del ahorcado, y mojada con una gota de esperma caída durante los últimos espasmos de la agonía. La manera de coger la mandrágora constituía un auténtico ceremonial. Su raíz no podía ser cogida por ningún hombre, pues éste hubiera muerto en el instante de arrancarla. Era necesario, por tanto, atarla con una soga al cuello de un perro negro que al incitarle a correr arrancaba la mandrágora y así moría únicamente el can. Al mismo tiempo, el hombre tenía que hacer sonar un cuerno para no oír los gritos que la planta lanzaba al ser arrancada, puesto que dichos gritos le hubiesen provocado la muerte. La raíz, que recuerda vagamente una forma humana, era tenida por amuleto de insuperables poderes mágicos”.

El tema de la mandrágora ha sido tratado literariamente por autores de la talla de Nicolás Maquiavelo o incluso, quizá, de Shakespeare, ya que se insinúa en su Romeo y Julieta que el veneno que ingirió esta última en el acto IV, escena III para simular su muerte no era otra cosa que mandrágora, aunque en realidad no se nombre como tal en ningún momento. El bardo inglés pone en boca de Fray Lorenzo las siguientes palabras acerca de la mandrágora:

“En todo cuanto vive y crece en la tierra, no hay nada tan vil que no tenga algo bueno; nada hay tan bueno, tan perfecto, que, si se desvía de su verdadero objeto, no pierda su naturaleza primitiva y degenere en mal. (...) En el tierno cáliz de esta florecilla reside el veneno, y en él halla su poder la medicina: si se aspira su perfume, deleita los sentidos; si se prueba, mata sentidos y corazón” (acto II, escena III). “Toma este frasco, y cuando estés en el lecho, bebe este líquido destilado: de pronto correrá por tus venas un humor frío y soporífero; (...) [p]ermanecerás cuarenta y dos horas con ese aspecto que imita la muerte fría, tras lo cual despertarás como de un sueño agradable” (acto IV, escena I).

Por su parte, Maquiavelo escribió en 1518 una comedia en cinco actos titulada precisamente La Mandrágora y, aunque la mágica planta constituía en su argumento una mera excusa para el desarrollo de una trama de engaño amoroso, podemos apreciar en dicha obra el carácter al mismo tiempo curativo y letal de dicha planta, así como sus poderes mágicos y la creencia en los mismos no sólo del vulgo, sino de personajes tan cultivados como, por ejemplo, todo un doctor en Leyes. La Mandrágora se estrenó al poco de escribirse, en el Carnaval de Florencia de 1518 en presencia del propio Lorenzo de Medici, y supuso para Maquiavelo un pequeño y frívolo pasatiempo con el que mitigar la forzada inactividad que sufría durante esta época debido a su destierro por motivos políticos. En ella Callimaco, un noble florentino educado en París, se enamora a su vuelta a la ciudad del Arno de Lucrecia, mujer de Nicias Calfucci, el citado doctor en Leyes. Aprovechándose de que dicho matrimonio llevaba más de seis años casado sin obtener descendencia y de la estulticia del propio marido, Callimaco urde una farsa en torno a una poción de mandrágora con la connivencia o ayuda de varios personajes de dudosa catadura: fray Timoteo, un fraile corrupto —como casi todos, insinúa Maquiavelo—, Ligurio, un casamentero gorrón, Siro, criado de Callimaco, y Sostrata, madre de Lucrecia. Así, Callimaco, haciéndose pasar por “maestro en Medicina”, le dice a Nicias Calfucci:

“Tenéis que saber que no hay nada mejor para dejar preñada a una mujer que hacerle beber una poción de mandrágora. Es una cura experimentada por mí varias veces y siempre ha dado buen resultado. De no ser por eso, la reina de Francia sería estéril y como ella una infinidad de princesas de aquel estado”.

Pero, para poder introducirse en la cama de Lucrecia apunta además que “el primer hombre que yazga con ella, luego que ha bebido esa poción, morirá dentro de los ocho días siguientes, sin que exista en este mundo remedio alguno contra eso”. Podemos observar aquí, como advertí y aunque de manera algo sui generis, la doble naturaleza mágica de la mandrágora: curativa y mortal. Finalmente, Callimaco, por medio de todas estas artimañas, conseguirá su propósito y más aún, ya que, una vez consumado el acceso carnal, le desvelará a su amada todo el engaño y Lucrecia, cautivado por los encantos del joven y resentida por la connivencia de todos, acabará correspondiéndole y poniendo las bases para que el pobre de Nicias Calfucci sea un cornudo para el resto de su vida.

Por otro lado, en la literatura y el cine más modernos aun hay cabida para nuestra curiosa planta-animal. En el libro y película Harry Potter y la cámara secreta la profesora Sprout imparte una clase sobre cómo ha de cultivarse y cosecharse una mandrágora (con poco rigor ritual, por cierto). Y en El laberinto del Fauno, su guionista y director, Guillermo del Toro, coloca bajo la cama de Ariadna Gil un espécimen de mandrágora bañado en leche, en una nueva asociación de esta planta con facultades propiciadoras de los partos, ya que el personaje que interpretaba la actriz tiene problemas para completar con garantías su embarazo.

Para concluir, volvamos a Borges y El libros los seres imaginarios, donde se encuentra la recopilación de los testimonios de diversos autores ilustres: “Pitágoras la llamó «antropomorfa»; el agrónomo latino Columela, «semi-homo», y Alberto Magno pudo escribir que las Mandrágoras figuran la humanidad con la distinción de los sexos. (...) También, que quienes las recogen trazan alrededor tres círculos con la espada y miran al poniente; el olor de las hojas es tan fuerte que suele dejar mudas a las personas. Arrancarla era correr al albur de espantosas calamidades; el último libro de la Guerra judía de Flavio Josefo nos aconseja recurrir a un perro adiestrado. Arrancada la planta, el animal muere, pero las hojas sirven para fines narcóticos, mágicos y laxantes”. Como ven, la mandrágora es una planta... o animal..., o las dos cosas, que ha suscitado numerosos e interesantes comentarios, algunos contradictorios, algunos coincidentes: que si nace de la orina de los ahorcados o de su semen, que si ingerida produce la muerte o la fertilidad, que si al arrancarla se enmudece o se muere... En el poso de todas estas leyendas sin duda habrá de hallarse, si no el halo de alguna misteriosa verdad, acaso el espíritu de algunos escondidos miedos humanos.

Odiel Información (5-5-2007, pp. 18-17).


Lo Sublime

Cuando Áyax “en cuerpo y en belleza el mejor entre todos los argivos” después de Aquiles (Odisea, XI, 469-470), recuperó las armas de este al poco de morir a manos del príncipe troyano Paris, se entabló un arduo debate entre los generales griegos que permanecían acampados en las llanuras de Anatolia, a las puertas de la lejana Troya. Ulises, que también había participado en el rescate del cadáver de Aquiles, y Áyax eran los dos únicos caudillos que podían aspirar a heredar sus armas y su famosa armadura forjada por Vulcano. Sin embargo, la asamblea de notables otorgó este privilegio al primero de ellos, más astuto y versado en las artes oratorias. Áyax se retiró encendido de cólera, juró venganza y esa misma noche intentó pasar a cuchillo a los más destacados generales de la flota helena. Afortunadamente, Atenea infundió en el irascible guerrero la niebla de una locura arrebatadora que le hizo confundir a un rebaño de ovejas con el objeto de su ira. Al amanecer, Ulises le encuentra empapado en sangre y con una orgía de muerte animal a su alrededor. Áyax, al regresar a la realidad, se da cuenta de la insensata carnicería que acaba de acometer y se quita la vida con la misma espada que arrancó a Héctor, hermano de Paris, en su lucha por las armas de Aquiles.
Mucho más tarde, en el largo y tortuoso viaje que hubo de realizar Ulises de camino a su casa en Ítaca (llamado ‘Odisea’), el astuto marino hubo de descender a los Infiernos para consultar al adivino ciego (y eventualmente transexual) Tiresias. Este, o mejor dicho, su alma inmortal, debía suministrar a Ulises la clave del regreso al hogar. No obstante, el protagonista de la Odisea, en su descenso infernal o Nekya, se encontró antes con el espíritu de Áyax Telamonio y se dirigió a él en estos términos: “Áyax, hijo de aquel noble y cabal Telamón, ¿ni después de la muerte olvidarte podrás del rencor contra mí por aquellas tristes armas? Gran daño ello fue que infirieron los dioses a los dánaos: tan grande baluarte perdimos contigo. Con no menos dolor que la muerte de Aquiles lloramos los argivos la tuya que nadie causó: sólo Zeus, que no tuvo medida en su odio a la grey de los dánaos, aguerridos lanceros, por sí decidió tu ruina. Pero llégate, ¡oh príncipe!, aquí y oye atento las cosas que aún habré de decirte; reprime tu furia y tu orgullo” (Odisea, XI, 552-562). Áyax le miró con tristeza unos segundos y, sin mediar palabra, se alejó lentamente hacia lugares más profundos del Infierno.
En este sentido, el anónimo autor del pequeño tratado de retórica Sobre lo sublime, del siglo I. d. C., decía: “Lo sublime es el eco de un espíritu noble. Por eso, a veces, también un pensamiento desnudo y sin voz, por sí solo, a causa de esta grandeza de contenido, causa admiración; así el silencio de Áyax en la Nekya es grandioso y más sublime que cualquier palabra” (IX, 2). Efectivamente, en el silencio se encuentra muchas veces lo más bello no solo del arte, sino también del propio ser humano. El místico cristiano por antonomasia, Tomás de Kempis, daba este claro consejo: “Huye cuanto puedas del bullicio de los hombres, pues mucho estorba el tratar de las cosas del siglo, aun cuando se haga con pureza de intención” (I, X, 1). Y Fray Luis de León se expresaba con idéntico sentido en su “Oda a la vida retirada”: “¡Qué descansada la vida/ del que huye del mundanal ruido...”. Por otro lado, el dramaturgo simbolista belga Maurice Maeterlinck dedicó uno de los capítulos de su Le Trésor des humbles (El Tesoro de los humildes, 1896) a teorizar sobre el silencio en el arte, aduciendo que “el silencio no es ni vacío ni ausencia de comunicación, sino todo lo contrario: instaura un diálogo supremo, cuando las palabras son insuficientes, entre dos almas al borde del vértigo de los misterios insondables”. El propio Juan Ramón Jiménez basaba parte de su fascinación juvenil por los cementerios en el silencio melancólico que emanaba de los mismos, y en “Somnolenta”, un poema modernista de Ninfeas (1900), narraba el encuentro crepuscular de un enamorado con su amada muerta que, después de besarle un instante en silencio, desaparece lentamente entre una vegetación imposible. Incluso en el cine moderno, ebrio de luz y sonidos, ha existido lugar para expresar la sublimidad a través del silencio, tal y como hiciera Stanley Kubrick en su mítica película 2001: Una odisea del espacio (1968), inspirada a su vez en el relato “El Centinela” de Arthur C. Clarke. En este “film nietzschiano por antonomasia”, como decía Joaquín E. Meabe (Universidad Nacional del Nordeste, Argentina), “el silencio es la mejor pregunta para el incrédulo: la que abre y la que cierra el debate y la acción misma”; y así lo podemos observar tanto al principio de la misma, 4 millones de años atrás, con la erección silenciosa de aquel monolito negro, como al final, cuando aquel feto cósmico de superhombre sobrevuela nuestro planeta antes de que vuelvan a sonar los acordes del Así hablaba Zaratustra de Richard Strauss.
Desgraciadamente, en estos tiempos postmodernos que corren, el silencio forma parte escasa de nuestras vidas, y de este modo, carecemos muchas veces del mejor medio de comunicación con nosotros mismos. En silencio, el hombre es capaz de ponerse en contacto con la divinidad y con lo trascendente. En silencio puede conectar con el espíritu perdido de la naturaleza. En silencio es posible reflexionar sobre el pasado con serenidad y proyectar el futuro de modo lúcido. Sólo en silencio se manifiesta la capacidad de crear y es posible alcanzar la esencia del arte. Y cómo mejor se comunica el amor es en silencio, a través de los ojos, porque los ojos reflejan las necesidades del alma y en el alma se encuentran las galerías escondidas por donde discurren callados los secretos que explican la vida.

Odiel Información (31-3-2007, p. 13).