Wednesday, November 15, 2006

GÉNESIS (introducción al catálogo de la exposición de Jorge Hernández, 8-26/11/2006)

Cuando conocí a JORGE ambos teníamos cinco años y nuestra máxima aspiración artística era lograr que los mocos no bajasen más allá del bozo... Eran los tiempos benditos y despreocupados del colegio (y lo de “bendito” no tenía nada que ver con estudiar en los Maristas, si no más bien con la despreocupación). Desde entonces, nuestras vidas, para bien o para mal, han corrido paralelas en muchos aspectos. Compartimos piso en Sevilla mientras yo estudiaba Periodismo, soñando con escribir bien algún día, y él se encargaba de aprender el noble arte de los pinceles. De hecho, por aquel entonces hizo un retrato mío para una trabajo de clase y, curiosamente, yo aparecía disfrazado de cura (¿qué dirían los hermanos Maristas?). Además, con él tiempo, ambos terminamos haciendo del lugar de veraneo nuestra patria chica y decidimos intentar vivir siempre lo más cerca posible del verde mar de Punta Umbría. Durante muchos años sólo Jorge y yo logramos sostener alguna que otra conversación más o menos intelectual en el exuberante interior de una reunión de amigos (fundamentalmente) más preocupada por el fútbol y los magazines televisivos de humor. Yo siempre estuve orgulloso de la circunstancia de tener un amigo pintor y fabulé con la idea de poder colaborar juntos algún día, al modo de los autores modernistas de principios del siglo XX. Aunque algo hemos hecho juntos, ha sido poco, y por eso escribir estas líneas, aparte de suponer una satisfacción personal, tiene para mí el valor añadido de intentar aunar letras, pinceles y amistad.

Sin embargo, nuestro paralelismo deja mucho que desear cuando se echa la vista atrás para comprobar cómo ha evolucionado Jorge en los últimos años y cuántos premios y distinciones han recibido sus obras. Desde aquel ya lejano 1997 en que, casi recién licenciado, obtuviera su primer éxito (el Concurso de Pintura de Creación Joven del Ayuntamiento de Huelva), no ha dejado de ganar premios, algunos realmente importantes, por no hablar de la cantidad innumerable de menciones y selecciones. NUEVE AÑOS en los que su pintura ha ido evolucionando hasta el punto de convertirse en uno de los principales valores del panorama artístico onubense, si no el más conocido, sí desde luego uno de los que poseen más originalidad (algo que suele faltar muchas veces a los más conocidos). Y, lo que es más importante, nueve años en los que ha logrado crear un mundo propio, forjar una dimensión privada donde habitan esos extraños seres que forman las mentes de los creadores, esas “absurdas sinfonías de la imaginación”, como los llamara Bécquer.

Lejos de las influencias específicas y los homenajes y guiños más o menos evidentes (desde Botticelli al arte pop pasando por Giorgione y Rousseau), es el MUNDO creado (más que “re-creado”) lo verdaderamente valioso de este autor. Seis días quizá fuera suficiente plazo para un dios, pero nueve años no está nada mal tratándose simplemente de un artista, sobre todo si se logra llevar a cabo de forma tan lúcida la génesis de un universo personal, proteico y alucinado, ebrio de luz y color, de sensaciones palpitantes y sentimientos encontrados. Es un espacio cambiante de atmósfera onírica que no se contempla, sino que se penetra o al que se baja, como cayendo al través de una madriguera (de caleidoscopio), siguiendo el rastro de un conejo blanco de traje y corbata, hipnotizados por su reloj de bolsillo. El pintor no pinta cuadros, sino que fabrica ventanas de colores y texturas, portales plásticos que conducen a su mundo, al igual que ocurría con los espejos en las antiguas leyendas chinas.

Allí, al otro lado del espejo, unas veces damos con nuestros ojos asombrados dentro de toilettes psicodélicas ocupadas por metáforas incontinentes, dormitorios metafísicos de paredes onduladas y tendederos sugerentes, salas de estar vaporosas con sofás que pronuncian palabras que no se oyen o vagones de tren donde el revisor es un Cupido invisible pero certero. Otras veces entramos en lo profundo de una naturaleza encantada, rodeada por un océano turbulento y primitivo de pequeñas olas azules, verdes, blancas. Un mar, vertical y horizontal, denso y profundo, que abraza el atardecer y que envuelve un gran continente boscoso, quizá el espacio más característico de este nuevo mundo. Es fácil perderse entre esos tupidos bosques irisados e imposibles, extrañas selvas que señalan presencias y denuncian ausencias, que encierran mensajes cifrados de concentración e infinitud a través de unos árboles sin copas ni raíces y, por tanto, expresados en el eterno movimiento de lo concéntrico y de lo infinito, de lo que da vueltas siempre alrededor de la misma cosa, en este caso: la MUJER.

Para Jorge la mujer es motivo y motor, principio y fin, objeto de deseo y objeto de arte. En su particular universo, ésta aparece por todas partes: mirando, pensando, sonriendo, posando, soñando... pero sobre todo escondiéndose, tapándose, intentando liberarse de ataduras y cadenas. La mujer es el instrumento genético del pintor, puesto que gracias a ella puede crear su propio mundo, generarlo. Pero es, efectivamente, una mujer reprimida personal y sexualmente, una mujer que se tapa y se esconde y se retuerce en sus ligaduras. No en vano, dentro de su sensual bestiario femenino, se lleva la parte del león una triada dominada por el ansia de castidad: Caperucita, Dafne y Atenea. Las dos últimas son ejemplos de CASTIDAD conseguida, Atenea como diosa virgen consagrada sólo a los “placeres” de la guerra y Dafne como la ninfa que prefirió transmutarse en laurel antes que perder la virginidad ante el envite lujurioso del mismísimo Apolo. Y la primera, arquetipo del vencimiento buscado; la pequeña Caperucita roja, hermosa y tentadora, la niña despreocupada y desobediente que en realidad (ya desde Perrault) quería que se la comiera el lobo...

¿Será Jorge el lobo..., que se come niñas y vomita mundos?