Wednesday, September 13, 2006

"El día de San Juan"

Ya son casi las once y media. Pueden venir en cualquier momento. Y el hecho de que esté en mi casa, en mi cuarto, no supondrá ningún obstáculo para ellos; lo sé... ¿Cómo he podido ser tan ingenuo, tan necio? Estoy aterrado, estoy hundido, estoy muerto... ¿Cómo he llegado a esto? Mi habitación parece menguar con el paso de los minutos; estas cuatro paredes bien podían ser las de un ataúd... mi ataúd. Casi no quepo en la cama... Espero que el calmante que me he tomado me tranquilice. He de intentar pensar, enfocar este asunto desde un punto de vista racional, repasar todo lo ocurrido, encontrar una solución... Pero es tan difícil: estoy asustado hasta los huesos y no sé qué hacer. Fuera de mi habitación, mi familia deambula por la casa ajena a mi pánico, desconocedora de la maldición que ha caído sobre mí, ignorante del terrible peligro que me amenaza... Pero no les puedo contar nada; no me creerían. Nadie me creería...

Hace aproximadamente un mes me inscribí en un curso de informática; mis padres me habían regalado un ordenador y quería aprender a usarlo correctamente. Las clases estaban subvencionadas por la Universidad y se daban en un aula de mi antigua facultad. Posiblemente sería el aula más vieja y más recóndita de todo el Campus, uno de esos espacios arquitectónicos que escapan a toda remodelación y a toda partida presupuestaria destinada a la mejora de las instalaciones. Nunca pude explicarme cómo llegaba hasta allí la electricidad para los ordenadores, aunque debo admitir que el contraste de modernidad y antigüedad era bastante atractivo.
Nos apuntamos al curso unos veinte alumnos, casi todos de mi edad. Desde el principio pude comprobar que yo era el único licenciado entre un grupo que provenía exclusivamente de las diferentes ramas de la Formación Profesional. Mi recién obtenida titulación en Historia no habría de servirme de nada en un ambiente al que no estaba acostumbrado -si acaso al contrario-. Todos mis amigos estudiaban o habían estudiado carreras universitarias y más de uno estaba ya ejerciendo. Pensé que me resultaría difícil hacer nuevas amistades. Sin embargo, ante mi sorpresa, un pequeño grupo de la clase comenzó a hablar frecuentemente conmigo y con el paso de las semanas llegó a existir entre nosotros una incipiente amistad. Eran cinco, tres chicos y dos chicas, y parecían estar muy unidos entre sí, sin duda debido a que se conocían desde mucho tiempo atrás. Eran diferentes al resto de la clase. Cuando conversaba con ellos... su forma de hablar, aquello que decían...; no respondían al estereotipo de un estudiante de Formación Profesional. Su propio acento... Parecía como del norte y contrastaba con el andaluz cerrado del resto de los alumnos. He de reconocer que, como conjunto y también por separado, poseían una personalidad que me cautivó desde el primer momento. Las siete de la tarde, hora a la que diariamente comenzaban las clases, se convirtió para mí en un sinónimo de satisfacción. Estaba deseando ir a la Facultad y que llegara el momento del descanso para charlar con ellos entre cigarro y cigarro. También nos quedábamos un rato después de clase: al principio unos minutos, pero, con el tiempo, llegué a pasar horas hablando con aquel singular grupo; a veces sobre nuestras cosas -temas triviales propios de la juventud-, otras sobre asuntos más trascendentes: Dios, el hombre, el más allá...
Por lo demás, poco sabía de sus vidas -tampoco ellos conocían mucho de la mía-. Nuestra relación se basaba en una mutua simpatía, una especie de sintonía anímica que se estableció desde la primera charla. Eran, en definitiva, encantadores. A un hablar ameno e insospechadamente culto, unían un verdadero atractivo físico que casi rayaba en lo magnético. Los tres chicos poseían una complexión atlética, una altura considerable y unas facciones que incluso un hombre podría reconocer como agradables. Morenos de pelo y de ojos y blancos de tez, los tres conservaban una belleza clásica, casi griega y un parecido terrible entre ellos, aunque inusual -tanto que nadie se atrevería a decir que eran hermanos-; era como una similitud de almas que, de algún modo, afloraba a su aspecto físico. Ellas... Tenían alborotada a toda la clase. Su paso causaba tantas pasiones como desesperos su altivo desdén. Eran sencillamente perfectas: cuerpos de diosas y caras de ángeles. Una de ellas, de indescriptibles ojos verdes, cambiaba cada día de peinado, de color de pelo, de forma de vestir... y, cuanto más cambiaba, más hermosa parecía. Pero fue la otra chica quien me cautivó por completo: sus amigos la llamaban Lilit (en realidad se llamaba Dolores: de Dolores Lola y de Lola Lilit) y encarnaba todo lo bello que yo pude haber imaginado alguna vez en cualquiera de mis perdidos sueños. Una larga melena rubia adornada de graciosos bucles era el mejor complemento posible para dos ojos tan azules como el cielo, o más. Unos labios prominentes, divinos, rojos... una piel blanca, de niña, y un rostro ambiguo, de belleza adolescente, acompañaban un cuerpo de mujer en el cenit de su desarrollo cuya descripción debiera de ser tarea exclusiva de los mejores poetas... Era embriagadora... En realidad, todos eran embriagadores. Nunca olvidaré sus nombres (la asistencia al curso era obligatoria y se pasaba lista todos los días): Mateo Abadoz, Juan Belián, Dolores Belles, Marcos Amor, Agaberta Martín...
Un día, a mediados de junio, cuando habían transcurridos dos semanas desde que comenzó el curso, la profesora no apareció en clase...
-Seguramente estará enferma -dijo Lilit mientras sostenía un cigarro entre dos labios perfectos y se apoyaba con gracia sobre uno de los coches aparcados a la salida del aula.
-Es una verdadera lástima que haya enfermado, ahora que sólo quedaban unos días para terminar -Mateo no parecía muy sorprendido por la ausencia de la profesora y apenas pudo disimular el tono irónico de sus palabras y el gesto burlesco de su cara de efebo-. Quizá la haya castigado Dios por dejarte en ridículo ayer delante de toda la clase, Juan, ¿no crees?
-Me da exactamente igual lo que le haya ocurrido. De lo único que estoy completamente seguro es que está enferma y que ahora no me puede dejar en evidencia de ningún modo.
-¿Cómo puedes estar tan seguro? -le pregunté yo, asombrado por su inexplicable convicción.
-Porque todos los profesores caen enfermos tarde o temprano, ¿no? Además, últimamente tenía muy mala cara.
-Pues yo la veía perfectamente bien.
-No te pongas pesado neófito -así me llamaban por ser nuevo entre ellos-. No está aquí y punto -Mateo siempre terminaba imponiendo su parecer; su penetrante mirada adquiría a veces cotas hipnóticas; el pelo negro, largo, suelto y su forma de vestir, casi siempre de negro o gris, contribuían a crear en él un atractivo halo de misterio-. Hoy no hay clase y eso es lo único que cuenta -dio así por cerrado el tema de conversación mientras dirigía una mirada socarrona a Aga y a Marcos, que habían estado todo el tiempo besándose y tocándose frenéticamente, ajenos a lo que estábamos hablando-. Son como niños. Por cierto, neófito, la semana que viene vamos a “marcarnos un sábado” para celebrar que termina este ridículo curso. ¿Vendrás?
-¿Marcarnos un sábado? -me sorprendió la expresión-. ¿Qué quieres decir? No te entiendo.
-Irse de marcha, de juerga, salir... tus amigos lo llamarán “botellón”, supongo.
-Ya, que vais a salir por la noche. Tenéis una curiosa forma de denominarlo.
-Es que, para nosotros, siempre que bebemos es sábado -interrumpió Lilit clavando sus profundos ojos azules en mí.
-Entonces, ¿vendrás o no?- Juan se unió a la petición añadiendo una gran sonrisa, forjada con unos labios extremadamente rojos para un hombre.
-Sí, claro. ¿Por qué no?
-De acuerdo -dijo Mateo-. Será el miércoles, que es el último día de clase... A las doce, por ejemplo... -sus ojos negros volvieron a mirar a la pareja con cierta lascivia.
Aquel día no nos quedamos mucho tiempo. Mateo y Juan se fueron para hacer algunas compras antes de que cerraran las tiendas. Como Aga y Marcos continuaban ocupados, Lilit y yo decidimos dejarlos solos y dar un paseo. Hablamos durante horas, hasta que anocheció sobre el Campus. Yo estaba absolutamente hechizado y no podía dejar de contemplar aquella preciosa cara, aquel cuerpo exuberante, aquella entidad perfecta...
-¿Vienes a mi casa? Vivo cerca de la Facultad -el rostro de Lilit se vio envuelto de la plácida belleza de una madonna quattrocentista al pronunciar aquellas palabras; nunca la vi tan bella.
-¿Y tus padres?
-No tengo padres.
-¿Qué les ocurrió?
-¿Vienes o no?
-Sí.
Nada más entrar en el piso, y mientras nos dirigíamos a su dormitorio, Lilit comenzó a quitarse la ropa. Pude comprobar que no llevaba ropa interior; era algo que ya había intuido respecto a sus pechos en clase, pero creí que no se hacía extensible al resto de su cuerpo. “Nunca la uso” -me dijo. La belleza de su cuerpo era tal que parecía escaparse de los límites de lo real. Extasiado primero y profundamente excitado después, asistí al voluptuoso proceso que supuso el hecho de que Lilit me desnudase estando ella completamente desnuda. De un empujón me tiró sobre la cama y se sentó encima mía sin dejar de mirarme fijamente a los ojos. Ante mi mirada curiosa, acercó su mano al cajón de la mesita de noche que tenía a su derecha y sacó de él una especie de esposas de goma o de cuero negras. “A mí no me van esos juegos”, le dije inquieto. “Te irán”. Su insultante soberbia me paralizó y me excitó aún más. Me puso las esposas en las muñecas pasándolas por detrás de los hierros de la cabecera. Después se levantó y bajó de la cama por uno de sus lados. Estuve a punto de estallar, no sé si por excitación o desespero, mientras la veía caminar muy lentamente por la habitación, siempre sin dejar de mirarme. De cualquier modo, no me atrevía a hablar; sólo la miraba -la libido en llamas-. Se acercó por el centro de la cama y puso un pie sobre ella -su estudiada lentitud era insoportable-. Subió y comenzó a aproximarse poco a poco hacia mí, siempre, en un difícil escorzo, con las piernas muy abiertas. Cuando estuvo a la altura de mi cara, fue agachándose con toda parsimonia hasta que logró sentarse a horcajadas sobre mí, con su sexo rubio sobre mi boca...
Fue la cópula más frenética y más salvaje de toda mi vida, la más intensa y la más placentera. En más de un momento creí que estábamos levitando sobre la cama. Sin embargo... sus ojos. Mientras todo su cuerpo estallaba exultante de frenesí y se movía nadando en sudor, no pude evitar fijarme varias veces en sus ojos sin que ella se diera cuenta. Sus ojos estaban estáticos, fijos, sin vida.... Pero, ¿cómo darle importancia a los ojos de una persona cuando el resto de su cuerpo te está haciendo rozar el cielo con la punta de los dedos...?
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Al día siguiente la profesora tampoco vino. En su lugar nos dio clase una sustituta y nos advirtió que seguiría haciéndolo durante los cinco días que restaban de curso, ya que su predecesora continuaba enferma y, además, había empeorado. A las preguntas de los alumnos sobre el carácter de la enfermedad respondió con un encoger de hombros y con la excusa de que no habían querido decirle nada. En ese momento me fijé sin querer en Aga y Marcos, que estaban sentados juntos: mientras la nueva profesora seguía excusándose por no poseer más información, Aga deslizaba su mano entre las piernas de su compañero. No volví a mirar, pero creo que la mano no se movió de ahí en toda la clase.
Durante el fin de semana salí por la noche con mis amigos -mis otros amigos, los de siempre-. No dejaron de hacerme preguntas sobre mis nuevas amistades y tuve que soportar sus continuas burlas sobre si iba a comenzar a estudiar F. P. No entendía su actitud clasista y me hicieron echar seriamente de menos a Lilit y a los chicos. Estaba deseando volver a verlos, especialmente a Lilit, pero no coincidí con ellos en todo el fin de semana. Sabía que se movían por otros ambientes, diferentes y distantes de los míos y estaba convencido de que tendría que regresar al curso para verlos de nuevo.
Llegó el lunes y pude estar otra vez con Lilit y los demás y otra vez me sentí a gusto entre ellos... Aquel día y los dos siguientes disfrutamos de los últimos descansos, con sus cigarros y sus conversaciones, del curso de informática -en aquel momento me hubiera gustado que durase años: las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina y, por lo poco que sabía de sus vidas, ninguno de mis nuevos amigos veraneaba en el mismo lugar que yo-. Procuré pasar todo el tiempo que pude con ellos mientras aguardaba ansioso que llegase el miércoles. No tuve que esperar mucho...
-Bueno -Mateo me agarró amistosamente por el hombro-, aquí acaba nuestro emocionante recorrido por el maravilloso mundo de la informática... Esta noche tenemos una cita, neófito. Lilit está deseando que vayas. Me ha dicho que la otra noche estuviste muy bien. Creo que quiere repetir -acompañó sus palabras de una mirada lujuriosa a Lilit y yo, al mismo tiempo, me dejé guiar por su mirada al objeto de mi deseo, que también lo era de mi lujuria.
-No hagas mucho caso a lo que dice Mateo -Lilit había estado oyendo-. Es tan imbécil como presuntuoso... Quizá me tiene envidia.
-Touché, Lilit. Tú ganas -Mateo parecía disfrutar con lo que se asemejaba a un intercambio de puñaladas sesgadas cuyo significado llegaba a escapárseme, aunque me inquietaba-. Nos vemos a las doce en la puerta del Campus, neófito. No te preocupes por la bebida, nosotros la compramos.
-De acuerdo, no faltaré. Me voy, que tengo un poco de prisa. Adios, chicos, adiós Lilit -mientras me daba la vuelta para marcharme, casi de soslayo, me pareció ver otra vez aquella expresión mortecina en los ojos de Lilit, aquellos ojos exánimes. Lo más curioso es que también creí verla por un momento en el resto de los chicos; pero fue una ráfaga: unas décimas de segundo. Lo achaqué a un efecto lumínico o a una impresión mía. Por eso no volví la mirada y me fui a mi casa sin darle importancia.
Cuando llegué al Campus eran las doce menos diez. Tan impaciente estaba por comenzar mi primera noche con mis recientes amigos que me adelanté diez minutos a la cita. La noche era cerrada y oscura, sin luna, y hacía una temperatura realmente agradable. La escasa iluminación de la avenida -poco transitada por la noche-, en la que se ubicaba el complejo universitario, confería al mismo un tétrico aspecto. Encendí un cigarro para hacer tiempo. Justo cuando lo estaba acabando comenzaron a llegar los chicos, tranquilamente, hablando entre ellos, con Mateo y Lilit a la cabeza y portando varias bolsas con bebida. Miré mi reloj y, exactamente en el momento en que llegaron hacia mí, las dos agujas se juntaron en lo alto de la esfera...
-Me alegra comprobar que eres puntual -ese fue el saludo que me dirigió Mateo.
-Creo que vosotros lo sois más. Nunca he observado mayor exactitud en una cita -le contesté mientras contemplaba la escena: allí estábamos los seis; no faltaron ninguno. Les saludé a todos al tiempo que les ayudaba con las bolsas.
-Siempre hemos conservado una pulcra corrección formal en nuestras juergas -apuntó Mateo-. Siempre lo hacemos igual y siempre lo pasamos muy bien. Y ahora lo vas a comprobar. ¿Nos vamos? -después de decir esto, Mateo encabezó la marcha y yo me acerqué a Lilit mientras caminábamos.
-¿Cómo estás?
-Nerviosa y excitada. Siempre estoy así los sábados.
-Hoy es miércoles, Lilit.
-¿Ya no te acuerdas de que para nosotros siempre es sábado, neófito?
-Es cierto. Perdóname; lo había olvidado... Pues espero que pasemos una estupenda noche de sábado -dije yo con una ironía ignorada por mi interlocutora.
-La pasarás -las palabras de Lilit contrastaron con el calor de la noche por lo frías, pero la cándida sonrisa que esbozó después nos hizo derretir tanto a mí como a sus palabras.
Dejamos atrás el Campus y comenzamos a andar por unas calles que yo no conocía. Al poco tiempo, las calles se convirtieron en caminos apenas asfaltados, pero siempre ascendentes. Después de un cuarto de hora llegamos a una especie de explanada, una superficie elevada, a modo de pequeña meseta, desde la que se podía ver todo el Campus. Debía de ser una plaza vieja, ya que aún se podía apreciar parte del enlozado. También se podían observar en ella las típicas formas geométricas bicolores que decoran, sin pena ni gloria, este tipo de lugares: círculos, triángulos, estrellas... Nos situamos en un extremo de la plaza. En el otro, cualquier vestigio de urbanismo se perdía en los lindes de un pequeño y sucio bosque. Justo antes del comienzo de la vegetación había algo parecido a un viejo monumento o a una estatua sobre un pedestal. La relativa lejanía y la oscuridad no me permitieron percibir qué era exactamente, aunque, incluso así, pude intuir que era realmente horrendo desde el punto de vista estético. Depositamos las bolsas en el suelo, nos sentamos en un banco de piedra semiderruido y nos dispusimos a beber...
-¿Y el whisky? -pregunté a Juan mientras buscaba entre las bolsas.
-Vino, cerveza y sidra. Eso es lo que hay, neófito. Nosotros bebemos siempre eso. El whisky es para los pijas y los burgueses.
-Bueno, no pasa nada. Así cambio un poco; ya estaba harto del whisky.
-Te recomiendo el vino -me susurró Lilit al oído: después se bebió un vaso de un sólo trago.
-Toma esto, así te cundirá más lo que bebas -me dijo Mateo, mientras me daba una pequeña pastilla, parecida a una aspirina. Hizo lo mismo con el resto del grupo. Todos se la tomaron de la forma más natural, acompañándola de vino, de cerveza o de sidra-. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo? Sólo es droga, como el whisky que tanto te gusta.
-Trágatela, no seas tonto -Lilit dulcificó su voz hasta cotas inimaginables para convencerme... y por Dios que lo hizo. Al principio dudaba. En ningún momento le he hecho ascos al cannabis, pero nunca había pasado de ahí.
-¡Venga, neófito! ¡Ánimo! -incluso Marcos, quizá, junto con Aga, el miembro del grupo con quien menos confianza tenía, me alentaba, entusiasmado, a hacerlo.
-¡Vamos! -Aga se sumaba a su compañero de juegos.
-Créeme, no te arrepentirás -la voz de Lilit se sublimó hasta parecer un hechizo que me impulsaba a tragarme aquella maldita pastilla.
-De acuerdo. Vosotros ganáis -claudiqué ante un extraño impulso. Aunque tuve un mínimo destello de lucidez y partí la pastilla en dos sin que ellos se dieran cuenta. Pensé que así sería menos peligroso el efecto. La cogí con dos dedos, ocultando la parte que faltaba y, ante la mirada lasciva de todos, me la introduje en la boca y la tragué junto con algo de vino. Con disimulo, me guardé la otra mitad en el bolsillo del pantalón.
-¡Eso es, neófito...! ¡Bienvenido a la gloria!
-¡Enhorabuena, lo has conseguido!
-¡Bravo!
-Prepárate para a algo grande -Lilit me besó en los labios ante la exaltación de todos.
A partir de ahí todo se hizo confuso. No sabía que droga había ingerido, pero el efecto fue instantáneo. Sólo conservo imágenes sueltas, distorsionadas, irreales... Ráfagas de recuerdos entre febriles y alucinadas. Sé que bailamos y dimos vueltas y vueltas alrededor de aquella plaza. Recuerdo vagamente que nos fuimos al otro extremo e hicimos un fuego cerca de aquel raro monumento que me llamó la atención al principio de la noche. Palabras entrecortadas y diluidas se me perdían en la memoria... palabras indescifrables cuyo significado no reconocía. Me pareció que los chicos hicieron una especie de representación teatral: a Lilit la llamaban “princesa de los antiguos” y a la difusa estatua “jefe de todos los siervos”. Yo disfrutaba como un loco, poseso por un indescriptible frenesí. La estatua parecía jugar un papel importante en aquella escenificación y los actores se acercaban a ella una y otra vez y hacían como si la besasen... Uno de ellos cogió un muñeco de juguete -el típico bebé-, que había en un contenedor cercano y lo lanzó al fuego ante el alborozo de todos... Gritos, gemidos, canciones, alaridos, todo mezclado, todo confuso en mi mente... El vino parecía más oscuro, más espeso, más rojo. En mi delirio alucinatorio llegué a creer ver que alguien partía un delgado trozo de carbón de la hoguera y se lo tragaba... Yo bailaba y bailaba y reía sin parar... Lilit se desnudó y se acercó hacía mí. Me desnudó e hicimos el amor como posesos... pero apenas lo recuerdo. No muy lejos de nosotros, me pareció ver también a Aga y a Marcos envueltos en sus particulares juegos sexuales. Aquello no me sorprendió. Lo que sí me llamó la atención fue observar, muy cerca de allí, a Juan y Mateo en una situación muy similar. Nunca me hubiera atrevido a asegurarlo; estaba absolutamente inmerso en un torbellino alucinatorio que me agitaba la mente y el alma. Nada me parecía real. Nada me parecía irreal... Así, entre imágenes delirantes y sensaciones subliminales, permanecimos hasta el amanecer, momento en el que, creo recordar, nos fuimos para casa, no sin antes haber cambiado más de una vez de pareja en nuestro actos sexuales... Sinceramente... yo no sé si lo hice. Sólo sé que aquella fue la noche más excitante, febril y frenética de toda mi vida...
Al día siguiente me asaltó la duda. ¿Qué había hecho? ¿Qué no había hecho? El recuerdo de haber sido una de las mejores noches de mi existencia sólo hizo acrecentar el peso de la gran losa de los remordimientos sobre mi conciencia. Curiosamente, no sentía ningún malestar físico; la resaca sólo parecía habitar en mi alma. Todo lo que había hecho, todo lo que había visto, todo lo que había sentido no aparentaba ser sino a medias real, sino a medias recordado... Únicamente había algo que recordaba de forma nítida y era que había quedado con los chicos el sábado para repetirlo... Hasta la noche estuve encerrado en casa, haciendo memoria, sin obtener mayores resultados... Así hasta que el sueño me venció de madrugada.
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Ayer viernes ocupé todo el día en intentar localizar a Lilit, a Mateo o a cualquiera de ellos. Fue imposible. No conocía sus teléfonos ni sus direcciones... aunque sí sabía dónde vivía Lilit. Así que, por la tarde, fui a su casa...
Una vez dentro tuve la sensación de que aquel edificio no era el mismo que había visitado unos días antes. No lo recordaba así. Estaba como más viejo, más descuidado; las paredes desconchadas, el suelo sucio, lleno de colillas... y, a intervalos, un olor pútrido inundaba el portal. Caí en la cuenta de que el edificio no había cambiado -o, al menos, yo no lo podía saber-; en realidad, aquella noche que vine con Lilit yo no me había fijado en nada. Simplemente entré en un edificio, en un piso, en una cama, pero mis sentidos sólo percibían a Lilit, nada más; el resto era una gran vacío... Ni siquiera me había percatado de que no había ascensor.
Fatigado por el continuo subir de escaleras y por el desagradable olor que emanaba de aquella estancia de vez en cuando, llegué hasta la quinta planta y pulsé el timbre de la casa de Lilit, que sí recordaba... Nada. Nadie... Lo intenté otra vez: Nada. Repetí la operación tantas veces como mi paciencia o mi desesperación me lo permitieron, hasta que decidí marcharme. Aunque, antes de irme, pensé que podía preguntar en el piso de enfrente. Pulsé el timbre y a los pocos segundos -demasiados pocos segundos para estar muy lejos de la mirilla- sonó una voz vieja de mujer tras la puerta cuyo tono traslucía desde el principio que en ningún momento ésta se iba a abrir:
-¿Quién es?
-Buenas tardes. Soy un amigo de Lilit. ¿Podría decirme si sabe dónde está?
-¿Lilit? No sé de quién me hablas, chico.
-Su vecina... Dolores. Vive enfrente suya.
-¿Estás loco, chico? Ahí no vive nadie. El Ayuntamiento embargó el piso hace meses y desde entonces no ha entrado ni un alma ahí... -yo me quedé mudo-. ¡Chico! ¿Estás ahí?
-Gracias, señora. Adios...
-Pobre chico...
Con tiempo aún para escuchar el último murmullo de la vieja voz tras la puerta, empecé a bajar, absorto, las escaleras... Estaba seguro de que ésa era la casa de Lilit. Allí hicimos el amor durante toda la noche. Debía de haber algún error. Pensé que aquella mujer estaba trastornada. Pensé también que me hubiera gustado verle la cara... Era ya tarde y regresé a mi casa. Cuando me acosté, sin apenas cenar, mi cabeza bullía al calor de decenas de preguntas sin contestar y mi alma se agitaba entre pequeños temores que sin duda habían de crecer.
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Esta mañana me levanté con el ánimo tan incierto como la noche anterior. No sabía qué hacer. No sabía cómo localizar a los chicos. No sabía por dónde empezar. Sin embargo, una pequeña luz asaltó mi mente: la pastilla. Recordé cómo, durante aquella difusa noche, guardé media pastilla en el bolsillo del pantalón. Esperaba que mi madre aún no lo hubiese lavado. Busqué por todo mi cuarto y por toda la casa sin encontrarlo, temiendo haber perdido el único resto de mi delirio. La última opción fue salvadora: allí estaba, en el cesto de la ropa sucia -la media pastilla con sus horas contadas-. La saqué del bolsillo. Pensé analizarla. Un viejo amigo mío, Juan Flamel, es químico y trabaja en un laboratorio no muy lejos de mi casa. No podría negarse...
-De acuerdo, por ser tú lo voy a analizar ahora.
-No sabes cuánto te lo agradezco, Juan. Confío en tu discreción.
-No te preocupes. Los químicos somos los primeros en drogarnos, aunque también los más seguros: sabemos lo que nos metemos. De algo nos tenían que servir todo lo que aprendemos en la Facultad, ¿no? Ojalá tú te pudieses fumar tus libros de Historia -Juan era un buen amigo y en realidad se preocupaba por mí-. Sin embargo, esperaré a saber qué es esto para reñirte o no.
-Gracias, Juan; de veras -Juan comenzó a manejarse diestramente entre los instrumentos de su laboratorio.
-Ahora tendremos que esperar algún tiempo... ¿Y tus padres? ¿Cómo están...?
Estuvimos hablando de nuestras cosas. De la familia, de los amigos, de mis expectativas de trabajo... Yo no quise contarle nada de lo que había ocurrido la otra noche ni nada relativo a mis nuevas amistades. Estaba seguro de que esto último terminaría sabiéndolo por nuestros amigos comunes, pero preferí mantenerle al margen por ahora... De ese modo, hablando con mi amigo pero temeroso por dentro y nervioso por la espera, transcurrió el tiempo necesario...
-Atropina.
-¿Cómo?
-Sí, atropina. A veces se utiliza en los enfermos de asma para sofocar sus ataques. Es uno de los principios activos de la belladona.
-¿Belladona? -yo permanecía completamente fuera de juego en este terreno, pero me sonaba el nombre.
-Belladona. Es una planta con propiedades psicoactivas, como el estramonio o el beleño. ¿Lo tomaste con alcohol?
-Sí.
-Pues, probablemente, esa es la causa por la que sus efectos te han preocupado tanto como para venir hasta aquí. Estas cosas no se deben mezclar.
-Ya... -¿belladona? ¿Dónde había oído ese nombre?-. Gracias, Juan. ¿Corro algún peligro?
-¿Te encuentras bien?
-Sí -realmente no me sentía mal.
-Sólo ingeriste la mitad que falta. Eso no es nada. De todas formas, llévate esto -Juan me dio una píldora-. Es un calmante que me recetó el médico. Es muy bueno. Si te encuentras mal o te sientes angustiado o nervioso por cualquier causa, tómatela; te tranquilizará.
-Gracias otra vez , Juan... Bueno, es mejor que me vaya -me iba a dar la vuelta para marcharme...
-¡Oye! ¿No me felicitas?
-¿Por qué?
-Hoy es veinte y cuatro de junio. San Juan. Es mi santo.
-Vaya. Lo siento, Juan. No me había acordado -no estaba yo para acordarme de esas cosas-. ¿Lo vas a celebrar?
-Sí , esta noche. A partir de las doce.
-¿Con nuestros amigos de siempre?
-No, ellos me han dicho que tienen cosas que hacer. En realidad, hace algún tiempo que salgo con otra gente. Te encantaría conocerlos -Juan sonrió.
-¿Adónde vais? ¿Al centro? -continué la conversación por cortesía, ya que no pensaba ir.
-No. Vamos a otro lugar bastante lejos de allí. Pero no creo que supieses llegar -Juan volvió a sonreír-. Yo te llamaré antes de salir, por si decides venir.
-Como quieras, Juan. Me voy -Juan me acompañó hasta la salida.
-Hasta esta noche... A las doce.
-Adiós -apenas hice caso a lo último que me decía. Sólo pensaba en aquella planta, la belladona... Estaba seguro de que había leído ese nombre en algún sitio.
Cuando llegué a casa era hora de almorzar. Así que me tragué la comida junto con mi desgana de comerla para que mis padres no sospechasen nada sobre la preocupación que me embargaba. Después de comer fui al salón para consultar la enciclopedia... “Belladona: Género de plantas de la familia de las solanáceas...” Continué leyendo durante un rato información, que apenas me interesaba, sobre la belladona. Algo más adelante, los efectos psicotrópicos de la planta sí captaron mi atención. Sin embargo, al llegar al siguiente párrafo me dio un vuelco el corazón: “En la Edad Media se la conocía como hierba de las brujas por el continuo uso que éstas hacían de ella...”. De eso recordaba aquel nombre; saldría en algunos de los temas de Historia Medieval o Moderna, cuando estudié hace un par de años la persecución de brujas y hechiceros por la Inquisición... Comencé a ponerme nervioso y mis temores empezaron a tener fundamento, mis temores crecieron como montañas...
-¿Qué te pasa, hijo? Estás pálido -mi madre había entrado en el salón.
-Nada, no me pasa nada. Sólo que me acabo de acordar de que había quedado con un amigo y se me ha hecho tarde -me levanté a toda prisa ante la mirada asombrada de mi madre-. Adios.
-¡Hijo...! Ten cuidado...
Salí corriendo hacia la biblioteca de la Facultad. Gracias a Dios, también abría los sábados por la tarde. Necesitaba informarme más a fondo antes de inquietarme más todavía. Mientras me dirigía hacia allí, en mi mente resucitaban recuerdos de aquello que había estudiado hace unos años, aquellas lecciones semiolvidadas. Eran como piezas de un macabro puzzle que encajaban lentamente en las lagunas de memoria que conservaba de aquella noche... Tenía que comprobarlo o me volvería loco.
Con la frente y el alma empapados en un sudor frío, me senté en una de las mesas de la biblioteca. “Demonología, Brujería y Satanismo”, me pareció que aquel libro podría contener la información que buscaba. Busqué en el índice: “Rituales satánicos y misas negras”. Comencé a leer... Dios mío. Conforme iba leyendo, todo se aclaraba en mi mente. El puzzle se completaba. Se cerraba el círculo. Aquella noche difusa se fue haciendo progresivamente lúcida mientras a mí se me helaba la sangre en las venas... “Los sabbats y su evolución posterior, las misas negras, se realizaban en un lugar elevado, a ser posible en una altiplanicie...”. La plaza donde estuvimos bebiendo... “Era indispensable que uno de los extremos del terreno lindase con un bosque, que debía representar el coro y el santuario, mientras que la explanada representaba el templo. En el lindero del bosque se colocaba una gran estatua de madera de Satanás, representado con cuerpo humano, pero con cabeza, manos y pies semejantes a los de un macho cabrío. Esta imagen estaba pintada de negro...”. Todo encajaba: el bosque, aquella horrenda estatua... Me encomendé a Dios y quise cerrar el libro, pero una morbosa curiosidad me invadió: tenía que saber qué había hecho o que había presenciado... “La bruja que debía celebrar el rito era elegida con anterioridad y se la investía de su cargo ante el altar. Se le concedía el título de princesa de los antiguos y estaba encargada de invocar y servir a su señor Satanás, señor de todos los siervos...”. Continuaba leyendo como si aún estuviera poseído por aquella droga; no podía dar crédito a lo que leía y un terror pánico comenzaba a extenderse por todas las células de mi cuerpo... “Se comía y bebía, especialmente vino, cerveza y sidra... Los fieles besaban los miembros posteriores del dios... Se danzaba espalda contra espalda...”. Me estaba volviendo loco. La biblioteca desapareció por momentos de la realidad y me encontré a solas con el libro y con todo aquello que deducía que había hecho... “Y se situaban dentro de un pentáculo, estrella de cinco puntas rodeada por un círculo...”. En mi mente temerosa se dibujaban inconscientemente aquellas formas geométricas de la plaza en ruinas... “El oficiante partía una hostia negra... Se asesinaba un niño, cortándole el cuello para recoger su sangre en un cáliz... Por último, antes del amanecer, todos los presentes participaban en una comunión sexual...”. Por eso me llamaban neófito... En ese momento lo entendí todo y cobraron sentido todos aquellos semirrecuerdos: el carbón que partieron era la hostia maldita y, ¡por todos los santos!, aquello que arrojaron al fuego no era un juguete: era un niño de carne y hueso. En aquel instante oí los gritos y los lloros de aquella pobre criatura, que habían permanecido ocultos en lo más oscuro de mi memoria. Creí que se me desgarraba el corazón. Dejé caer de golpe, aterrado, el libro sobre la mesa y éste se abrió por una de las páginas del final. No pude evitar fijarme en ella. Era un pequeño índice de nombres importantes. Mi mirada se fue, instintivamente, a uno de ellos: “Abadón: destructor y jefe de los demonios de la séptima jerarquía”. Entonces, conteniendo un grito de pánico en mi interior, caí en la cuenta: “Abadoz, Mateo Abadoz”. Era igual, pero con alguna letra cambiada... Había reparado en lo extraño de alguno de sus apellidos, pero nunca lo consideré más que una onomástica curiosa... Quise comprobar si aquel hecho también se daba con el resto del grupo. Busqué el nombre de los demás: “Belial: demonio de la sodomía... Amón: grande y poderoso demonio del reino infernal...”. Se habían cambiado los nombres en honor a sus demonios... “Agaberta: antigua maga a quien se le atribuía el poder de aparecer bajo diversos aspectos...”. Era espeluznante. Era de locos. Aquello no podía estar sucediéndome a mí... El nombre de Lilit no tuve que buscarlo en ningún sitio, su significado me vino sólo a la memoria, lo había leído en algún sitio anteriormente: Lilit era el demonio hecho mujer de la Biblia -sólo en ese momento lo recordé-, la primera mujer de Adán. Me había acostado con el mismo Demonio, con su reencarnación o, como mínimo, con un fiel servidor suyo... Esa mirada sin vida... Era la mirada de Satanás... Creí que iba a desfallecerme y volví, inconscientemente, a soltar el libro. Éste se abrió otra vez por una página al azar... Comencé a sospechar de aquel supuesto azar y el sudor frío creció en mi alma: a mitad de página había unas líneas subrayadas con rotulador rojo: “Los solsticios de invierno, 21 de diciembre, y de verano, 21 de junio, son fechas predilectas para la celebración de aquelarres y reuniones satánicas, pero el sabbat tenía lugar cuatro veces al año: el Martes de Carnaval, la Vigilia de Pascua, el día de Navidad y el día de San Juan...”. El cuerpo se me estremeció hasta el tuétano de los huesos. El día de San Juan. Era hoy; me lo había recordado mi amigo Juan... y el miércoles pasado fue veinte y uno de junio, el solsticio de verano. Lo de aquella noche sólo fue un prólogo, hoy tenía lugar el verdadero sábado, el auténtico sabbat... y yo había quedado con ellos hoy... para repetir lo del otro día... Cogí el libro y salí corriendo sin hacer caso a los gritos de la bibliotecaria. Sólo pensaba en llegar a mi casa...

Ya son casi las doce. No faltan ni diez minutos. Me encuentro mal, creo que me voy a desmayar... Todo ha ocurrido tan deprisa... Quizá no tenga noticia de ellos. Quizá no vengan. Yo no les dije dónde vivía... Si pasadas las doce no sé nada de ellos, puede que todo vaya bien. Quizá toda esta historia ha sido producto de mi imaginación... Me estoy mareando. Tengo la sensación de que cada vez me hundo más en la cama y la habitación se me hace más estrecha por momentos... Me siento débil... Creí que el calmante que me dio Juan me relajaría, pero cada vez me siento peor... Me cuesta mucho trabajo pensar... Estoy como entumecido, adormilado... ¿Qué es lo que me ha dado Juan...? Juan Flamel... Flamel. Creo haber visto ese nombre en el libro... al pasar las páginas rápidamente... en alguna parte. ¿Dónde está el libro...? Aquí... Flamel... Flamel... ¡No puede ser!: “Flamel, Nicolás: famoso librero francés del siglo XIV, ocultista y alquimista...” ¡Alquimista...!
-¡Hijo, el teléfono! Es para ti -es mi madre; ¿por qué no he oído el teléfono?
-Ya lo cojo aquí, mamá. No te preocupes... ¿Si?
-Hola, neófito. Te dije que te llamaría.
-¿Juan? ¿Eres tú...? ¿Qué es lo que me has dado?
-No es nada... una pequeña golosina. ¿Has oído hablar de la escopolamina, “la droga de la verdad”? Es un alcaloide del beleño, una planta muy parecida a esa belladona que ya conoces. Mantiene despiertas a las personas, pero no son conscientes de lo que hacen... ni de lo que les hacen. Verás, creo que vas a tener que venir a mi fiesta y te necesito dócil.
-Dios mío...
-No, me temo que no. Quizá todo lo contrario... Estáte listo: dentro de un par de minutos mis amigos van a pasar a buscarte... En realidad... te mentí, creo que ya los conoces. Aunque quizá no te alegres de verlos. Venga, levanta ese ánimo: hoy eres tú el protagonista... Bueno, voy a colgar. Despídeme de tus padres... ¡Ah! De camino, haz tú lo mismo... Adiós.
No puede ser. ¿Qué hago? Apenas puedo articular palabra. ¿Cómo les voy a decir nada a mis padres, si no puedo ni hablar? Estoy perdido. La droga ya me está haciendo efecto... ¡Por Dios, que alguien me ayude...! No tengo voz... ¡Por favor...! Por todos los santos, ya son las doce... El timbre, ha sonado el timbre y ha entrado alguien... No veo nada, estoy medio ciego... ¡No les dejéis entrar, por favor...! ¡No dejéis que se acerquen a mí! ¡No, mamá, no abras la puerta...!
-Hijo, han venido a buscarte unos amigos...
Que Dios me ayude.

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